Genealogía del cine independiente cubano

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Por Dean Luis Reyes, critico y profesor de cine cubano

La historiografía del cine cubano ha solido enfrentar un grave problema de carácter nominalista a la hora de calificar las corrientes de creación laterales o paralelas al cine hegemónico. En el periodo anterior a 1959 y a la fundación del ICAIC, se califica a los realizadores cinematográficos afines a esa clase de producción como “entusiastas” (Vincenot)1 o amateurs2 (siguiendo el término común en Europa, de raíz francesa). Después de 1960, ha sido habitual calificarla como “cine aficionado”, hasta que en la década de 1990 y a partir del siglo XXI, tras nuevas revisiones, se imponen expresiones como “sumergido” (Borrero), underground (un préstamo de la cultura fílmica anglosajona) o independiente.

Comoquiera que sea, el cine cubano ha sido, exceptuando el breve periodo entre mediados de la década de 1960 y fines de los 80, cualquier cosa menos industrial. La mayor parte de los emprendimientos productivos ha dependido de iniciativas de grupos de individuos o de entidades de vida breve, insuficiente organización y recursos económicos irregulares. Un estudio serio de las lógicas de producción históricas del cine cubano no puede perder de vista el factor de la indigencia financiera y de la improvisación sobre los diseños de producción de buena parte de sus películas, lo cual ha hecho de la insolvencia, así como de la imposibilidad para construir una lógica de rentabilidad plausible y duradera, un factor indisoluble de la comprensión de sus derroteros.

Fuera de semejante cuestión de alcance universal, existe una constante de creación que discute con las corrientes temáticas, estilísticas y expresivas vigentes y que, expresándose mayormente a través del cortometraje, ha desafiado históricamente las rutinas del cine hegemónico. Entendiéndose por hegemónico aquella corriente dominante -sobre todo en la exhibición y comercialización- que suele ser legitimada socialmente como el modelo de manifestación deseable de un cine cubano pertinente para un contexto histórico equis.

Los primeros barruntos de un cine nacional independiente se remontan a mediados del siglo XX. Los pioneros debieron ser gente pudiente, que ensayó un cine doméstico o familiar con el dispositivo fílmico primitivo. El crítico Walfredo Piñera (Piñera, apud. Vincenot: 459) indica que entre los médicos profesionales hubo una curiosidad manifiesta por llegar más allá. Tal es el caso de Roberto Machado, oftalmólogo que realizara varias películas desde finales de los años 30 y a través de la década siguiente, además de Jaime Traumont. Un adolescente Tomás Gutiérrez Alea hace también sus pinitos en esta década, mientras que la prensa reseña el estreno en 1940 de un largo amateur, El profesor maldito, dirigido por Karlín Alpuente y Juan Miguel Alonso.

Arturo Agramonte indica que, debido al auge de esta clase de producciones, en 1943 se celebra el primer concurso de cine amateur (Agramonte, apud. Vincenot: 456). Ellos comparten el mismo marco epocal que realizadores del cine comercial cubano de entonces, como Ramón Peón, Manuel Alonso y Juan Orol.

El entusiasmo de un pujante movimiento de aficionados es aupado por la convocatoria del primer curso “El cine. Industria y arte de nuestro tiempo”, impartido en la escuela de verano de la Universidad de La Habana por el crítico José Manuel Valdés Rodríguez y, en 1948, por la aparición del primer cineclub de La Habana, a cargo de Germán Puig y Ricardo Vigón. Como no se trata únicamente de un asunto capitalino, en 1944 un grupo de individuos se asocia bajo el calificativo de Películas Camagüey, en esa ciudad cubana. En San Antonio de los Baños, desde inicios de los años 50, Eulalio y Vicente Cruz realizan películas de ficción reminiscentes de la serie B y del cine de género de Hollywood –El invasor marciano (1952), La herencia maldita (1953)-. A ellos se suman otros como Osvaldo Ordaz –Contrabando (1957)- y Peroga, hasta la fundación a fines de la década de la APCA (Asociación Pro-Cine Ariguanabense).

Este panorama hace a Néstor Almendros escribir en 1956: “Quizás más interesante que el cine profesional es el movimiento de cine experimental en 16 mm y la intensa acción de los cine-clubs”.3 Lastimosamente, ninguna de estas películas fundadoras se ha conservado íntegra hasta nuestros días.

