Aun a punto de recibir el conteo final, la lucha libre es parte de la cultura popular que resiste en Guatemala

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En medio de la galera que funciona como estacionamiento público durante la semana, montaron una vez más el cuadrilátero, lo rodearon con sillas de metal y dos graderíos de madera. Las siluetas de una media docena de niños corren por la lona. Se cuelgan de las cuerdas, se lanzan patadas, se dejan caer. Poco a poco el lugar se va llenando. Hay gente de todas las edades. El hombre del micrófono lanza la segunda llamada y el ring queda limpio. Un enorme reflector anaranjado lo llena de luz. El árbitro hace su entrada, recorre el espacio, prueba las cuerdas, se hinca en las cuatro esquinas. Afuera está terminando la tarde del domingo. Los fines de semana son para la lucha libre en las tres arenas que existen en la ciudad: la “Mundo Lucha Corporación Triple A” que está sobre la 8.a avenida de la zona 1; la “Arena Coliseo Guatemala”, en la Avenida Bolívar, en el mismo edificio que alberga al Sindicato Central de Trabajadores Municipales; y la “Arena Guatemala México” en la 3.a avenida de la zona 12. Tres espacios que dan testimonio de la supervivencia de una disciplina que, en algún momento de su historia, fue capaz de mover masas, tanto como el fútbol.

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Una breve, pero intensa línea de tiempo que empieza a finales de la década de los 40, define la historia de la lucha libre en Guatemala. De acuerdo con la investigación virtual de Luis Javier Piril en el blog colectivo luchalibreguatemala.wordpress.com, es en esos años cuando se llevan a cabo las primeras presentaciones, con luchadores mexicanos, en las instalaciones del Cine Palace. De ese momento, a la “época dorada”, transcurrieron unos 20 años de crecimiento y popularidad que llegaron a su apogeo en 1973, cuando consiguieron un contrato que autorizaba el uso de las instalaciones del Gimnasio Teodoro Palacios Flores. “La gente abarrotaba el gimnasio, era un espectáculo de alta calidad”, cuenta Vinizzio Samayoa, un arquitecto que, con una trayectoria de 18 años narrando los encuentros, es considerado la voz de oro de la lucha libre profesional de Guatemala. Él, a su vez, recuerda con emoción el día en que trajeron a “Los hermanos muerte”, y mientras todos esperaban que aparecieran por el escenario, hicieron su entrada por la avenida, con ataúdes, velas y monjes. O la lucha en la que trajeron a Batman y lo vieron bajar al ring directo del cielo con un cable, entre otras historias.

Fue la época en la que el gimnasio se convirtió en la sede del movimiento de lucha libre que llegó a reunir a miles de espectadores. Las funciones pronto captaron la atención de la radio, la prensa y la televisión. “Medios como Prensa Libre, El Gráfico y Canal 7 tenían un espacio para ella; y existían a la vez varias revistas que documentaban el fenómeno, como Ring 2000 o la revista Lucha, que era una copia autorizada de la Revista Lucha Libre de México”, recuerda el historiador, antropólogo y aficionado a la lucha libre Mauricio Chaulón Vélez. Fue así como la disciplina se convirtió en un fenómeno de masas, en un espectáculo tan popular, que para finales de los años 70 se empezó a multiplicar por diversas zonas de la ciudad. Esa disgregación parece haber sido, entre otras, también la causa del declive de un movimiento que, ahora, lucha por sobrevivir.

La lucha libre es una actividad dual. Es un deporte que tiene sus bases en la lucha olímpica, pero, también es coreografía, espectáculo teatral, del que forman parte tanto luchadores como espectadores. En el cuadrilátero siempre estarán en juego el bien y el mal, representados por los “técnicos”, que actuarán apegados a las normas; y los “rudos”, agresivos y tramposos, para quienes la figura del árbitro, las reglas y los gritos del público parecen ser inexistentes. Sin embargo, el espectáculo, como tal, tiene sus aristas. Me cuenta Miguel Guzmán —un visitante que llegó al lugar por curiosidad antropológica— el caso de Voltron, uno de los luchadores estrella de la Arena Guatemala México, que no se define ni como rudo ni como técnico, sino más bien, como una especie de antihéroe que se pasea con entera libertad entre el bien y el mal. Lucha siempre en el último encuentro y hace pareja con cualquiera de los dos bandos, puede empezar del lado de los rudos y terminar del lado de los técnicos o viceversa, algo que no está permitido dentro de las estipulaciones de la lucha libre profesional, pero que para este antihéroe —caracterizado por lanzar un escupitajo al aire, recibirlo con la palma de la mano abierta con la que luego asestará el más ruidoso de los golpes en el pecho del luchador contrario— eso parece no tener ningún sentido, todo sea por el espectáculo. Así lo confirma el historiador, Chaulón Vélez, quien además apunta que con esta disciplina vuelve a escena la lucha por lo justo y lo injusto. El espectador sabe que lo que está sucediendo en el cuadrilátero no es verdadero, pero es real, y en ese ejercicio se da, a su vez, un acto catártico colectivo, no solo durante la emoción del enfrentamiento, sino, además en la apuesta por la justicia del ring, en el cual, aunque no todas las veces ganen los buenos, siempre habrá posibilidad de esperar una revancha.

