Nuevos narradores de la literatura argentina

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Quiénes dicen que explorar una época es futurología: dominamos el presente para controlar el futuro. Otros, en cambio, piensan que hay que estudiar el presente para entender el pasado. Y hay un tercer grupo para el cual el mañana depende del ayer y no del hoy, ese vacuo y fundamental espacio en el que nos pasamos la vida. Pero entonces, ¿es actual la literatura contemporánea? ¿Es posible pensar quése está escribiendo al tiempo que se escribe?

Ricardo Romero, Enzo Maqueira, Violeta Gorodischer, Gonzalo Unamuno y Juan Francisco Moretti representan, sólo en la medida en que lo son, a algunos de los nuevos escritores argentinos. Y aunque hay puntos en común en sus universos, en la poética de los noventa que los forjó, en ciertos rasgos estilísticos, en las casi siempre primeras personas de sus narradores, es imposible pretender que representen a un conjunto. En un mundo dominado por el yo, todos son exponentes sólo de sí mismos. Muchos de ellos aportan a la novela testimonial de sus propias vidas jóvenes historias donde un narrador de esta época, afectado por las redes sociales y la tecnología, se lanza al mundo -a las calles de su barrio porteño, más bien-, a intentar resolver sus conflictos de clase media. Pero no por eso conflictos menores, a veces, incluso, todo lo contrario. En esa línea, con destrezas narrativas distintas, están Enzo Maqueira, Gonzalo Unamuno y Juan Francisco Moretti, entre otros. La literatura de Violeta Gorodischer, en cambio, explora más allá de su álter ego. Detiene la mirada sobre distintos personajes y, más con humor que con cinismo, describe también los conflictos de época. Pero lo hace, a diferencia de sus pares, con una prosa que no busca sorprender desde su verborragia irónica, sino más bien desde la sutileza. Y Ricardo Romero, por último, tal vez por ser el mayor del grupo, acaso por ser el único que no nació en la ciudad de Buenos Aires, escribe completamente distinto. Su literatura, en sus palabras, aborda más la pregunta por «lo real» y no tanto por «la realidad».

RICARDO ROMERO

 
Foto: LA NACION / Martín Lucesole

Nació en 1976 en Paraná. Cuando era chico, antes de saber hacerlo, Ricardo jugaba a escribir. Hacía garabatos como un electrocardiograma y fantaseaba con que eran historias. Hasta que llegó a la edad universitaria y se fue a Córdoba a estudiar Letras. De ese entonces a hoy publicó ocho libros. Sus últimos dos son las novelas Historia de Roque Reyy La habitación del presidente, ambos de Eterna Cadencia. En ellos toca dos músicas distintas: la primera es una novela extensa, obra mayor, en la que un personaje se calza los zapatos que iban a acompañar a su tío muerto a la otra vida, y con ellos sale a recorrer el mundo durante años. En La habitación del presidente, en cambio, cuenta una historia breve de un pueblo en el que cada casa tiene una habitación preparada para el presidente. Con un lenguaje entre poético y reflexivo, la novela va llevando al lector a esa zona nebulosa en la que no se sabe si las cosas suceden o no, pero no quedan dudas de que lo que sí está sucediendo es la literatura.

¿Qué te convoca a la hora de escribir?

Es una pregunta que me vengo haciendo hace rato. Ahí está lo que decía de pensar en lo real o en la realidad. El escritor que está más volcado a una pregunta por la realidad me parece que tiene que ver más con la coyuntura. Que no quita que sea valioso, no pasa por ahí. Pienso, por ejemplo, enOperación Masacre, de Walsh. Es una literatura urgente. Cuando pienso en la pregunta por lo real, es aquello a lo que no podemos acceder. Podemos bordarlo con todos los recursos posibles, pero no lo podemos nombrar. Está ahí y nos atraviesa. Por ejemplo Beckett, por decir uno.

¿Qué literatura no te gusta?

La que no tiene fisuras. La que propone que está todo ahí sin filtraciones. Eso no me gusta. Por otro lado, me gusta mucho la literatura decimonónica, Dickens, Dostoievski, esa cosa que te pasa por encima. Me interesa la literatura del personaje, la que te cuenta una historia y que te lleva a un lugar al que no sabés cómo llegaste.

