A cien años de su nacimiento Colombia recuerda a José Barros, el cantor del pueblo

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José Barros, el poeta que nos trajo el río

Este año el país conmemora el centenario del natalicio de uno de sus compositores musicales más prolíficos: José Benito Barros. Autor de canciones tradicionales del folclor del Caribe, supo trascender las fronteras de El Banco, Magdalena, su pueblo natal, para escribir también melodías en tiempo de bolero, pasillo y hasta tango. Historia afinada del hombre que nos enseñó a navegar en piragua.

El Ministerio de Cultura declaró este 2015 como el año José Barros pues ayer, 21 de marzo, se cumplieron cien años de su natalicio. Foto: Especial para Gaceta

El Ministerio de Cultura declaró este 2015 como el año José Barros pues ayer, 21 de marzo, se cumplieron cien años de su natalicio. Foto: Especial para Gaceta
 

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“Usted no lo va a creer”, repite Veruschka Barros al otro lado del teléfono desde El Banco, ese pueblo a orillas del río Magdalena que vio nacer a su padre hace exactamente un siglo, un 21 de marzo. “En mi casa nunca se escuchó música. Ni siquiera teníamos equipo de sonido”.

La mujer habla desde la misma casona vieja que habitó su padre, el maestro José Benito Barros, los últimos 40 años de su vida. La primera casa cural que tuvo este municipio y que acabó en manos del compositor gracias a que un obispo alegre de la época que amaba sus cumbias —‘Violencia’, en especial—  no concibió que el hombre que había hecho bailar a todo un país con la historia de la piragua de Guillermo Cubillos  no contara con un lugar reposado donde escribir sus letras.

Instalado en la propiedad, que sigue en pie en la Calle Boyacá, a media cuadra del río Magdalena, el músico se dio a la tarea de acondicionar una sala luminosa que poco a poco él mismo fue poblando con los diplomas, medallas, discos y fotografías junto a presidentes y reinas de belleza que le quedaron de esa fama universal que nunca cortejó.

Allí, en ese salón, cuenta su hija, se sentaba en una mecedora de espaldas a la ventana y comenzaba a tararear sus melodías con una guitarra en el regazo. Eso, dice Veruschka, era lo único que desafiaba el silencio de mármol que el hombre había impuesto como una regla más de la familia, integrada por él y los tres hijos de su último matrimonio que se resignó a criar en soledad.

El espacio debía permanecer siempre en completo orden. Pulcro. Y así el patio. La cocina y cada clóset. En eso el maestro Barros era tan psicorrígido como aquello de que había que acostarse a dormir a más tardar a las siete de la noche. Sobre su escritorio nunca sobraba un papel. Todos lo sabían y nadie se atrevía a retar el genio agrio y contrariado de este banqueño de aspecto enjunto, ojos achinados y estampa de seminarista.

Su historia había comenzado muy cerca de allí, en 1915, cuando nació como el menor de los cinco hermanos del hogar de Eustasia Palomino y José María de Barros Traveceido, un portugués trashumante que había entrado a Colombia por La Guajira y se había instalado luego en El Banco, atraído por la fama que el pueblo arrastraba desde la Colonia de ser un puerto fluvial de gran movimiento comercial. El país entero pasaba por esas aguas.

El pálpito fue acertado. Allí hizo una vida, se enamoró de Eustasia y llegó a ser alcalde. Pero la dicha fue breve y cuando José Barros apenas cursaba cuarto de primaria vio morir a sus papás y quedó al cuidado de una de sus hermanas.

Desde entonces, su vida  tiene una cadencia que es fácil de silbar. Empujado por la necesidad, abandonó la escuela y salió a vender leche hervida, almojábanas y arepas que le dejaban al día hasta 40 centavos.

Y mientras se le escondía a la pobreza con trabajos de ocasión —lo supimos luego de labios suyos— “los amigos importantes de mi papá que bebían en las esquinas o a la sombra de los palos de matarratón me llamaban para que yo les cantara”. Lo que sonaba para entonces eran tangos, boleros y rancheras. Pocos, muy pocos, hablaban en el Caribe de cumbias o de vallenatos. “Se consideraba vulgar”, contaría el maestro.