Ese mismo año aparece el primer antecedente que ha llegado hasta nuestros días de una expresión cinematográfica independiente: De espaldas (Backs Turned), dirigida por Mario Barral. Su director, actor de teatro, realizador de radio y pionero de la televisión -escribió, produjo y dirigió la primera telenovela de CMQ, Senderos de pasión (1951)- (Vincenot: 558), se lanzó a la producción de filmes de autor para el circuito de arte y ensayo estadounidense.

El tono general de De espaldas rehúye la estereotipia folclorista al uso en el cine cubano del periodo y se aleja del melodrama y de la comedia. Su propósito sugiere una gravedad en la mirada y la demanda de calar críticamente en problemas del mapa social. Y si bien no existe una inflexión de ideología política evidente, sino un devaneo en general torpe desde el punto de vista fílmico y narrativo, su impacto fue sensible. En una reseña escrita por Alea ese mismo año, califica a De espaldas como un filme “erróneo y notable”, al mismo tiempo que señala la endeblez de su impostura para con el cine cubano de la época: “No basta con eliminar al negrito y al gallego para lograr una obra de arte”. (Alea, apud. Vincenot: 383)

Vincenot sugiere la vinculación del filme de Barral con el segundo ejemplo paradigmático del cine independiente cubano: El Mégano (1955, Julio García Espinosa). Se trata este de un proyecto cuyo fondo es en absoluto de compromiso político. Derivado de la cinefilia vinculada a la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, del Partido Socialista Popular, un grupo de sus miembros que estarían entre los fundadores del futuro ICAIC (Espinosa, Alea, Guevara mismo, Jorge Haydú), hicieron de esta una aventura del cine aficionado, si bien sus realizadores habían estudiado en Europa y pretendían desplegar las herramientas estéticas de la corriente fílmica que consideraban más próxima a su posición ante la situación del pueblo cubano: el neorrealismo.

El Mégano aspira a poseer similar poder de evidencia documental que la película de Barral. Comparte también los propósitos de la no ficción producida por el estudio independiente Minicolor, fundado por José Antonio Sarol, y que produjera documentales de denuncia como Jocuma o el cabo de San Antonio (1955) y La cooperativa del hambre (1957, nunca terminado). Jocuma… provocó el asalto y destrucción de los laboratorios de Minicolor por el Servicio de Inteligencia Militar de entonces, mientras que El Mégano fue secuestrado y sus autores reprimidos.

1959 encuentra este panorama de eclosión y búsqueda. A pesar de la intención reductora de parte de la historiografía del cine, que somete la autoridad inaugural del cine revolucionario a unos pocos nombres, el magma de otro cine cubano estaba allí. Por ello, durante 1959 Antonio Cernuda obtiene lauros fuera de Cuba (Diez centavos gana el Diploma de Honor en el XII Festival Amateur de Cannes; Ritmo en tránsito es elegido el mejor filme amateur del año por el diario británico The Daily Mail).

Todavía en 1961 Néstor Almendros muestra la posibilidad expresiva del free cinema con Gente en la playa; el grupo denominado Agrupación Cinematográfica Experimental realiza Un día de playa, y José A. García Cuenca Un balcón y trece canicas. Ese mismo año, una producción amateur adquiere la nefasta categoría de parteaguas no solo para el cine sino para la cultura artística nacional: PM (Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal).

Después de la censura del corto y del debate suscitado alrededor suyo, que provoca el primer pronunciamiento de política cultural del nuevo gobierno, la actividad cinematográfica cubana es centralizada y monopolizada por la entidad estatal encargada de su gestión: el ICAIC. Asimismo, una naciente tendencia crítica e historiográfica impone la leyenda del “año cero”, de la endeblez estética e inexistencia (física) del cine anterior al de esa institución. Todo lo que sucediera fuera de sus marcos solía ser observado con sospecha o ninguneo.