ENZO MAQUEIRA

 
Foto: LA NACION / Martín Lucesole

Nació en 1977. Vivió su adolescencia en los noventa, «una adolescencia de las de ahora: bien extendida», fue a un colegio de varones solos, de curas, de formación castrense y religiosa. Pero un día terminó el colegio y se dio a la tarea de romper sus estructuras: «Ahí empecé con la marihuana, las pastis y terminé con la merca», dice hoy. No lo dice por gusto, sino porque su obra, principalmente su última novela, Electrónica (Interzona, 2014), desarrolla las aventuras de una profesora de literatura inmersa en el mundo de las fiestas electrónicas que se enamora de un alumno y recuerda, con fluidez narrativa atrapante, los tiempos de su desborde. «Fueron diez años de sexo promiscuo, alcohol, droga. Y salí indemne. Siempre digo que tengo mucha suerte porque tengo un amigo que está preso, otro que se fue a una granja, gente que tuvo hijos que no quería tener… Pero yo nunca me enganché.»

Tu novela no idealiza, pero describe con cierta nostalgia ese mundo de las drogas y las fiestas. ¿Sos de hacer un culto de eso u hoy tenés una mirada más crítica?

Un culto no. No me gusta instar a nadie a drogarse porque me parece una irresponsabilidad absoluta, pero instar a que no lo hagan también me parece una irresponsabilidad absoluta. Las drogas existen, están, y se consumen desde el comienzo de la humanidad. Me parece que es mucho más útil hablarlo con seriedad que negarlo.

¿Te sentís parte de una gran novela generacional?

Yo creo que sí, pero hay varias tendencias: una es esta en la que estoy yo, está Unamuno, Juan Sklar, Loyds. Que ponemos el énfasis en la experiencia urbana porteña de clase media burguesa que tuvo un mandato que me parece fue muy único y nos cagó bastante: el de ser feliz. Nos dieron demasiada libertad y creo que el mandato de ser feliz, como mandato, es muy difícil de cumplir. Somos la generación que se chocó con el espejo, la generación de la selfie.

VIOLETA GORODISCHER

 
Foto: LA NACION / Martín Lucesole

Nació en diciembre de 1981. Es sobrina de la reconocida escritora Angélica Gorodischer, pero dice que no viene de ahí necesariamente su amor por la literatura. De chica, a los 12, escribió un cuento para el colegio (La caja azul), y gustó tanto que la obligaron a leerlo en clase. La pasó mal, pero funcionó: Violeta nunca dejó de escribir. Al tiempo que hizo talleres con Diego Paszkowski y con Guillermo Saccomano, fundó la editorial Tamarisco e hizo carrera en el periodismo (hoy es editora en La Nación). Cuando le preguntan por los libros que marcaron su obra, esos otros autores escondidos entre las líneas de su literatura, ella piensa mucho. Piensa y responde: todo Salinger, sin dudas; Coetzee, Jonathan Franzen, Junot Díaz, Rodolfo Walsh, Cheever, Silvina Ocampo. La lista es larga, y como si efectivamente les debiera algo, Violeta pide no omitir a ninguno. A sus 33 años, la autora de la novela Los años que vive un gato (Tamarisco) y el libro de crónicas Buscadores de fe (Planeta), acaba de lanzar su primer libro de cuentos: Sueños a 90 centavos (Seix Barral), ganador del Fondo Nacional de las Artes, un conjunto de relatos que explora la doble moral, el doble discurso, los muchas veces reversibles valores de la clase media. Y sobre todo, la incapacidad de responder a los mandatos sociales: sus personajes atraviesan el conflicto de lo que son sin poder asumirlo de manera plena, viendo cómo se derrumban sus vidas en manos de la hipocresía propia o de los otros. Así, el miedo a no ser madre se repite en más de un relato, la posibilidad de destruir una carrera en manos del amor, la ambición por lo que ni sabemos qué es.

Además de los conflictos muy actuales que aparecen en tus relatos, también hay mucha presencia de las redes sociales. Esta parecería ser la primera generación de escritores que se permite hablar del Facebook ya sin tanto reparo, ¿no?

Tal vez en mi novela anterior tenía más desconfianza. Lo que uno se pregunta es: ¿Esto perdura o no perdura? ¿Si lo incluyo en un cuento, en diez años caduca? Y después de un tiempo me di cuenta de que son elementos que también funcionan como marca de época. Y si el libro perdura, perdura por otras cosas. Tal vez el Facebook desaparezca, pero no va a desaparecer la idea de red social.

