Relatos de un Chalchalero

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El tipo era ecuatoriano y había llegado a la Argentina a buscar a Los Chalchaleros. Fue a finales de los ochenta, eso seguro. Polo Román se esfuerza por recordar la fecha exacta mientras cuenta la historia, pero desiste. Tampoco importa demasiado. El tipo era petiso, medio gordo y andaba siempre con un maletín lleno de papeles. Los quería llevar de gira por Colombia, les ofrecía teatros en Bogotá, Cali, Pereira, Medellín y una fiesta privada, el cumpleaños de una mujer. El contrato era en dólares, pago en efectivo por anticipado, cuatro mil antes de cada concierto, con posibilidad de tocar también en alguna peña y, si había fecha, en un festival. Los Chalcha viajaban promedio una vez al año para Colombia, conocían al público y a los managers de la escena, al ecuatoriano no lo habían visto nunca pero aceptaron de todos modos. Juan Carlos Saravia, como siempre, fue el encargado de negociar los detalles: pasajes, la cantidad de canciones, viáticos y condiciones de pago. El ecuatoriano dijo a todo que sí sin mover una pestaña y les explicó que primero iban a Bogotá y de ahí inmediatamente a Medellín para ir directo al cumpleaños.

A la semana lo volvieron a encontrar, tal como habían acordado, en el aeropuerto de Bogotá. El mismo tipo, petiso, medio gordo y con su maletín lleno de papeles, les preguntó:

¿Ustedes son Los Chalchaleros, verdad?

Y sí, boludo. ¿Quiénes vamos a ser justo hoy con bombos y guitarras en un aeropuerto de Colombia? —bromearon.

Una hora y media después aterrizaron en Medellín donde los esperaban dos limusinas. En una fueron PoloRomán y Pancho Figueroa. En la otra, Juan Carlos y Facundo Saravia. Ninguno de los cuatro sabía dónde estaban yendo. Los autos avanzaban sin pausa entre caminos de montaña.

Disculpame chango. ¿Dónde cantamos? —preguntó Polo tímidamente.

Es una hacienda bonita donde tocan muchos artistas, mi patrón es cafetero—les respondió el ecuatoriano, que iba sentado muy en silencio al lado del chofer.

Fueron casi dos horas de viaje hasta que se detuvieron frente a un portón de hierro que se abrió automáticamente. Lo primero que vieron, a un costado, todo sucio, fue un avión Cessna 210. El chofer esperó a que se cerrara el portón y siguió la marcha. Ni Polo ni Pancho dijeron nada, pero bien tenían ganas de decir algo. A los dos o tres kilómetros comenzaron a escuchar sonidos extraños, rugidos de animales salvajes. Ahí sí, se miraron las caras con gesto de sorpresa y no pudieron contener las preguntas.

¿Qué son esos ruidos?

Es que mi patrón tiene un zoológico.

¿Acá adentro? ¿Qué tamaño tiene este lugar?

Unas siete mil hectáreas.

Era todo verde. Plantas selváticas y cafetales que se perdían en el horizonte. Entre medio, jirafas, hipopótamos y cebras sueltas. Las limusinas frenaron en una mansión descomunal. En la puerta había más de diez pavos reales blancos que caminaban entre fuentes y flores.

Les asignaron una casa, también muy lujosa, a pocos metros de un helipuerto. Era temprano todavía. El show estaba previsto para la noche y era apenas el mediodía. Colgaron la ropa de gaucho en el placard de una de las habitaciones y se sentaron a esperar. A la una les llevaron la comida: platos típicos servidos en vajilla de lujo y bebidas de primerísima línea internacional. Cuatro o cinco camareros se quedaron cerca, atentos a cualquier cosa que podían necesitar. Nadie les decía nada.

Polo recuerda que cerca de las cuatro de la tarde el cielo estalló en tormenta. Los Chalcha se guardaron en la casa, alguno durmió siesta desparramado en los sillones. Recién cuando cayó el sol apareció un hombre, vestido de camisa, que les preguntó si querían probar sonido. Ahí fueron. La sala del concierto era un patio mínimo con una mesa en el centro. Nada más. Dejaron listos los instrumentos y volvieron a la casa para vestirse. En la puerta los esperaba el ecuatoriano.

