Gonzalo Celorio (México)

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Por NodalCultura
Gonzalo Celorio visitó Buenos Aires durante la Feria Internacional del libro y presentar su última novela «El metal y la escoria». En la misma relata la historia de dos generaciones de su familia como forma de dar una pelea por garantizar la memoria. La memoria está aquí presentada como un problema personal ante el miedo que el protagonista tiene de sufrir la misma enfermedad neurológica que su hermano, quien no recuerda nada.Pero también la memoria es una pregunta, una posibilidad, un deseo humano por la trascendencia. En ese espacio entre lo individual y lo colectivo, entre el miedo y la esperanza se mueve el diálogo entre el protagonista, escritor y su propia novela, que le habla como un tercero inexistente.

La novela se convierte así en un personaje de si misma. El escritor hace auto consciente el dispositivo de la ficción. No es él quien escribe o ficcionaliza aquello que desconoce, será la novela, ese cuerpo vivo quien complete la memoria faltante.

En medio de ese diálogo y el intento por la inmortalidad imaginaria de la memoria, Celorio recorre la historia de gran parte del siglo XX en México desde el punto de vista de los anónimos, los olvidables, los que se prefiere no nombrar.

La novela podría pensarse como un relato sobre el olvido o sobre la imposibilidad de la memoria o inclusive de la necesidad de garantizarnos aunque más no sea imaginariamente la certeza de la memoria. Es una reflexión y a la vez una acción concreta por construir la memoria como garantía de la propia vida.

Sin dudas. En la edición mexicana le pusieron una cintilla que decía “Un duelo a muerte entre la memoria y el olvido”, que es una buena frase y creo que eso es lo que ocurre en esta novela. Un duelo a muerte entre la memoria y el olvido, que se anuncia desde los dos epígrafes, uno de Borges, que dice: “Solo una cosa no hay, es el olvido” y el de Juan Carlos Onetti que dice “La vida no ha terminado, todavía hay esperanzas para el olvido”. Son dos epígrafes contradictorios en los que se debate la novela a lo largo de todas estas páginas.

Se percibe una intención de recorrer la historia familiar sin hacerlo linealmente, logrando que esas historias se confundan, que de pronto el lector pueda pensar a uno de los hermanos como parte de otra generación y que por lo tanto ambas familias en dos generaciones cuenten a la vez una misma historia

Pues no sé si fue la intención, pero lo que es verdad es que con tantos personajes de la misma familia es normal que se confundan. Una colega tuya, por ejemplo, me hablaba de mi hermano Benito, cuando en realidad se refería a mi hermano Miguel. Tuve que hacerle la aclaración, pero agregué “es que al final son todos iguales, como decía mi madre” (risas) Si, hay todo un problema de identidad. Como cuento a mí desde el principio me eliminaron de alguna manera el nombre, porque mi padre que ya se le arrebujaba todo en la cabeza, ya era un hombre senil, empezaba a llamarnos por “a ver Miguel, Alberto, Carlos, Benito, Ricardo, Jaime, Eduardo, como te llames chiquillo de mierda, ven para acá”. Hay entonces un asunto de búsqueda de la identidad ante esta posible confusión de los nombres de los hermanos que, de alguna manera se la trasmito aunque no haya sido mi intención, al propio lector a quien se le confunden un poco los personajes. Menciono en algún pasaje que seguramente los nombres se confundirán, pues eso es lo que pasó en la realidad.

En la novela hay algo propio de la identidad mexicana –al menos vista desde la distancia- que está reflejado en la personalidad de la tía Luisa, de quien dice que puede ser a la vez republicana y franquista o liberal y católica conservadora. ¿Hay efectivamente algo de identidades que se acrisolan en ese momento de la historia de México?

