Sor Juana: poder y femeneidad

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Por Javier Treviño

Ella
Difícil entrar en un tema tan espinoso como el de la relación entre Sor Juana Inés de la Cruz y el Poder, y aún más, el que trataré de esbozar aquí, de manera, quizá, descabellada: el de los nexos que podemos sospechar entre Sor Juana y el arte y la vida contemporáneos.

Dada la condición religiosa y las inclinaciones intelectuales y estéticas de nuestra monja parece evidente y explicable que buscara el respaldo de ciertos personajes poderosos en su época, entre ellos, el de los virreyes en turno. Si al principio su quehacer poético y dramatúrgico no había despertado demasiadas sospechas y envidias en el medio eclesiástico, con el tiempo los enemigos de Sor Juana, así como el de sus admiradores, empezaron a crecer, especialmente entre los altos jerarcas de la Iglesia novohispana.

Como es sabido, Sor Juana vivió algunos años en la corte del palacio virreinal en calidad de “dama de compañía” de Leonor Carreto, marquesa de Mancera, esposa de Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, quien guardaría hasta su muerte una entrañable admiración por la monja jerónima. Después entraría a un convento, el de las carmelitas, y luego a otro, el definitivo: el de San Jerónimo, de donde no saldría jamás.

Ahí, en su “celda” –que en realidad era una suerte de departamento, dicen sus biógrafos- estudió, escribió, coleccionó objetos musicales y científicos, imaginó, recordó y conversó con innumerables personalidades: los virreyes en turno, su confesor, don Carlos de Sigüenza y Góngora, otros virreyes, otros intelectuales y sus hermanas enclaustradas.

Ahí sostuvo relación epistolar con otros tantos personajes de México y de otras latitudes, dirigió a distancia el montaje de algunas de sus obras teatrales y villancicos, administró el convento durante años y escribió toda su obra, desde las apasionadamente amorosas hasta ese “Primero sueño” que, a su manera, describe otra pasión, la del conocimiento, como una búsqueda interminable del Ser.

Es claro que una mujer de este calibre y de esta naturaleza tarde o temprano se estrellaría contra el muro de la intolerancia eclesiástica, que, heredera de la española, resultó aun más mojigata y obtusa que aquélla. Envidia o pacatez, ya no importa. El hecho es que, en cierto largo y oscuro momento, algunos altos prelados de su época cayeron sobre ella como aves de rapiña una vez que las circunstancias fueron favorables… para ellos. ¿Por qué? Por la simple “razón” de que resultaba del todo inadmisible que una mujer tuviese la capacidad de pensar y de expresar –maravillosamente- sus opiniones, sus sentimientos.

Sor Juana supo que debía construir puentes entre ella –el convento- y el exterior, puentes que apoyaran su trabajo intelectual y creativo. Por eso escribió tantos poemas de encargo, muchos villancicos que la Iglesia le solicitaba desde Puebla o desde la propia Catedral Metropolitana y algunos dramas profanos o sacros, entre ellos el extraordinario “Divino Narciso” y su barroca “loa”. Necesitaba de ese apoyo, y gracias a su talento literario y a su capacidad de estratega, casi siempre lo tuvo hasta que llegó la catástrofe.

Encargos: océano de colores, simulacro político 
Uno de los encargos más interesantes desde diversos puntos de vista fue el de la elaboración de un “arco triunfal” que serviría para dar la bienvenida a los nuevos virreyes, en 1680: Tomás de la Cerda y Aragón, marqués de la Laguna, y María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes, dama ésta que jugaría un papel determinante en la vida y la obra de Sor Juana. Esta responsabilidad le fue conferida desde el Cabildo de la Catedral Metropolitana.

Otro “arco” fue encomendado a Carlos de Sigüenza y Góngora, destacado intelectual contemporáneo de Sor Juana, desde el gobierno de la propia Ciudad de México. Éste llamó a su arco “Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del mejicano imperio”, y en él aludía, como dice su nombre, a regios personajes de la antigua Tenochtitlan.

Para la elaboración de su arco Sor Juana acudió a las mitologías grecolatina y egipcia y al hermetismo, temas que permean toda su obra. Lo llamó “Neptuno alegórico. Océano de colores, simulacro político”, y como Sigüenza, escribió un doble texto explicativo: uno en prosa, el otro en verso. No es de lo mejor que de ella podemos leer, pero constituye un documento capital para comprender su quehacer estético, su personalidad y su momento histórico.

Al hablar de esto, Octavio Paz escribe en “Las trampas de la fe” que el Neptuno alegórico “es un perfecto ejemplo de la admirable y execrable prosa barroca, prosopopéyica, cruzada de ecos, laberintos, emblemas, paradojas, agudezas, antítesis, coruscante de citas latinas y nombres griegos y egipcios, que en frases interminables y sinuosas, lenta pero no agobiada con sus arreos, avanza por la página con cierta majestad elefantina». (FCE, 1982). Espléndida descripción, y certera; sin embargo y a pesar de tales características, el texto nos dice mucho sobre Sor Juana, sus lecturas, sus aspiraciones y su época.

El “arco triunfal” puede incluirse en un tipo de celebración que algunos pensadores, como Bajtín y el propio Paz, han estudiado a fondo: la fiesta. No es necesario acudir a un diccionario para intuir el origen del “arco triunfal” o “del triunfo”: pensamos de inmediato en un acto solemne, de carácter sociopolítico o religioso y, por supuesto, público.