Muchachos, vamos a arreglar cuentas —dijo. Ahí nomás contó 35 mil dólares. Ese había sido el trato por la fiesta privada: 35 mil dólares por seis canciones.

A las nueve de la noche los llamaron. El primero en entrar fue el gordo Saravia. Agradeció la invitación, narró brevemente alguna que otra cosa sobre el folclore argentino y preguntó por la mujer del cumpleaños. Polointentaba verle la cara a los dueños de casa, pero entre las luces, los tules y los angelitos de yeso que colgaban de las plantas se veía muy poco. Había unas quince personas, no más. Una mujer levantó el brazo y agradeció cordialmente la visita.

Me gustaría escuchar Angélica dijo la señora.

Los Chalcha cantaron pri y le regalaron Angélica. El patiecito sonaba bien, era una presentación tan íntima que podrían haber cantado sin sonido. Cuando terminaron se escucharon aplausos tímidos.

Discúlpeme Saravia, cántenla de nuevo por favor —pidió la mujer.

Y volvieron a cantarla. Dos veces. Tres veces. Siempre a pedido de la cumpleañera. Después hicieron Luna tucumana y Sapo cancionero. Antes de empezar La nochera, que era la sexta y última canción, agradecieron en tono de despedida. Entonces se acercó un hombre vestido con guayabera, cadena y reloj de oro, traje y zapatos blancos impecables.

Buenas noches Chalchaleros —dijo muy simpático—. Es un honor conocerlos personalmente, escuchamos su música desde Colombia con placer. Pablo Escobar, mucho gusto, gracias por estar acá—dijo y le dio la mano a cada uno.

Polo recuerda que se le puso la piel de gallina. Ellos nunca supieron adónde iban ni adónde estaban. De tanto en tanto hacían alguna fiesta privada porque las cobraban bien, especialmente ese día el arreglo había sido estupendo, por eso prefirieron no incomodar con demasiadas preguntas en Buenos Aires. Años después se enteraron que ahí mismo habían cantado Luis Miguel, el mariachi Vicente Fernández y hasta los Rolling Stones, entre muchos otros.

Ni bien terminaron el show, Pablo Escobar se levantó de la mesa y desapareció. Un empleado de la hacienda, vestido con uniforme azul, se acercó y les pidió que lo acompañaran. Salieron del patio hacia el jardín. Había ocho camionetas cuatro por cuatro rojas y hombres armados con ametralladoras dando vueltas por el lugar. Saravia, con el tono más diplomático que logró, le preguntó si era posible salir esa noche para el aeropuerto y tomar el primer vuelo a Bogotá.

No. Imposible. De acá no se mueve nadie hasta que el patrón no se va. Mañana a la mañana vemos. Pónganse cómodos —dijo el hombre con una sonrisa.

En un pestañeo, sin hacer ni un ruido, desaparecieron las camionetas, Escobar y los hombres armados. Sólo quedaron los quince comensales disfrutando de la cena. Los Chalcha se fueron a dormir sin decir una sola palabra. Al día siguiente, después del mediodía, los llevaron al aeropuerto de Medellín y de ahí viajaron a Bogotá para seguir con la gira.

¿Nunca contaron nada de esto?

Jamás. Nunca se lo contamos a nadie. Todo eso estaba tan efervescente que nos parecía terrorífico que nos mezclaran con esas cosas y con esa gente.

La capacidad de Polo Román para contar historias es sorprendente: sabe ubicar los personajes en el tiempo justo, se detiene en detalles que parecen intrascendentes en un principio pero ganan peso específico sobre el final, describe con buen gusto y hasta sabe lograr pasajes humorísticos a pura puteada. Polo Román putea hermoso, con acento salteño. Sí: muchas son historias que se cuentan solas. Por geniales. Pero igual hay que saber mostrarlas. Los Chalchaleros desarrollaron una carrera de cincuenta y cinco años, o sea, son cincuenta y cinco años de anécdotas. Habría que hacer números, probablemente sea el grupo que más tiempo se mantuvo en movimiento en el mundo. Y por el mundo.