Con la desaparición de los laboratorios independientes y de las pequeñas empresas privadas de cine, buena parte de la producción amateur venidera incluyó a personas empleadas en entidades estatales, con acceso a las tecnologías e insumos necesarios, y que en su tiempo libre y de forma semiclandestina emprendían tal actividad. Es el caso del efímero Grupo Experimental Cubanacán, creado en los estudios fílmicos homónimos, administrados por el ICAIC, dentro del cual Rolando Zaragoza dirigiera La tísica (1964).4

Se trata este de un periodo apenas estudiado. Mi pesquisa me ha dirigido hacia uno de los sobrevivientes del mismo: Tomás Piard. Su singular cinefilia lo colocó desde los inicios de su carrera como cineasta fuera de los marcos del instituto de cine. Pero a través suyo se hace visible un periodo desconocido, de obras hoy desaparecidas y realizadores con una carrera efímera. Se trató de grupos de libre asociación, que funcionaron como cooperativas de amigos con recursos de producción mínimos o nulos y una abierta vocación por la experimentación.

Piard revela la celebración en 1971 de un Primer Festival de Cine Underground en el domicilio de Eduardo Noguer, donde se exhibieron filmes realizados, sobre todo en 8 mm y mucho menos en 16, entre 1968 y 1970. 5 Entre los títulos se cuentan La boda (1968), La mansión siniestra (1969) e Y Dios creó a Adán y Eva (1970), todos de Oswaldo Pastor; Matemáticas en un espejo (1968) y Cleopatra Twice (1970), de Juan Camporino; El techo (1969), La partida (1970), Alicia en el País de los Gigantes (1970), La venganza china (1970), Los perseguidos(1970), En el fondo (1970), Chrisippus (1970) y Vista de la ciudad (1971), de Piard. El público ofició como jurado y los premios fueron para Y Dios creó a Adán y Eva (Gran Premio) y para Vista de la ciudad (Mejor dirección).

Se trataba este de un movimiento semiclandestino: “Teníamos noticias de gente que por estar filmando en las calles tuvieron problemas con la policía y hasta les decomisaron las cámaras. Es por esa razón que todos nuestros filmes los realizábamos en interiores, azoteas, en el Parque Lenin, en Santa María del Mar o en el Cementerio de Colón exclusivamente, ya que no teníamos ningún apoyo oficial”.

Otros títulos de esta época, vistos en proyecciones privadas y compartidos por los iniciados en esta clase de cenáculo son Bella de noche (1972), de René Fernández; Retrato de una mujer en tres tiempos (1972), de Raúl Parrado; La bofetada (1972), de Daniel Fernández, y El sueño (1972), de Piard.

La ebullición de este movimiento, con fuertes ramificaciones fuera de la capital, hizo que a mediados de los 70 el Poder Popular de Matanzas convocara a un Festival de Cine Aficionado. En lo adelante, un fenómeno creciente a nivel nacional serían los cineclubes, donde coincidían desde individuos con vocación por la apreciación del cine hasta potenciales realizadores. Varios núcleos de emprendedores fuera de La Habana impulsaron grupos de esta naturaleza, como el célebre Cineclub Cubanacán, de Villa Clara. Lamentablemente, no existe un estudio totalizador sobre este fenómeno, como tampoco investigaciones locales que permitan reunir material para emprender una posterior historia nacional del cine aficionado.

Un momento destacado en esta cronología es la fundación, en 1978, del Círculo de Interés Cinematográfico de la Casa de Cultura del capitalino municipio Plaza de la Revolución, apadrinado por el Centro de Información Cinematográfica del ICAIC. El elitismo autoritario del instituto durante los 70 observó este panorama con evidente desdén. Se creó una dicotomía dañina entre los “aficionados” y los “profesionales”, cuando muchas de las producciones institucionales dejaban mucho que desear.

De este periodo sobresalen títulos de Jesús Fernández Neda, como son Después del golpe, La madre y La olvidada, así como Electra, de Raúl Bosque. A pesar de que el objetivo de muchos de estos realizadores era demostrar sus habilidades para poder incorporarse luego al ICAIC, anota Piard que, “en general, el ICAIC no era el ejemplo que quisiéramos seguir, sino el cine europeo soviético, polaco y checo, en primer lugar, y el francés e italiano, en segundo. Los temas de las películas cubanas del ICAIC nos parecían forzados por las circunstancias políticas e ideológicas. Queríamos reflejar la realidad, pero desde otra óptica más crítica”.

