Barrientos: «Tengo fascinación por los personajes derrotados»

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El escritor boliviano, también autor de la novela La desaparición del paisa, escribió cuentos sobre personajes acorralados por la violencia y una fragilidad que los empuja al abismo de la soledad. “Tengo fascinación por los derrotados”, confiesa.

¿Cuándo deja de sangrar una herida? Quizá nunca, si los heridos andan a la intemperie. Mark Hernández, el luchador derrotado –las huellas del ocaso en el rostro tanta veces destrozado, cortes en las cejas y la nariz quebrada–, no dejó que su entrenador de toda la vida tirara la toalla. Pero ni siquiera puede acceder al premio consuelo de transformarse en una leyenda. Una puñalada en el vientre, la pregunta de su madre, “¿te vas a quebrar ahora?”, y la descarga eléctrica de un epílogo cruel. El viejo tiene la cabeza abierta en más de un sentido: se cayó de la escalera y está internado hace tiempo en una institución psiquiátrica, desde que se le ocurrió quemar la casa en la que vivía con su hijo de 7 años. “Cuando el fuego se elevaba en el aire, mi padre daba pequeños saltos, como si fuera una fiesta a la que únicamente nos habían invitado a los dos”, recuerda el hijo ya adulto. Sara, la víctima de un secuestro y violación por una venganza a su marido, no puede olvidar. El ramalazo de un dolor que creía superado la empuja a una revancha desquiciada y a destiempo contra un niño. No es fácil ajustar las cuentas con el fantasma del hermano muerto, acribillado durante un robo en una licorería. Los personajes de los cuentos de Una casa en llamas (Eterna Cadencia) de Maximiliano Barrientos están acorralados por la violencia y una extrema fragilidad que los empuja al abismo de la soledad.

“El fuego está presente en cuatro de los seis cuentos. Ya me han acusado de pirómano, pero son mis personajes los pirómanos, no yo –bromea Barrientos en la entrevista de Página/12–. Desde la antigüedad el fuego es fascinante; representa algo que uno no sabe muy bien cómo explicar. Más allá de las interpretaciones, es una imagen bonita ver algo quemándose, impacta mucho. Las interpretaciones son secundarias y no me interesan tanto.” El escritor boliviano publicó también, a principio de este año, la novela La desaparición del paisaje (Periférica), una historia que despliega el extrañamiento de Vitor Flanagan al regresar a Santa Cruz de la Sierra –la ciudad natal de Barrientos–, de la que huyó despavorido para no convertirse en la réplica espantosa de su padre, un ser violento y alcohólico.

–¿Por qué en los cuentos como en la novela se reitera un tipo de personaje que es el hombre violento, al borde del alcoholismo, agresivo y a la vez también muy frágil?

–Esa dicotomía está en casi todos los cuentos: la fragilidad emocional y la rudeza. El alcohol es como una patria para los personajes, un lugar de pertenencia que les permite mirar de un modo más lento. El narrador de la novela intenta redimirse y reconstruirse, por eso vuelve; hay un tema con la nostalgia y el regreso. En los cuentos ya no hay nostalgia, hay algo que llamo el dolor post nostalgia, lo cual me parece aun más duro. No sé si hay un intento de redención en los personajes de los cuentos, que sí está en el personaje de la novela, especialmente esa idea de no convertirse en el padre, pero al mismo tiempo de hacer las paces con la figura mental que quedó del padre muerto.

–En el cuento “Gringo”, hay una violencia que tiene que ver con el engaño, alguien que necesita formular una “pequeña mentira” para no perder cierta armonía, ¿no?

–Sí, lo que me pasó con ese relato es algo muy curioso… Llevo un cuaderno de apuntes, una escritura muy privada que no pienso hacer pública. A veces, parte de esa escritura puede funcionar integrada en ciertos relatos. Eso me pasó con las partes más líricas de ese cuento, que es el más violento del libro. Utilicé esas partes más líricas, y las inserté en los momentos más surreales y delirantes de la historia. Luego me di cuenta de que el cuento se trata de algo que se llama “parálisis del sueño”, un tipo de pesadilla muy frecuente; estás lúcido, sos consciente de estar en el cuarto, pero al mismo tiempo estás durmiendo y no puedes dormirte. Cuando escribo no planifico casi nada, me gusta improvisar. Me gusta tener un par de escenas que sirven como guía, pero en el fondo la escritura es muy improvisada. Soy muy obsesivo editando los textos, pero a la hora del primer impulso me gusta ir a ciegas.

–En el primer cuento, que tiene muchos climas, explora el eclipse de un luchador derrotado. ¿Qué encuentra en la derrota?