Por supuesto. La novela es una saga familiar, pero hay un telón de fondo que es la historia de México y yo creo que está la presente en los personajes como la integración de distintos elementos, incluso contradictorios, configuran esta nacionalidad. Creo que es la primera novela en donde están presentes al mismo tiempo la migración española y el exilio español de los republicanos. Porque hay novelas de la migración y hay muchas novelas sobre el exilio, pero no conozco ninguna en la que estas dos Españas tan diferentes entre sí coincidan en un mismo escenario. México no fue el principal puerto de acogida de la migración española. No es muy conocido, pero estaba prohibido venir a América hasta el año 1853, porque España no mantuvo relaciones con los países recientemente independizados –más bien tuvo una relación muy reticente-, pero México fue de todos los países el que adoptó una actitud anti española más furibunda. Tan furibunda que hubo dos expulsiones masivas de españoles durante el siglo XIX en México. De manera tal que no era un país al que se pudiera llegar fácilmente, a diferencia de lo que ocurrió en Argentina, Brasil e incluso Cuba y Puerto Rico, que fueron los principales países que recibieron la migración. De todas formas llegaron españoles a México, entre ellos mi abuelo. Ahora bien, México si fue el principal país de acogida del exilio republicano. Entonces esas dos Españas contradictorias, una conservadora, más bien monárquica, católica y la otra obviamente laica, republicana, de libres pensadores confluyeron mucho en la configuración de la nacionalidad mexicana ya en el México independiente. Aquí están presentes a través de dos representantes, uno mi abuelo y el otro el tío Paco, ambas corrientes de inmigrantes. Efectivamente la tía Luisa, no lo había pensado pero lo suscribo, es una especie de receptáculo de todo este mundo cultural que contribuye a la conformación de una cultura nacional. Es francófila en el sentido francés, pero también lo es en el sentido franquista. Tiene una cultura profundamente francesa, que fue importantísima en México en la segunda mitad del siglo XIX y los primeros diez años del siglo XX con la dictadura de Porfirio Díaz. Por entonces respondían a aquella frase de Rubén Darío que decía: “El arte es azul y viene de Francia”. Eso se ve en nuestra ciudad de México, en su arquitectura. Así tenemos una cultura francesa, pero también una cultura española, del norte de España principalmente, un tanto severa y ruda, y a su vez la que proviene de la inmigración republicana. Todo ello confluye en la tía Luisa, que me parece que en ese sentido si es un personaje que representa de algún modo eso que llamamos el ser nacional.

Hay pasajes en la novela que construye un texto barroco, adjetivado, ralentizado, como por ejemplo en relato de su viaje por España y los pueblos de sus antepasados, mientras que hacia el final el estilo cambia radicalmente y se vuelve despojado, vertiginoso, dando una consistencia entre lo relatado y el estilo asumido para hacerlo. ¿Hay en esto una búsqueda deliberada, una idea previa del qué hacer y cómo hacerlo o surge de la propia naturaleza de lo relatado?

No fue algo tan deliberado como supones. Hay en la novela la intención de recuperar, como un ejercicio de memoria, los detalles mínimos que el personaje narrador trata de recordar. Por ejemplo toda la descripción de los enseres del escritorio de mi padre. Esto, que para algún crítico ha resultado fastidioso porque son enumeraciones demasiado detalladas, muy adjetivadas quizás, tenía la intención de dar cuenta del ejercicio que el personaje hace para tratar de guardar en la memoria todo aquello que describe, pues se siente amenazado de tener la misma enfermedad que su hermano. Quizás entonces cuando se llega al final de la novela, la visión retrospectiva permite comprender que no es nomás el gusto por nombrar, sino la voluntad del narrador por retener todos aquellos elementos aparentemente insignificantes que le permiten mantener su propia identidad. Y eso ocurre efectivamente en el relato del viaje por el camino de Santiago, al final del cual entra la segunda persona y le pregunta “a ver, ¿qué recuerdas de esto?” y en el diálogo con esta otra voz el protagonista enumera que recuerda. En ese momento hay un esfuerzo de memoria de su parte. Cuando al final el personaje no tenga memoria y será esta voz narrativa la que le diga todo lo que tiene que hacer, todo lo que ha perdido, como tiene que poner listas en la salida de su casa para no olvidarse los anteojos, subirse la bragueta o ponerse los calcetines pares. Es muy dramático porque en ese momento final no hay más que pequeñas cosas relacionadas con los recuerdos más antiguos. Cuando se pierde la memoria por una enfermedad como esta se van perdiendo lo recuerdos inmediatos y perviven de alguna manera los más lejanos. Aquí lo dramático es que lo único que pervive es una cancioncita materna, que además no tiene ningún significado porque son sílabas sueltas que no remiten a nada.
Eso sí es intencional, presentar lo más antiguo que es lo único que finalmente queda, apenas una pinche cancioncita sin significado alguno. Solo el recuerdo de la madre. Como una supervivencia de lo maternal que tal vez tenga alguna connotación de ternura. Es un poco volver al claustro materno.

¿En qué momento de su trabajo con la novela surge el uso de las dos voces, estas voces en primera y en segunda persona que se van encontrando a lo largo del relato?