Los años 80 despliegan con más fuerza esta tendencia, que se agudiza con la lenta introducción del video. En 1980 se celebra el primer Encuentro de Cine Aficionado, con 19 obras (Borrero, 2002: 51). Como indica María Eulalia Douglas, en noviembre de 1983 se funda la Federación Nacional de Cineclubes, dentro del I Festival de Cine Aficionado (Cine Plaza). Constan para entonces 33 cineclubes de creación y 43 de apreciación en toda Cuba. 6 Quizás el momento más alto de este movimiento haya sido la producción del largometraje Ecos(1987), dirigido por el propio Piard.

En el mismo 1987 se funda el Taller de Cine de la Asociación Hermanos Saíz. Realizadores jóvenes vinculados a diferentes productoras institucionales y al movimiento cineclubístico comenzaron a trabajar vinculados al ICAIC, que por entonces dirigía Julio García Espinosa. Los cortometrajes de Jorge Luis Sánchez -Un pedazo de mí (1989) y El Fanguito (1990)- merecieron premios importantes en Cuba y el exterior. Enrique Álvarez (Sed, 1992), Marco Antonio Abad (Ritual para un viejo lenguaje, 1989), Lorenzo Regalado (Basura, 1992) y Manuel Marcel (A Norman McLaren, 1990), entre otros, constituyeron la madurez formal e ideológica de un nuevo cine cubano, revulsivo ante los tratamientos adocenados de la realidad nacional del cine hegemónico, al tiempo que renovadores de su instrumental expresivo. Este grupo es en cierta medida la fusión final de los trayectos y búsquedas paralelas del movimiento aficionado, de las primeras graduaciones de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio  de los Baños (EICTV) y de algunos realizadores vinculados a la renovación del lenguaje televisivo nacional de entonces.

La radicalidad de este grupo, para nada desligado de las vanguardias artísticas cubanas de los 80, provocó incluso el acoso de las autoridades ideológicas del momento. Como contrapartida a su empuje, se creó el Movimiento Nacional de Video de Cuba, estructura heterogénea donde convivieron desde grupos de producción de ministerios e instituciones, cuyas piezas eran de valor mayormente divulgativo y didáctico, hasta discursos realmente independientes desde el punto de vista productivo y expresivo. La década de los 90 y la crisis económica que la atraviesa ven fenecer la mayoría de estos proyectos. Incluso la producción del ICAIC queda semiparalizada, muchos creadores emigran y otros emprenden oficios diversos. Pero mientras se desdibuja el panorama gestado en las décadas anteriores, a punto de eclosionar con robustez, adquiere fisonomía propia una corriente de audiovisual independiente que configura el paisaje del presente.

Quizás el creador paradigmático de este nuevo tiempo sea Jorge Molina. Graduado de la EICTV en 1992 con Molina´s Culpa, su especial cinefilia y actitud desafiante hacen que ninguna institución cubana sea destino posible para su cine. Es por ello que atraviesa los 90 en silencio, pero en 2002 dirige Molina´s Test. Financiada con un préstamo ridículo, producto de la colaboración de amigos y de la improvisación “con lo que hay”, Molina consigue una pieza de género que relee la tradición trash del cine, la radio y el folletín del periodo primitivo del cine cubano e inventa el cine independiente del siglo XXI: un modelo de producción inventivo e irrisorio, un tipo de relato desafiante para con el espectador y de una rabia expresiva que pone por encima de todo la necesidad de expresión del autor.

Para este tiempo, el digital ya estaba aquí. Me refiero a un factor que lo cambió todo. La Muestra Nacional del Audiovisual Joven, de 2000 -a partir de 2002, Muestra de Nuevos Realizadores-, es su puesta en evidencia, así como la certificación de nuevos criterios operativos para la institución cine en Cuba. Un elemento de absoluta raíz marxista (la propiedad de los medios de producción determina la superestructura) pone en crisis la lógica heredada. Los viejos realizadores parecen desfasados. Y los jóvenes no están dispuestos a renunciar al cine que quieren por pertenecer al ICAIC. Se impone una negociación.

