Adrián Gorelik: «La arena pública de la ciudad es insustituible para crear cultura»

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sol de invierno entra casi horizontal en el departamento con vista a las vías. El estudio de Adrián Gorelik, arquitecto y doctor en historia, investigador del Conicet y profesor en la Universidad Nacional de Quilmes, parece estar fuera del mundo. La ciudad se siente a la vez lejana y presente, en el insólito silencio apenas ritmado por música de jazz. Se la invoca. Acaba de publicarse el libro Ciudades sudamericanas como arenas culturales (Siglo XXI), compilado por Gorelik y la antropóloga brasileña Fernanda Arêas Peixoto, un recorrido por el tiempo y el espacio que va de Buenos Aires a Quito, Río de Janeiro, Montevideo, Caracas y Lima, atravesando el siglo XX y asomándose a las tendencias del XXI.

En el prólogo del libro hay una referencia a un texto publicado en 1985 de Richard Morse, en el que se presenta a las ciudades periféricas como «arenas culturales». ¿Por qué es importante esa noción?

¿Puede decirse que en los últimos años las ciudades han ganado protagonismo como objeto de estudio?

Pero entonces, ¿no hay una mirada más rica?

Por supuesto, han quedado algunas obras señeras de aquel «giro cultural», que continuaban de alguna manera la empresa de Morse y Romero, como los trabajos de Beatriz Sarlo sobre Buenos Aires, de Nicolau Sevcenko sobre San Pablo, de Carlos Monsiváis sobre México. Y, al mismo tiempo, algo que queda para recuperar es la dimensión latinoamericana de aquellos estudios urbanos de los años 60, que la tendencia excesivamente monográfica de la producción académica reciente dificulta. Podríamos decir que nuestro libro se encuentra en esa encrucijada, en que nuestros deseos intelectuales y las potencialidades analíticas de la ciudad se cruzan con el estado real del campo de debate latinoamericano.

Si pensáramos en el libro como en un mapa, como una de esas imágenes nocturnas tomadas desde un satélite, se vería mucha luz sobre Buenos Aires y San Pablo, a las que se dedican cuatro capítulos cada una, y sobre Río de Janeiro, con tres capítulos, y menos sobre Montevideo, con dos. En comparación, Bogotá, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, aun siendo capitales nacionales, tienen sólo un capítulo cada una. ¿A qué atribuye estas diferencias?

Es muy buena la metáfora del mapa nocturno para pensar el libro, y la respuesta es ese mismo mapa: las ciudades más iluminadas son también aquellas con redes intelectuales y académicas más densas y accesibles para nosotros en función del tipo de interlocución que nos interesaba. Porque lo que estaba en juego en el proyecto no era tanto el efecto representativo de los casos elegidos, sino el desafío de tentar diferentes aproximaciones a las más diversas formas de coagulación entre ciudad y cultura. Y por eso también los trabajos que lo componen se definen como «ensayos»: porque no tienen el tono delpaper académico, pero especialmente porque fueron pensados como experimentos. Ya que no hay -no puede haber- una teoría que garantice el modo de reunir la ciudad con sus representaciones, cada estudio de cultura urbana debe ser siempre al mismo tiempo una indagación sobre los caminos analíticos para lograrlo.

¿Por qué se decidieron por un ordenamiento histórico para las distintas secciones?

El ordenamiento histórico da el marco general de los episodios analizados. Los cortes temporales de las secciones del libro señalan períodos de especial riqueza para la cultura urbana de las ciudades sudamericanas: porque los procesos de modernización de «entresiglos» produjeron transformaciones urbanas que impactaron de modo decisivo en los ritmos y los hábitos de la vida cultural; porque los movimientos artísticos que emergieron en las décadas de 1920-1930 tematizaban la ciudad y al mismo tiempo la pensaban como terreno de experimentación; porque los conflictos políticos de los años 1950-1960 se afincaron en la ciudad y la tomaron como objeto de denuncia o exaltación, o porque la recuperación más reciente de la ciudad como clave cultural de la sociedad contemporánea ha vuelto a poner los procesos urbanos en el centro de la problemática intelectual.