A diferencia de mucho de lo que se está escribiendo hoy, en tus cuentos no recurrís siempre a la primera persona testimonial, a ese personaje que es siempre sospechosamente parecido al autor.

Es que cuando publiqué mi novela me cansé de que me preguntaran si era yo la protagonista. Estaba tan convencida de que ese dilema ya estaba resuelto en la literatura que no podía creer que me lo preguntaran. Entonces en este libro quise desarrollar diferentes personajes, diferentes voces, cambiar de formato. Por eso en el libro hay mucho trabajo con el lenguaje, es una escritura más juguetona, más experimental. De algún modo lo considero un libro más maduro.

GONZALO UNAMUNO

 
Foto: LA NACION / Martín Lucesole

Nació en 1985 en Buenos Aires. Es militante peronista y kirchnerista, amante orgulloso del whisky, y confeso radioescucha de los temas de Tan Biónica, a quienes defiende abiertamente. A sus 18 años, el escritor Horacio Salas lo invitó a formar parte del Siestáculo, unas reuniones de intelectuales a las que iban Vicente Battista, Santiago Kovadloff y muchos otros. Luego empezó a asistir a eventos culturales alternativos y conoció a todos esos escritores que hoy empiezan a hacerse conocidos. Publicó cuatro libros: De otra luz, Distancia que nadie ocupará, El vermú de la gente bien, Acordes menores para Marion Cotillard, y finalmente llegóQue todo se detenga (Galerna), su novela más leída, la cual se sabe de memoria de principio a fin.

¿Odiás tantas cosas como las que odia tu personaje?

No, yo soy el principal agredido por Germán Baraja: soy mamero, soy peronista, trabajo en el peronismo, soy militante. Pero a mí me parece que uno puede atacar todo lo que ama si el trabajo está bien hecho. Es decir, yo quise hacer un personaje repulsivo, y para eso no le podía permitir que tuviera grietas. Si es repulsivo, pero al final ama a la madre y ama a la hermana. es Pappo.

Toda la literatura que se está produciendo pareceríavenir de esa clase media interiormente derrumbada, que además explora la clase media. ¿Por qué puede estar sucediendo esto?

Es que las clases medias son las que mejor definen los síntomas. Es la clase más acobardada porque es la que puede pasar a ser rica o pasar a ser pobre permanentemente, entonces es muy buena como termómetro de lo que está pasando. Y por otro lado, en este país tenemos una clase media con mucho acceso a la cultura. En Buenos Aires hay personas que pueden estar económicamente muy mal, pero el acceso que tienen a la cultura es mucho mayor a alguien de la clase alta colombiana, por decir algo. Por eso nuestros personajes son tipos que acceden a la información.

¿Ya hay una literatura de esta generación?

Es muy temprano para decidir: nosotros estamos empezando a hacer el trabajo. No puedo con mi primera novela más leída ponerme a describir a mi generación. Hay que ver si esto que estamos escribiendo, este estilo, no es golondrina de un solo verano. No es momento de definir, es momento de trabajar. Creo que se está empezando a narrar un tiempo. Punto. Después hay que ver qué pasa.

JUAN FRANCISCO MORETTI

 
Foto: LA NACION / Martín Lucesole

Nació en 1988 en Buenos Aires. Es estudiante del Profesorado de Lengua y Literatura y trabaja en la biblioteca del centro cultural feminista Tierra Violeta, donde tiene acceso a infinidad de libros sobre género. Su obra, sin embargo, explora su propio desgénero. Poeta oral de reconocimiento ascendente en el mundillo de los recitales de poesía, su acercamiento a la prosa fue a través de Desvío (Milena Cacerola), su primera novela, en la que narra la historia de un personaje que pierde a su tortuga en garras de su gata. Así, un ser querido devora a otro hasta que el personaje -devorado a sí mismo y escatológicamente lúcido- se da cuenta del verdadero absurdo que suponen el aislamiento y la violencia, e intenta remediarlos. «Desvío es mi aporte a esta novela colectiva que estamos escribiendo todos los autores de entre 25 y 35 años, donde a un protagonista en primera persona tiempo presente le pasan un par de cosas difíciles en su vida de varón blanco urbano», dice.

¿Novela colectiva es eufemismo para hablar de moda?

Creo que entre todos construimos esta mitología, este ciclo fantástico, este cantar de gesta que podríamos intitular «Los últimos hijos del dial up» o «Qué difícil ser burgués».