En México, a principios de los ochenta, se encontraron en el aeropuerto del D.F con Atahualpa Yupanqui. Habían compartido escenario decenas de veces en Argentina y en Francia; esa vez les tocaba, sin saberlo, compartir un vuelo a Buenos Aires. Yupanqui, cuentan por ahí, era un tipo muy sincero, de los que no se guardaba nada. Criticaba sin filtro a los artistas que no le gustaban. Para Los Chalchaleros siempre tenía palabras de elogio. Cosas rara en él, que no era de andar halagando.

¿Por qué creés que Atahualpa hablaba bien de ustedes?

Él nos decía que éramos respetuosos de la canción. Creo que tenía razón, la verdad es que nunca hicimos cagadas en ese sentido. El viejo odiaba a un montón. A nosotros no. Y eso que era muy jodido.

Jodido de verdad. Hace más de treinta años, en un festival en Río Gallegos, Polo y Atahualpa andaban de charla en el camarín. En eso se acercó el cantor salteño Daniel Toro a saludar a Yupanqui y a decirle que iba a interpretar, con su permiso y con el mayor respeto, Indiecito dormido. Cuando terminó su participación, Toro volvió al camarín a preguntarle qué le había parecido.

Y bueno mi amigo, si sigue gritando así me lo va a despertar al indiecito —le contestó Don Ata impávido.

La cuestión es que Atahualpa estaba sentado con su guitarra esperando un vuelo en el aeropuerto del D.F, al lado de un negocio que vendía relojes. Polo lo vio, se acercó a saludarlo, el viejo lo recibió cordialmente, pero no mucho más. Los Chalcha en esa gira viajaban en primera porque los invitaba Aerolíneas Argentinas. Atahualpa viajaba solo y en clase turista. Cuando se enteró Saravia, después de pedir autorización, le sugirió a Polo que fuera a buscarlo y lo invitara a viajar con ellos. No fue tan simple, pero lo convenció. “Yo te juro que desde que el avión despegó hasta que hizo la primera escala, siete horas después, Yupanqui se la pasó contando historias sin parar. Era un narrador sorprendente. Sabía miles y miles de historias, la mayoría inventadas. Uno no podía dejar de escucharlo. Las contaba perfectas con esa forma de hablar que tenía. Era un placer”, recuerda Polo. Ese viaje quedó inmortalizado en una foto que sacó el jefe de cabina. Atahualpa está sentado del lado de la ventanilla. Al lado, Saravia. Polo lo mira de frente, arrodillado, asomado por el respaldo de su butaca. Alrededor, todas las azafatas y el resto de los pasajeros, de pie, lo escuchan entre risas.

¿Te sigue conmoviendo la obra de Yupanqui?

Uf. El viejo hizo canciones maravillosas. No se puede… no se puede ni hablar de su obra. En una gira por Europa el embajador argentino en Francia nos dijo que en las universidades de París leen la poesía de Don Ata. No me olvido más de eso. Allá se lee Yupanqui traducido al francés y acá en los colegios los pibes no saben ni quién fue.