Esto nos lleva a Roma y a las celebraciones regias o guerreras que se realizaban gracias a una victoria militar o a una visita de alta jerarquía.

El arco triunfal o las “entradas solemnes” de ciertos personajes a las ciudades, las villas y los pueblos sometidos o visitados se convirtieron en sinónimo de fiestas que involucraban a la comunidad entera y en las que intervenían un sinnúmero de organizadores. El teórico ruso Mijaíl Bajtín estudia “el carnaval”, otra forma de la colectiva celebración humana; Paz, en su “Laberinto de la soledad”, escudriña el sentido que la fiesta irradia entre los mexicanos. El arco triunfal –lo mismo que la columna conmemorativa, la de Trajano (siglo II d. C.), por ejemplo- quedó vivo como un símbolo político y social. Así podemos verlo en París (1806), en Berlín –en realidad: “Puerta de Brandeburgo”, construida en las postrimerías del siglo XVIII- y en otras ciudades europeas.

La evolución de estos monumentos efímeros o perdurables –el arco de Tito, digamos, erigido en Roma (siglo I d. C.)- y las celebraciones que los acompañaron constituyen un tema de gran interés no sólo para la historia del arte, sino también para la historia política y la historia de las mentalidades en el mundo. Si hay vestigios, como los hay, éstos hablan en voz baja, murmuran usos, costumbres, ideologías, culturas: Tiempo cargado de significaciones de toda índole muchas veces aún palpitantes.

La fugacidad parece ser el destino de tales moles de piedra o de “escenografía” y el de las ceremonias y los festejos que las acompañaron, pero habría que pensar en que esa fugacidad es inherente al destino último de todas las cosas humanas y de lo humano en general, pues más tarde o más temprano, todo quedará reintegrado a la materia orgánica, madre, matriz primigenia. Los arcos triunfales que idearon Sor Juana y Carlos de Sigüenza para que la Ciudad de México celebrara colectivamente la entrada de los nuevos virreyes en Nueva España fueron efímeros, como otras expresiones del arte.

Analogías: Neptuno performático
Voy a establecer una analogía múltiple entre estos arcos y el arte contemporáneo, particularmente, el performance, la instalación y el arte conceptual, que desde hace algunas décadas han estrechado sus lazos y se han convertido en una interdisciplinaria amalgama visual; en muchos casos, en un excitante híbrido.

Fue el filósofo británico del lenguaje Langshaw Austin (1911-1960) quien acuñó la noción “acto del habla”. “Austin plantea la existencia de dos tipos de enunciados: constatativos y performativos. Los primeros los utilizamos para describir determinadas cosas; con los segundos no se constata o describe nada sino que se realiza un acto. (Wikipedia: 5/XI/2015). Desde cierta visión del arte, la realización de ese acto es ya un “performance”.

En el plano de las artes visuales y llevando las cosas al extremo, podemos equiparar un acto performático con aquello que en los años 60 del siglo XX se llamó “happening”, aunque los propósitos de éste no fueran los mismos que persigue el “performance”. Hoy podemos encontrarnos con obras que combinan el performance con la instalación y ambas con el arte sonoro, la danza, la poesía visual y el video digital. El cruce de caminos entre las artes que empezó a emerger en el mundo desde el Pop Art, y aun antes, sigue trazando insospechados entrecruzamientos e intersecciones.

Pareciera que los artistas buscan lo que el compositor Richard Wagner y otros muchos desearon en momentos históricos diferentes, incluyendo a los poetas trágicos griegos: la “Gesamtkunstwerk” (la obra de arte total). No se trata ya de pintura, escultura o gráfica; se trata de una concepción del arte en la que todo ha cambiado, aunque todo siga partiendo de la imagen, las emociones, la percepción y la ideología, como siempre. Sí, como siempre, pero con recursos tecnocientíficos que han modificado acaso definitivamente la realización –y la idea misma- del arte y de las “obras” que éste produce. Hoy todos sabemos que el autor de un animé japonés es un artista o que la autora de un video digital que forma parte de una instalación y un performance puede considerarse igualmente artista, siempre que no dé “gato por liebre”.

Proveniente del Teatro, el performance se ha incorporado al mundo de las artes visuales. Como aquél, éste es eminentemente público y suele desarrollarse al aire libre. De unas décadas acá ha venido construyendo un discurso que hiere en su centro muchos inequitativos supuestos sociales y políticos pretendiendo desmoronarlos. Aunque la calle, la plaza o el callejón son sus espacios favoritos, también algunos museos, centros culturales y galerías han abierto sus puertas a esta forma del arte contemporáneo en el que la presencia de “el público” resulta del todo indispensable.

Los arcos triunfales que tanto Sigüenza y Góngora como Sor Juana diseñaron para el gobierno de la Ciudad de México y para la Catedral Metropolitana respectivamente guardan cierta relación con las corrientes y manifestaciones artísticas que acabo de mencionar. Como ellas son conceptuales; como ellas, efímeros; como ellas, públicos; y como ellas, festivos y conmemorativos. Los objetivos y las características son diferentes, quizá, pero el fondo y las formas son, en algún sentido, similares.

Publicado en Vanguardia

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