Durante la primera década del siglo, Humberto Padrón dirige Frutas en el café (2003) con financiamiento privado; Alejandro Brugués emprende una producción como Personal Belongins (2004) a través de su Producciones de la 5ta. Avenida; Carolina Nicola autoproduce Así de simple (2006); Alejandro Moya se auxilia de celebridades de la cultura para reunir el presupuesto para Mañana (2006); Juan Carlos Cremata financia de su bolsillo Chamaco (2010). Tales iniciativas abren las puertas al auge de una producción cada vez más diversa, que quiebra la hegemonía estilística y temática regente y permite hablar de un cine cubano expandido.

Ahora mismo, hay dos lógicas reinantes. Por una parte, una cantidad de realizadores es absorbida por el ICAIC, que cada vez más opera con criterios de producción abiertos y, para 2014 -con la reducción drástica de su presupuesto de producción anual (8 millones de pesos menos, que lo dejaban con 12 millones para el año)-, quedaba reducido apenas a una entidad que viabiliza producciones entre diversos actores, nacionales y sobre todo foráneos, mientras mantiene el monopolio de la exhibición.

La segunda lógica obedece a los criterios de producción de la nueva época. Jorge Molina se consolida como outsider y dirige su primer largo, Molina´s Ferozz (2010), con un financiamiento mínimo otorgado por CINERGIA (Fondo de Fomento al Audiovisual en Centroamérica y Cuba), mientras aplica las herramientas de crowdfunding para sostener su obra. Miguel Coyula elabora Memorias del desarrollo (2010) con recursos propios, manufacturando sus ficciones con procedimientos cercanos a los del realizador de cine de animación.

Esta realidad extraña a una lógica dirigista y vertical de administración del discurso artístico desde las instituciones estatales, que ha regido la cultura del socialismo cubano y ha dado lugar a su florecimiento, aspira a convertir su inédita libertad de maniobra en ley. Es por esto que desde 2013 tres generaciones de cineastas fundaron el autodenominado Grupo de Trabajo, que persigue la aprobación de varios imprescindibles reglamentos: el de las productoras independientes o autónomas, el del registro nacional de creadores cinematográficos y audiovisuales y otro sobre la condición laboral del creador cinematográfico y audivisual. Todo ello apuntando hacia la aprobación de una Ley de Cine.

Esta legislación colocaría un marco legal alrededor de eso que ellos denominan “ecosistema del cine cubano”. O sea, una situación fluida y elástica, reñida con cualquier modelo centralista, que dibuja la existencia hoy en Cuba de más de 80 entidades produciendo audiovisual más allá de los centros tradicionales. Algunas de ellas han ido adquiriendo una organización desconocida para esta clase de régimen de producción en la historia del audiovisual cubano. Me refiero a Producciones de la 5ta. Avenida, en cuyo statement se reconoce: “Nuestra actividad principal es la producción de películas independientes, a tono con la necesidad de diversificar e incentivar un espacio de creación y colaboración entre los cineastas cubanos. Con fórmulas de producción ágiles y efectivas, nuestra intención es encauzar proyectos audaces y frescos que permitan insertar en el mercado internacional filmes que por otras vías serían muy difíciles de realizar”.

Una producción como Juan de los Muertos (Alejandro Brugués, 2011) dio visibilidad inédita al cine cubano independiente alrededor del mundo, además de incluirse en medio centenar de festivales y ser vendida a tres decenas de territorios.

Estos pormenores testimonian la riqueza de la situación actual. Que Fernando Pérez, el más importante director cubano vivo, haya decidido solicitar su retiro laboral del ICAIC y emprender su nuevo largo, La pared de las palabras (2014), en régimen de independencia, es la puesta en evidencia del apogeo de una tendencia irreversible. En sus palabras, “la producción independiente ha conseguido articular un corpus valioso y maduro, que ofrece ‘respuesta a la diversidad que demanda una cinematografía. Es un cine que cubre todas las posibilidades de comunicación y estilos”. 7

Incluso cuando el ICAIC no lograra responder del todo a las expectativas que se le exigen ahora, el cine cubano seguirá existiendo. Ello, como resultado de una cultura audiovisual que él prohijó, y que ahora florece en sus márgenes, pues no responde más a una autoría única, sino a la multiplicación de voces e intenciones, de estilos y repertorios.

Cuba Contemporánea

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