Son demasiados escenarios, demasiadas giras, demasiados años, demasiado todo. Ni siquiera alcanzaría, y no exagero, con escribir un libro sobre Los Chalchaleros. Cada pregunta desencadena una historia, cada historia arrastra personajes invaluables de la cultura argentina y latinoamericana. Por suerte la memoria de Polo es extraordinaria. Se acuerda de todo, con nombres y apellidos. Por ejemplo su ingreso en Los Chalchaleros, en 1966. Él era un muchacho de veintinueve años que apenas había hecho una serie de conciertos con su hermano Mario en un conjunto que se llamaba Los puesteros de Yatasto. Nunca estudió canto, nunca supo tocar la guitarra, ni nada. De hecho, empezó a tocar el bombo porque su hermano le dijo que quedaba horrible que cantara en vivo con las manos en los bolsillos. Ahí nomás le colgaron un bombo que pidieron prestado. “Me costó tomarle cariño al bombo, me hacía doler el hombro, me cansaba, pero toqué para estar en el grupo”, recuerda. Polo en ese entonces no tenía un peso, estaba casado con un mujer a la cual no quería y se había desencantado de la música. Al punto que en un viaje con Los Puesteros a Venezuela, remató las botas de gaucho, el bombo y el poncho. Volvió solo, con dos camisas, la ropa interior y cien dólares.

La casualidad quiso que viera un cartel de Los Chalchaleros en una marquesina de Buenos Aires mientras hablaba con su familia desde un teléfono público. Recién había aterrizado, pero se fue derecho al teatro para saludarlos, se habían cruzado en el norte y él personalmente tenía buen trato con Saravia. El bombista de aquel entonces, Víctor Zambrano, tenía planes de dejar el grupo. Polo apareció en el momento justo en el lugar indicado. Tres días después fue anunciado públicamente como el nuevo integrante. Polo lo cuenta sin dar vueltas: “Fui la segunda voz y el bombo de Los Chalchaleros durante cuarenta años tocando de oído nomás”.

¿Cómo hacías para tocar con un grupo consolidado y reconocido si no sabías nada de música?

Ernesto Cabeza me quiso enseñar a tocar la guitarra mil veces, pero nunca pude, no tuve voluntad. Y el bombo lo tocaba como me imaginaba. No sé. Cuando gritábamos le daba al parche y al aro. Cuando íbamos abajo tocaba despacito. Eso es todo lo que hacía y con el tiempo lo fui trabajando. Me acuerdo que un día le pedí al Chango Farías Gómez, que es un bombista de primera, que me enseñara algunos repiques. Pero no quiso.

¿Por qué?

Me dijo que yo tocaba hermoso así, que le daba el ritmo a un grupo famoso, que quedaba perfecto y que eso era lo único que importaba. Me dijo que hacer dibujos con la música no siempre era recomendable. Igual me enseñó dos o tres cosas. Pero te juro que me las olvidé al rato. Entonces seguí haciendo lo que me parecía. Así es mi vida.

Polo necesita que lo interrumpan, al menos para cambiar de tema. Si se lo deja hablar podría hablar las siete horas seguidas de Yupanqui.

¿Es verdad que se pelearon con Mercedes Sosa?

(Risas). Naaa. No es tan así. La negra tenía lo suyo, pero era una artista impresionante. Ella una vez nos dijo que nosotros éramos cuatro corchos. Pero bueno, son cosas que se dicen a la ligera. Fijate que nosotros, corchos y todo, la fuimos a buscar para grabar en nuestro disco despedida -Todos somos Chalchaleros-. Y aceptó encantada. Cantamos Cochero e plaza, quedó hermosa. La canción la eligió ella y todo. Hasta cantó con nosotros en vivo en el Coliseo.

¿Cómo eran las giras con Alfredo Zitarrosa?

Inolvidables. Hicimos muchos teatros juntos. Alfredo era un tipo estupendo, pero muy parco, introvertido. Duro. Triste. Un día que fuimos a cantar a Salta lo vi con su mujer sentado en un barcito. Le pedí permiso y me senté con ellos. Uruguay en ese momento estaba jodidísimo. Él empezó a hablar de su país y se largó a llorar como un chico. Él me decía: Polo, Polito ¿sabés lo que hay en mi patria? Sangre, hay mucha sangre. Me duele mi patria. Así me decía. Ese día me enteré que su apellido era Iribarne y que nunca conoció a su padre biológico. Zitarrosa era el apellido de su padrastro. Yo no sabía nada de eso.

A principios de los ochenta organizaron una gira con José Larralde que se suspendió una semana antes. Ese concierto hubiese sido para los récords. ¿Qué pasó?