–Tengo fascinación por los personajes derrotados. Y más aún un luchador derrotado porque llega al final de su carrera muy joven. La conciencia del cuerpo en un deportista es mucho más fuerte porque un escritor o un pintor viven más en sus cabezas. Pero un deportista vive en su cuerpo y cuando se retira tiene que aprender a vivir desde un lugar que no sea sólo el cuerpo. Debe ser un momento muy crítico; me interesa trabajar con el dilema que tiene un luchador: el cuerpo se vuelve un límite, pero su voluntad está intacta. Entonces sigue con la misma sed que tenía a los 20 años, pero el cuerpo no responde. Eso debe ser algo tristísimo; un escritor a los 38 años sigue siendo joven, un peleador a esa edad está acabado.

–¿Por qué toman tanto alcohol sus personajes?

–En Santa Cruz se bebe mucho; el alcohol es como una compañía, como una patria prestada. Son personajes que están solos, que han perdido algo y se sienten desplazados. El alcohol conecta con la memoria y permite procesar la experiencia; es muy cómodo vivir en el pasado gracias al alcohol.

–Como sucede en el relato “El fantasma de Tomás Jordán”, donde un personaje roba en una licorería a tres años de la muerte de su hermano.

–Es curioso porque él desea quedarse en ese pasado y al mismo tiempo el hecho de celebrar la muerte del hermano le permite estar cerca de la mujer de su hermano. El está enamorado de la mujer de su hermano, aunque lo reprima continuamente. Necesita ese momento de dolor para estar cerca de aquello que ama. El problema es cuando ella conoce a otro hombre, y esa ceremonia de luto se rompe y él entra en una crisis. Ella lo deja solo en el centro del dolor y ahí él se ve obligado a volver al lugar donde mataron a su hermano para salir de eso. Me gusta esa idea de final abierto, de no saber qué va a pasar. Lo están persiguiendo y corre… En ese momento de acción física, de intensidad, la mente se diluye con el mundo. La mente siempre es el problema de todos los personajes.

–¿Por qué?

–Ellos viven continuamente en sus cabezas; son personas atrapadas en un tiempo que no es el presente. El pasado tiene una presencia gravitacional, incluso el alcohol los vuelve adictos al pasado. Hay una relación entre alcohol y pasado muy fuerte. Cuando sucede un acto de violencia, rompen ese círculo vicioso con el pasado y vuelven al presente. Algunos personajes no son violentos per se. El personaje de la novela es violento por un acto de venganza, pero no es un personaje que busca en sí la violencia. La violencia los saca de la cabeza y los devuelve al mundo; rompe esa construcción traumática de la identidad que los personajes han hecho y vuelve a ser en cierta medida redentora.

Cuando calla, el escritor baja la mirada como si buscara algún objeto extraviado. Barrientos pulsea contra un contrincante en retirada: los viejos resabios de una timidez que en el pasado fue un cerro inexpugnable. “En un cuento, una historia se agota en veinte páginas. Una historia que requiere 200 páginas para agotarse es una novela –compara–. Son dos retos distintos: el cuento desarrolla una situación hasta un desenlace. Una novela no es una situación; tiene muchas situaciones. Lo que importa más que las situaciones es explorar el personaje. Digámoslo así: un cuento es un viaje horizontal, una novela es un viaje vertical. Disfruto más escribiendo cuentos, porque si escribo un mal cuento, dedico un mes de mi vida a hacer algo malo. Una mala novela implica dos años de mi vida. La presión que tengo al trabajar un cuento es mucho más ligera que al trabajar una novela. El reto de tener que vivir en el mundo de la novela por mucho tiempo te da otro tipo de gratificaciones. Cuando uno escribe una novela, se vuelve residente de un lugar; cuando uno escribe un cuento, es un turista”. Los relatos de La casa en llamas y la novela La desaparición del paisaje han iniciado un camino que el escritor reconoce como un viraje hacia la violencia. “Tengo una gran fascinación por retratar la violencia, pero sin hacerla glamour, como Quentin Tarantino, ni utilizarla como una denuncia. Mi interés por la violencia va por una tercera vía –reflexiona–. A veces me gusta pensar que conecto mucho con lo que hacen directores de cine como Nicolas Winding Refn o Bruno Dumont.”

–Más allá de estas referencias cinematográficas, ¿cómo explica que su literatura sea tan visual?