Al tiempo, el pueblo distraía sus horas muertas con las fiestas patronales a la Virgen de la Caridad, bailes de pilanderas y grupos de tambora y chandé.

Pero cantarles a los mayores fue como de pronto encontrar su lugar en el mundo. A los 12 años compuso ‘La nena’, canción con la que arrancó el conteo de las cerca de 800 que dejó para nuestra memoria musical. Se la dedicó a Magdalena, su primer amor, su primer beso. Después, con su tío Roberto Palomino aprendería a tocar la guitarra y como el autodidacta que nunca dejó de ser se acercó a la teoría musical de arriba a abajo, desde solfeo hasta armonía. No necesitó de más. Lo que vino a suceder luego —la radio jubilosa repitiendo sus canciones, el prestigio, su música sonando en los bailes de salón— ha sido una historia contada, y cantada, por casi cuatro generaciones.

 

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Al investigador musical barranquillero Rafael Bassi no le extraña que un hombre que apenas si alcanzó cuarto de primaria se convirtiera en uno de esos escritores de raza, capaz de poner diestramente una palabra detrás de la otra, y cantara por ejemplo aquello de que “la luna espera sonriente / con su mágico esplendor / la llegada del valiente / y del alegre pescador”.

El asunto, está seguro, se explica con una frase que suelta desde La Arenosa como escrita entre signos de admiración: “José Barros fue un músico de talento excepcional”.

Enseguida comienza a hablar de la altivez verbal de sus letras. De su factura literaria y la riqueza de su lenguaje.  Y de un valor que trasciende más allá de sus composiciones. “Su obra, antes que la de cualquier novelista o pintor, fue la primera que describió —con prosa sencilla y tonadas populares—, el ser colombiano. Antes hubo músicas y literaturas regionales. Pero con él y por primera vez (superando la oficialidad del himno patrio) los colombianos fuimos nación”. 

La manera en la que el Barros poeta conquistó su mirada personal sobre la realidad, la forma especial  de ver  el mundo y dar una expresión artística a esas contemplaciones se fundaba, pues, en comprender de qué estaba hecha la Colombia que apenas completaba un siglo como país.

Antes de las canciones de Barros, asegura Bassi, “lo que había dentro de los límites de Colombia eran pedazos: liberales de cordillera, conservadores de planicie, cristos quiteños entronizados en  catedrales paramunas, escritores románticos que creaban personajes tuberculosos en las planicies del Cauca, presidentes bogotanos que no conocían el mar, generales costeños que nunca vieron las brumas de las altas  montañas, mineros del oro con nostalgias de marquesados y libertos sin tierra vagando de pobreza en pobreza: un país en cada uno”.

No lo vio así el empresario de Sonolux que a finales de 1969 le había encargado al maestro Barros la composición de un par de canciones para incluirlas en un Lp. Cuando las tuvo en su punto, el músico llegó con ellas hasta la sede de la disquera y recomendó especialmente la canción que narraba la historia de Guillermo Cubillos. Un mes después regresó y tuvo que escuchar cómo ese empresario le reprochaba dicha melodía, acusándola de poética y lenta. “Le falta candela”, escuchó decir Barros. Hernán Restrepo, músico de Valledupar, puso las cosas en su lugar y la grabó. 

La gran proeza del hijo menor de Eustasia consistió, sin embargo, en trascender las fronteras de su propia geografía. Le cantó al Caribe, claro. Hizo cumbia, porro, paseo, chandé, garabato y vallenato. Y nos legó canciones, escritas con lápiz grueso para que nunca se borraran, que forman parte de nuestra banda sonora como ‘La piragua’, ‘El alegre pescador’ y ‘Arbolito de Navidad’ y les regaló a pueblos himnos que no tenían como sucedió como ‘Momposina’ y ‘Palmira señorial’.

Le cantó lo mismo al pescador desamparado bajo el sol infernal del Caribe que  a la llorona loca y al patuleco; y a esa vida tan cotidiana de la gente de estas tierras que se lamentan “porque se murió mi gallo tuerto, qué será de mi gallina”.