Los sábados, desde las siete de la noche en adelante, los carros empiezan a estacionarse en doble fila al final de la Avenida Bolívar, frente al peculiar y antiguo edificio que alberga al Sindicato Central de Trabajadores Municipales. Luego de pagar Q20 en la entrada, se tiene acceso a un salón iluminado por una intensa luz blanca. Allí está el cuadrilátero y las decenas de sillas plásticas ocupadas en su mayoría por mujeres y niños. Apagan la luz blanca, encienden las de colores, suena una canción que regularmente tendrá que ver con el luchador de turno, y la voz del arquitecto Vinizzio Samayoa, la voz de oro de la lucha libre, es la que va perfilando su entrada, mientras, en medio de la oscuridad intermitente, el luchador rodará hacia dentro del ring, en donde un flash permitirá observar cómo se coloca en medio del cuadrilátero para su primera foto de la noche. Se hace la luz y un estruendoso, “Tu madre, hijoelagranputa” estalla a mi lado. Es una mujer mayor que no tardará en levantarse de su asiento, llegar hasta el cuadrilátero, somatar la lona y volver a su silla con toda la seriedad del caso. El espectáculo cuenta con toda una gama de porristas rudas, como ella, que echarán mano de lo más brutal de su léxico o de lo que tengan a mano para defender a su luchador preferido o para poner en evidencia el beneficio de los árbitros. Algunas, incluso, podrían ser contratadas, afirma Chaulón. Son una especie de plañideras que se deben encargar de darle verosimilitud al espectáculo. Una niña en el otro bloque de sillas la imita, sin malas palabras aún, pero le grita al favorito, que bien podría ser su papá. Mientras tanto, en la lona se da la danza, el rebote de espaldas contra las cuerdas, el encuentro a medio cuadrilátero, el toque, el punto de apoyo para la pirueta, el sonido estruendoso de la caída, el recorrido del árbitro como un ángel guardián mudo, sordo y observador; y en el fondo, detrás de las ventanas que dan al interior del edificio del sindicato, los demás enmascarados observan mientras esperan su turno o la salida. La salida era, por cierto, otro de los espectáculos de la noche. Según recuerda Miguel Guzmán, muchos aguardaban en las afueras de las arenas para ver el último show: el de los enmascarados subiéndose a sus carros o a los autobuses que los llevarán de vuelta a esas otras luchas cotidianas, las de ser licenciados, cevicheros, mecánicos, sastres, dentistas y herreros, entre otros.

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La situación actual de la lucha libre en Guatemala tiene diversas perspectivas. Se trata de un deporte que no es reconocido como tal por parte del Ministerio de Cultura y Deportes, porque no cabe en su tarea de fomento colectivo de la práctica de actividad física ni entre las bellas artes; la Federación de lucha tampoco la reconoce, porque se trata más de un espectáculo que de una competencia. En medio de esa orfandad la lucha no ha logrado generar una unión entre las arenas, entre las que, más bien, existe celo, lucha empresarial, me cuenta “La voz de oro de la lucha libre”, quien además, ha solicitado en varias ocasiones, sin éxito, una cita con el ministro de Cultura para tramitar el reconocimiento de la disciplina. Mientras tanto, la lucha trata de mantenerse con espectáculos continuos y con la formación de herederos. En la Arena Coliseo, tienen una pequeña escuela de lucha para niños y niñas de 5 a 11 años, que son entrenados, durante la semana y en escuela de vacaciones, por los luchadores Relámpago negro, Relámpago Negro Jr., Amo del Fuego, Tenkus y Bándalo. Y, además, mantienen una programación semanal y actividades extraordinarias como la de la lucha que, el 15 de agosto, se lleva a la colonia del mismo nombre, o el campeonato de lucha de mujeres que la Arena Coliseo ya tiene programado para septiembre u octubre. Para el historiador Chaulón, la situación actual de la lucha libre se ve reforzada por el nulo interés de los medios de comunicación, la muerte de los grandes empresarios de la lucha, la falta de validación institucional y comercial, así como por el alto precio de alquiler de los locales. “Con el neoliberalismo se margina lo popular, las nuevas capas medias reproducen el ideario de la clase dominante y lo vulgarizan. Ese estado de desprecio podría cambiar cuando la lucha empiece a ser reconocida, ya sea por el ámbito deportivo, por el de la cultura, o cuando llegue de nuevo el día en que se convierta en un negocio rentable.

De lo contrario seguirá moviéndose solo en los sectores populares”, afirma Chaulón. Y así, mientras aficionados y luchadores esperan que llegue esa revancha, todos los fines de semana los enmascarados continúan dando esa cátedra de resistencia popular y vital que consiste en saber combinar la fuerza, y la habilidad para enfrentar la caída.

Algunas máscaras destacadas

José Azzari

Jorge Mendoza

Rayo Chapín

Corsario I y II

El Exorcista

El Alacrán

He Man Echeverría

Relámpago Negro Señor

Astro de Oro

El Arriero de San Juan

El Verdugo

El Pescador de Palopó

Publicado en Contrapoder

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