Nodal Cultura presenta su nueva sección Estaciones latinoamericanas. Primera parada: «Haroldo Conti, un hombre del río»

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Por Tomás Forster

Nacido en el pueblo bonaerense de Chacabuco, en lo más profundo del llano argentino, Haroldo Conti tuvo desde su infancia un apego esencial por las historias que hurgaban en vidas anónimas y, aparentemente, chatas. Como él mismo lo contó, alguna vez, desde pequeño acompañaba a su padre, Pedro, en sus recorridas por el campo y era un testigo privilegiado de las charlas interminables en las que el viejo despuntaba como un auténtico cuentacuentos. Haroldo, mientras tanto, disfrutaba de cada anécdota, de cada episodio mínimo, sobre algún ignoto pueblerino. Ya en aquel niño es posible encontrar una huella que persistiría en el Conti adulto: un deseo de empaparse de las pequeñas alegrías y penurias populares y de distinguir, en las peripecias de los individuos de carne y hueso, las pasiones y razones fundamentales que atraviesan a la experiencia humana.

En la década del ´40, Conti pasó por el Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y, a los catorce años, ingresó al Seminario de los padres salesianos. Luego, entró al Seminario Metropolitano Conciliar del que finalmente se iría antes de tiempo. Curso filosofía y se recibió en 1956. En ese entonces, descubrió el Delta del Paraná y comenzó a interesarse por sus gentes y sus recónditos parajes. El río como expresión de un estado de ánimo, el paso sutil de las estaciones, la soledad y desidia de sus pobladores, fue nutriendo su universo literario. Sudeste, su primera novela, refleja la conmoción que le produjo el contacto con esta naturaleza indómita a la que volvería una y otra vez como su amigo y vecino de isla, Rodolfo Walsh. La relación de los escritores con ese archipiélago verde, ubicado a tan sólo una hora de la ciudad de Buenos Aires, es un tema en sí mismo: desde Marcos Sastre a Sarmiento, de Jorge Luis Borges a Mújica Láinez.

La prosa de Conti, simple, honda, clara y minuciosa, propia de un narrador consustanciado hasta la médula con lo contado, me produjo un impacto especial. No podía no llamarme la atención porque lograba lo más complicado para cualquier escritor: dejar que el lector entrevea, imagine, lo que él narrador apenas llega a sugerir (siguiendo, con una originalidad indiscutible, los retazos de un gigante como Ernest Hemingway y a su célebre teoría en la que definía al relato como un iceberg con tres cuartas partes sumergidas).

Desde que lo encontré en la biblioteca familiar, Conti llegó para quedarse en el desvarío de mis desordenadas lecturas. Progresiva y caóticamente, como suelo hacer con cada nombre que me llama la atención, comencé a interesarme por su derrotero. Mientras escribo estas líneas, tres impresiones, sobre el gran Haroldo, me resuenan una y otra vez.

En primer lugar, el horizonte sustancial que lo definió como escritor e intelectual. En una entrevista para el hoy extinto diario La Opinión, en 1975, Conti respondía: “Mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas”. Un año después, los militares se lo llevaron; Haroldo desapareció en las entrañas del horror pero la barbarie dictatorial no pudo impedir que alcanzara su designio literario. Es que él mismo y aquellos que lo marcaron en el camino, a los que revivió mediante el conjuro de sus palabras, perduran en la inmanencia de su obra. Su palabra flota suspendida ante los ojos de cada nuevo lector que se acerca a sus libros. Sus historias y cuentos –la Balada del Álamo Carolina y Como un León, mis dos preferidos entre tantos- tomaron vida propia en la memoria del lector agradecido. Casi una década antes, en 1967, el autor de Alrededor de la jaula explicaba los motivos de su impulso creador: «No sé si tiene sentido pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despójate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia».

El segundo aspecto tiene que ver con su versatilidad. El “suspirante” Conti (como contó, en algún reportaje perdido, que lo llamaba un amigo en alusión a su reiterada costumbre de efectuar ese tipo de exhalación entre nostálgica y poética) expandió sus fronteras creativas e inició una nueva aventura narrativa que contiene a su producción anterior. Esa aventura se llamaba Latinoamérica y contaba con un faro principal: la Cuba revolucionaria. Mascaró el cazador americano, fue la novela que manifestó ese giro sostenido durante los años ´70 que, hay que remarcarlo, se asentó en sus pilares existenciales de siempre.

Como última consideración, Conti fue un hombre de una coherencia singular. Su escritura y su vida fluyen como si fueran dos vertientes del mismo río. Alguna vez, él mismo afirmó: “Hemingway tiene una frase muy hermosa que fue una especie de norma para mí: el talento reside en cómo se vive la vida”. Haroldo llamó Ernesto a su tercer hijo en homenaje al Che y, quizás también, a aquél otro Ernesto, el gringo de Illinois que lo influyó tanto en su oficio de artesano de las palabras. Un rasgo fundamental hermanó al escritor comprometido, al guerrillero heroico y al autor de Por quién doblan las campanas: la pasión por la aventura de vivir.

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