¿Te sentís parte de una generación de escritores?

Me siento parte por evidencia material, no por elección. Es que todos recibimos las mismas urgencias con el mismo tono cínico que se nos hizo creer que era lo revolucionario. Todos mamamos el mismo nihilismo de cotillón.

¿Cuál es ese nihilismo?

Puede ser un aspecto del posmodernismo: la idea de ironía, que es una cosa muy dañina porque atenta contra la universalidad del mensaje. Apunta a una trivialización de valores ajenos que solamente funciona para reforzar la coincidencia en las personas que ya pensaban lo mismo que vos, pero no sirve para convocar a nadie nuevo. Y, a su vez, todas nuestras búsquedas de Google tienden a mostrarnos lo que ya nos gusta, y en ese sentido corremos el mismo riesgo que al sentirnos cómodos con el uso de la ironía: ratificamos las coincidencias en vez de buscar la novedad.

Y aun así, ¿cómo intentás defender tu obra, o tu capítulo de esta obra colectiva?

No la defiendo, pero yo perdí el tiempo escribiéndola así que me parece que lo correcto sería que la mayor cantidad de gente posible pierda su tiempo leyéndola..

Publicado en La Nacion

Violencia y vitalidad

Desvío comienza casi brutalmente.

La brutalidad no necesariamente tiene que ver solo con la violencia interna del relato, sino con la aparición abrupta de un autor. Se nos presenta como si viniera a decir “tengo una palabra”. La primera persona en la que habla Nicolás, podría ser la irrupción del habla de Juan Francisco Moretti, una manera literaria de hacerse presente. En ese gesto permite al lector encontrar simultáneamente el plano del relato, como el de una voz que aparece por primera vez e irrumpe despertando(se) con el texto.

Desvío comienza como una novela negra en el mejor de los sentidos. Las tres primeras páginas recorren una tradición que emparenta el texto con un bar en cualquier suburbio nuyorquino tanto como con el policial negro post peronista de nuestro país. Y lo hace –valga la redundancia- con un gesto personal en el texto. Nicolás no es, ni será, aquel desangelado a quien se le impone de un golpe el rol de justiciero. Ni el antihéroe que asume un rol para el que no fue llamado a este mundo. Pero eso lo sabremos recién hacia el final. Que lejos está de ser un final anunciado.

Y si es cierto que comienza como una novela negra, luego cruza cierto llamado al relato fantástico –la irrupción de un modo en el que surge lo inverosímil real- y al más impecable naturalismo. Nicolás trabaja en Desvío un bar marginal pero no tanto, desahuciado comercialmente, habitado por clientes / amigos. Atiende allí casi de casualidad, después de una serie de eventos desafortunados, que incluyen la rotura de su teléfono, que lo conectaba raramente con un mundo.

Arbitrariamente podemos pensar que entre la aparición de la violencia física y la rotura de su principal medio de relación con un mundo –un mundo como cualquier otro en el que Nicolás podría haber vivido- hay un vínculo clave: ambos sucesos son las llaves del pasaje a otro mundo.

Así como los raros neonazis porteños que se la toman con él continúan sus ataques contra el bar y quienes lo habitan, la ciudad se convierte en una extraña zona de violencia. La vida se convierte así en un extraño espacio amenazante, ante el cual,  Nicolás parece adaptarse con una facilidad sorprendente. Este nuevo mundo está muy lejos de ser pesadillesco o amenazante.

La violencia que sucede inexorablemente en el camino de Nicolás es de un orden casi cósmico. Un fluir de sucesos violentos que no tienen razón alguna y que ni él ni el autor pretenden explicar. Lo social violento no es parte de un orden social. La violencia es una extraña forma de organización de lo vital, un recurso de producción de lo humano, demasiado humano, que es la vida del protagonista.

¿Es acaso resignación el modo en que Nicolás asume el nuevo mundo en el que vive? Poco importa contestarlo. Moretti conoce perfectamente los recursos narrativos y estilísticos, y apropiándose de ellos, la trama circula por diferentes momentos hacia un final que resignifica desde otra perspectiva todo el relato. La novela da cuenta de un recorte particular en una trayectoria mayor, del momento efímero o significativo en el cual el recorrido de la historia personal hace un recodo. Entre esos mundos posibles que visiten los recorridos vitales, se sucede esta historia.

Violencia y vitalidad, momentos, mundos diversos. Desvíos.

Publicado en Mundo con Libros
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