Pero como si le faltaran ríos por navegar, remó más allá del Magdalena para edificar una obra en la que también vibraron temas escritos en tiempo de bolero, ranchera, pasillo y vals. Incluso tangos. Suyo es un canto de arrabal que parece sacado de la pluma del mismísimo Ignacio Corsini, ‘Cantinero sirva tanda’, en la que celebra algo para lo que nunca lograron sobornarlo: la bohemia, la bebida.

También le pertenece un clásico amasado en un género de raíces andinas, el pasillo, que él mismo consideraba asunto de cachacos: ‘Pesares’. “¿Qué me dejó tu amor? / Mi vida se pregunta. / Y el corazón responde: / pesares, pesares”.

Por eso, para el periodista musical de Señal Radio Colombia, Miguel Camacho, la diferencia que Barros estableció con autores de su generación fue justamente “explorar cómo sonaban otras expresiones musicales distintas a las de su región y su país. Entender que existían otras maneras de entender la música y eso explica por qué terminó en Argentina para aprender de tango y en México para aprender sobre rancheras”.

Adlai Stevenson, escritor y periodista de Barranquila que lleva años estudiando la obra de Barros, cree además que el maestro intuyó a tiempo que podía vivir de sus cualidades como compositor y arreglista “y supo articular su talento con la industria discográfica”.

Corría 1946 cuando Antonio Fuentes lo invitó a grabar y componer para Discos Fuentes, fundada por él en Medellín. Le confeccionó a su medida ‘Los trovadores de Barú’, grupo por el que también pasaron las voces de Tito Cortés y Guillermo Buitrago. Época dorada de la que nacieron melodías como ‘Momposina’, pan del cielo en los 50 para los bailes de salón de grandes clubes.

Integró también —recuerda Stevenson— los Black Stars, cuya melodía estaba hermanada con la de Los Hispanos y Los Graduados. Esa musiquita que no era salsa ni era cumbia, que sonaba a todo y a nada, y que tanto despreció Andrés Caicedo en sus páginas. “Pero Barros lo hizo porque  fue un hombre adelantado a su tiempo. Se movió en varios frentes de la industria: compuso, cantó y arregló”, dice el escritor.

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Al final de sus días era casi como un niño. Así lo recuerda Ana Leonor Amador, su mano derecha. La mujer que lo cuidó hasta que su viejo corazón de 92 años se paralizó el 12 de mayo de 2007, en Santa Marta.
Comía helado de ron con pasas y se la pasaba frente a los canales infantiles que proyectaba el televisor. Una enfermedad nerviosa, de la que los médicos nunca dieron razón, había desencadenado, desde hacía años y sin remedio, un temblor extraño en las manos que le impidió seguir escribiendo sobre el pentagrama.
Ni falta que hizo. José Benito Barros Palomino ya lo había logrado todo: que su música se escuchara en la radio de la Unión Soviética, que Agustín Lara lo bautizara el mejor compositor de Colombia, que Gabo invocara su legado por los días dichosos del Nobel, que La Piragua llegara a los trombones de La Sonora Matancera y a la voz de María Dolores Pradera. Que Guillermo Cubillos hubiese dejado de ser un anónimo comerciante de navegación para convertirse en ese valiente que “impasible desafiaba la tormenta”.
Mejor que eso: que el tesoro que le dejó a su pueblo, el Festival Nacional de la Cumbia, que este año celebra su versión 31, fuera declarado Patrimonio Cultural de la Nación.
Había amado a tres mujeres y a nueve hijos, Abel (que murió muy niño), Alberto (que siguió sus pasos y llegó a ser trombonista del Grupo Niche), Alfredo (músico también), Adolfo, Sonia, José y Valentina. Katiuska, Veruschka y Boris fueron los últimos. El fruto de su amor con Dora Manzano. Los llamó así como una consecuencia natural de su amor por Tolstói y Dostoievski. Porque si a  alguien le debía José Barros la riqueza de su palabra era a todos esos clásicos literarios que aún se conservan en la biblioteca personal de la casa de la Calle Boyacá.
Lo había logrado todo y nos lo había dejado todo. Dicen que cada canción que puebla el mundo es la historia que contiene en sí misma más la de cada uno de sus dueños en el tiempo, todo aquél que la ha entonado alguna vez. ¿Existe acaso algún colombiano que, al son de una tambora, no se haya sentido sobre  una piragua?