Pasó que Larralde es un pelotudo. (Risas). No llegamos ni a salir de gira. El Pepe Larralde es un loco de mierda.

Polo recuerda que era verano en Buenos Aires, cuarenta grados de sensación térmica, mínimo. Tocaron la puerta de la oficina de Los Chalchaleros, era Larralde vestido de gaucho. El gordo Saravia le propuso hacer juntos cuatro teatros Ópera, un mes, todos los lunes. Larralde aceptó. Al día siguiente pusieron en venta las entradas, los cuatro shows se agotaron en tres horas. Cuando vieron el éxito, le propusieron hacer tres provincias: Mendoza, Santa Fe y San Juan. En un par de llamados telefónicos tenían cinco teatros a su disposición y posibilidad de hacer más provincias.

Ese mismo día, con las entradas vendidas, Larralde volvió a la oficina y le dijo a Saravia que no iba a salir de gira ni iba a hacer las funciones en el Ópera.

¿Por qué, Pepe?

Porque es mucho, cantar y decir lo mismo. No Juan Carlos, yo mejor me bajo.

Pero no es lo mismo, Pepe, son teatros distintos, gente distinta.

No, pero a mí no me gusta hablar y repetir siempre lo mismo.

No hubo más que decir.

¿Por qué es así Larralde?

Pepe es un tipo muy raro. Hace unos años estuvo en Mar del Plata, como siempre le fue muy bien, pero por lo que sé no quiere tocar más. Ya no sale de su casa. Pepe está enfermo de soledad. Está encerrado. Vive triste y solo. Nunca pudimos hablar con él, no sabemos nada de su vida personal, ni siquiera si tiene hijos. La última vez que lo vi estaba muy dejado, su aspecto no era bueno. Me acuerdo que le dije: Pepe te vine a escuchar. Se ve que todavía hay sordos, me respondió en joda y aún así sonaba angustiado. Hace rato que nadie lo ve, ni saben dónde está. Es una lástima.

Sé que eras muy amigo de Daniel Ravinovich. ¿Cómo recibiste la noticia de su fallecimiento?

Polo hace silencio y dice en un suspiro: “Para mí no murió. Todavía no lo puedo creer. Qué tipo extraordinario, qué calidad de ser humano. Un tipo de la gran puta. Me dolió el corazón, me dolió el alma el día que me enteré”.

¿Sabías de su enfermedad?

Lo llamé una semana antes de que se muriera. Lo llamé para pedirle el teléfono de Serrat, porque me estaba yendo a España y quería juntarme con él. En mi última mudanza perdí la agenda. Y yo sabía que Daniel tenía siempre todo, era muy ordenado. Me atendió su mujer, me dijo que no estaba bien. Después hablé con Dani, no me dijo nada directamente, pero dio a entender que ya le quedaba poco. La verdad es que me quedé con una sensación muy fea. Bueno, después todo lo demás.

Y las historias, claro: Cuando Les Luthiers y Los Chalchaleros tenían función en la misma ciudad, Ravinovich siempre se hacía un lugar para ir a cantar unas canciones con ellos. En un concierto de la última gira, en Tucumán, salió corriendo del camarín de su teatro, tomó un taxi, le pidió prestado el poncho a Polo y se subió para hacer con Los Chalcha el último bis de la noche.

La charla de a poco se va bifurcando hacia anécdotas personales: su vida de chico en Cafayate, los árboles de la plaza, sus amigos, los compañeros del colegio, la historia de su abuelo boliviano que murió montando una mula en la quebrada del valle. De ahí a Buenos Aires, a Mar del Plata y a ciudades de todo el mundo, siempre entre anécdotas que parecen imposibles. De hecho, mientras las cuenta, ni él las puede creer.

¿Cómo te acordás de tantos detalles?

Fueron muchos años. De todo eso que vivimos quedan las historias. Son cosas que no puedo olvidar.

Polo pierde la mirada en algún lado.

No me las quiero olvidar.

Así dice.

Publicado en Revista Ajo

 

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