–No me gusta la literatura abstracta. Si leo un cuento o una novela y soy consciente de que estoy leyendo lenguaje, se pierde el pacto de lectura y el libro me expulsa. Me interesa cuidar ese pacto de lectura –que es también una ilusión–, donde la historia te propone una experiencia y el lenguaje tiene que volverse invisible. Esto no quiere decir que el lenguaje no me importa, sino todo lo contrario: el lenguaje me importa y lo trabajo mucho. Hay dos cosas que me interesan en la escritura y que como lector también les pido a los escritores que me gustan: la narración tiene que ser visual, las escenas tienen que producir una emoción; y tiene que tener ritmo. La poesía para mí se logra con escenas contundentes y un ritmo.

–¿Escribe poesía?

–No, no escribo, pero soy muy lector de poesía. De hecho, los dos epígrafes de Una casa en llamas son de dos poetas que me gustan mucho: Héctor Viel Temperley y el polaco Zbigniew Herbert. Tengo un problema con la idea del lenguaje como artificio. Hubo una generación de escritores que defendía la espesura del lenguaje, la densidad del lenguaje. Pero a mí no me interesa. Cuando estoy leyendo, quiero tener una experiencia sensorial. Las ideas no me interesan. Si quiero ideas, leo un ensayo. Me interesa el impacto sensorial de estar oliendo lo que está ahí, viendo lo que está ahí, escuchando lo que está ahí. Me interesa más la emoción, el impacto que te produce el texto. La buena literatura es como un golpe.

–¿Quiénes lo golpearon en términos de influencias o de lecturas de alto impacto?

–No sé si me han influido, pero he leído con devoción a Cormac McCarthy, William Faulkner, Ernst Hemingway, Raymond Carver, Denis Johnson; a Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Agota Cristof; los colombianos Tomás González y Evelio Rosero. De los argentinos, Pablo Ramos me parece el escritor favorito de la generación nacida en los 60. Siento mucha admiración por la poesía y la prosa breve del boliviano Jaime Sáenz (1921-1986), un escritor muy raro y muy único en su cosmovisión.

–En los cuentos aparece algún personaje que escucha heavy metal. ¿Es material autobiográfico reciclado en la ficción?

–Sí. Cuando era adolescente, me encantaba la música. No me interesaba leer, me gustaba mucho el heavy metal. Hermética fue una banda muy importante para mí. Las letras de Ricardo Iorio fueron el primer contacto que tuve con el realismo sucio antes de Carver (risas). Una canción magistral como “En las calles de Liniers” es realismo sucio; la sigo escuchando ahora y está muy bien escrita. Yo quería tener una banda, pero nunca supe tocar ningún instrumento y era muy tímido. Escribía canciones para una banda imaginaria que iba a tener en algún momento y nunca tuve.

–¿Cuáles son los obstáculos que tiene que vencer un escritor cuando toma materiales autobiográficos? ¿El temor o la vergüenza de que busquen en los cuentos su vida familiar, por ejemplo?

–Lo primero que uno tiene que vencer es el pudor, que es el principal censor que tiene un escritor. Si uno tiene miedo de herir a otro, nunca va a escribir algo que valga la pena. Aprendí a ser egoísta: si tengo una historia, voy a llevarla hasta la última consecuencia. No me interesa la literatura que se hace con buenas intenciones. Ha habido una repolitización de la literatura en Latinoamérica en estos últimos años, lo cual me parece bien. Pero hay mucha pose también en esto, la pose del escritor que vive a miles de kilómetros de su país de origen y está todo el día en Facebook posteando noticias sobre la política de su país, cuando él vive en una situación completamente distinta y plantea que hay que utilizar la literatura para incidir socialmente. La literatura no incide en la sociedad. La literatura es un juego profundamente burgués. ¿Quién lee literatura? ¿Y a quién le importa? La literatura tiene otra función. Si uno tiene buenas intenciones y quiere escribir, mejor que trabaje en una ONG, que eso va a tener una repercusión más directa en la sociedad.

La ficha

Maximiliano Barrientos nació en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), en 1979. Estudió dos años medicina y luego se graduó en Filosofía en la Universidad Católica Boliviana. Sus artículos sobre literatura, música y cine, como algunas de sus crónicas, han sido publicados en las principales revistas y suplementos culturales de Bolivia. En 2009, su libro de relatos Diario (2009) recibió el Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz. Sus dos primeros libros, Los daños (2006) y Hoteles (2007), fueron revisados, corregidos y transformados por Barrientos para convertirse en los volúmenes Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y Hoteles, ambos publicados en 2011 por la editorial española Periférica, y traducidos al portugués. Por una beca de escritura, vivió entre 2012 y 2014 en Estados Unidos.

Publicado en Página 12

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