Surgió en realidad en dos novelas anteriores y me ha resultado muy eficaz. Sobre todo en la inmediatamente anterior que se llama “Tres lindas cubanas” que es la historia de mi familia materna. Mi madre era cubana, y sus dos hermanas cuando sobrevino la revolución adoptaron posiciones políticas diametralmente opuestas, una abrazó la causa del socialismo con mucho fervor y la otra acabó exiliada en Miami en un asilo de ancianos, cosa bastante terrible. En esa novela conté en primera persona lo que yo había vivido, aquello de lo que era testigo presencial. Lo que yo no había vivido me lo contaba alguien. En ese caso yo era más claro. En “El metal y la escoria” adopto la misma posición, relato lo que viví en la vida familiar, pero hay una voz que en mi opinión es la de la propia novela que me cuenta a mí, su escritor, lo que yo no viví. Porque las historias familiares siempre se cuentan en segunda persona, “tu papá hizo esto, tu abuelo vino de tal lugar”. Yo como no fui receptor de esa historia paterna porque era una historia muy poco edificante, era una historia tabú, que se me escamoteaba, pues era una historia de perversión, de decadencia, de despilfarro, de vicio, de alcoholismo, de frivolidad, y como yo de niño tenía curiosidad por saber cuál era esa historia que me estaba vedada, entonces pude reconstruir esa voz ausente en mi propia historia para que la novela me contara a mí, su escritor, todo lo que yo no había vivido. Me parece que resultó eficaz, es un procedimiento que me gustó, que me resultó convincente, que me convino mucho. Hago constantes reflexiones sobre eso, incluso cuando hago evidente que yo le doy a la novela una serie de datos y que la novela misma en su afán de verosimilitud me los devuelve ya armados en forma de discurso. Ese es un milagro.

¿Hay entonces un diálogo entre el autor y la novela, de modo que la novela es en sí misma un acto performativo?

Si lo creo, de veras. Porque creo que es una novela que aunque sea una saga familiar y en buena medida una novela autobiográfica, todos los elementos que yo no pude documentar, y no pude documentar casi nada porque ninguno de los personajes fue relevante en términos históricos, es la ficción quien me ayuda a llenar esos huecos que la historia no me permitía cubrir de otra manera. Eso es lo que hace una novela, pero también en buena medida lo que hace un buen historiador. Un maestro mío, gran historiador mexicano, Edmundo O’Gorman, decía que el oficio de historiador no era otra cosa que iluminar con la imaginación las zonas oscuras del pasado. Uno tiene datos, pero los datos por sí mismo no hablan. Hay que interpretarlos, darles discursividad. Si eso lo hace el historiador, con más razón lo hará el novelista. Ilumina con la imaginación y con la ficción esas zonas oscuras del pasado. La novela acaba siendo más realista que incluso el discurso histórico. Yo conozco más del campo mexicano por la lectura de Juan Rulfo que por todos los estudios históricos, sociológicos, políticos o estadísticos que se hayan hecho sobre el medio rural de mi país. La literatura tiene la capacidad de ampliar las escalas y las categorías de la realidad. No se trata de dar cuenta nada más de lo que los seres humanos hacen, dicen o piensan, también existe lo que recuerdan, lo que inventan, lo que imaginan, lo que sienten, lo que anhelan, todo es parte de la realidad, de una realidad más amplia. Este es el procedimiento que aquí utilicé.

Después de esta novela ¿cree que sigue siendo válida la literatura como forma de dar batalla contra el olvido?

Por supuesto, no dudo que se cumple un exorcismo con la escritura. Tenía en la escritura de esta novela el evidente terror de contraer la misma enfermedad que mi hermano. Pero allí por el capítulo 20 la novela le anuncia al escritor algo así como “Si tú escribieras todo ese miedo que tienes, si lo potenciaras y lo escribieras, muy probablemente lo exorcizarías, porque siempre has pensado que la novela no es un vaticinio sino un exorcismo”. Entonces la verdad, pude poner mi miedo en términos reales, verificados, y están allí en ese último capítulo, que a mí me gusta mucho porque lo tuve que escribir en segunda persona ya que nadie puede escribir en primera persona su propio olvido. Sería como escribir en primera persona un suicidio, no hay manera. Esta segunda persona funcionó aquí. Cuando terminé de escribir este último capítulo sentí de verdad que esa enfermedad ha quedado totalmente desterrada de mis posibilidades futuras.

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