¿Y cómo establecieron los cortes temporales?

Dentro de ese marco general, es notorio -como decimos con Fernanda Peixoto en la introducción- que todos los capítulos lidian con nacimientos, más o menos traumáticos, de lo moderno -quizás una condición sudamericana-: nacimientos que alumbran una convivencia tensa y permanente entre las respuestas locales (que se presentan como «tradición», «cultura popular» o «cultura mestiza») y la racionalidad de los proyectos reformadores (políticos, educacionales, urbanos), que imponen nuevos ordenamientos sociales, espaciales y simbólicos.

Desde una mirada metodológica, el libro muestra que pueden hacerse distintos recortes. Hay capítulos dedicados a un año (como el de Ana Clarisa Agüero sobre Córdoba en 1918), otros a una etapa especialmente significativa (como el de Gustavo Vallejo sobre La Plata y el de Jorge Myers sobre Montevideo, con su «anhelo de ser cosmópolis» en las primeras décadas del siglo XX), a determinadas áreas (como el de Julia O’Donnel sobre Copacabana, en Río de Janeiro), a ciertas prácticas o eventos (como el de Gonzalo Aguilar sobre el Bafici en Buenos Aires). ¿Cómo evalúa esta diversidad?

Creo que esta diversidad es la mayor apuesta del libro y, a mi juicio, su principal riqueza. La fuerza de cada episodio radica en el modo en que cada autor ha buscado un camino diferente para entender la interpenetración entre ciudad y cultura, y estas elecciones de cada uno resultan en un elenco muy rico de situaciones, de actores y de ciudades. En efecto, hay capítulos dedicados a momentos emblemáticos (el 18 en Córdoba, el 48 bogotano), a fragmentos espaciales (un edificio, como el Martinelli en San Pablo; una calle, como la Rua do Ouvidor en Río de Janeiro; un barrio, como el Abasto en Buenos Aires o el Bexiga en San Pablo), o que reconstruyen los circuitos intelectuales. Y también se examinan programas gubernamentales, institucionales, urbanísticos? En fin, es posible encontrar muchas ciudades, muchas definiciones de cultura y muchas experiencias de lo urbano en este libro.

¿Qué pasa con la pobreza, con la miseria y la vida cultural? En su capítulo, por ejemplo, habla de las villas: ¿cómo pensarlas en este proyecto?

En verdad, entendemos cultura en un sentido amplio: hay varios capítulos sobre expresiones de la cultura popular, por ejemplo, el de Lila Caimari sobre el lunfardo en Buenos Aires, o de la cultura masiva, como el de Beatriz Jaguaribe sobre las telenovelas cariocas. Y hay toda una sección del libro dedicada a las «escenas partidas», que busca contrastar con la sección de las «escenas de modernización», ambas para el mismo período (1940-1970), identificando las divisiones (sociales, políticas, ideológicas) que constituyen históricamente a la ciudad, pero que los proyectos modernizadores buscan obturar. Así, hay un capítulo de Eduardo Kingman sobre los trajines del mundo popular en Quito, que abrían desde abajo espacios inéditos de vida moderna; otro, de Ximena Espeche, sobre el antiurbanismo de la disidencia montevideana que, apoyada en las marchas cañeras, oponía un interior auténtico y americano al dominio de la ciudad europeísta; o el capítulo de Gonzalo Cáceres sobre Santiago de Chile en la década de 1960 como «capital de la izquierda». Y hay dos capítulos sobre los roles culturales de la irrupción sociourbana de la otredad radical: la barriada en Lima (Anahí Ballent) y la villa miseria en Buenos Aires (que usted menciona), que muestran la fuerza con que esos ámbitos «marginales» emergieron como revulsivo cultural, lo que los colocó paradójicamente en el centro de la vida intelectual y política del período.

Más en general, qué puede decirse del papel de las ciudades sudamericanas en la vida cultural? ¿Ha ido cambiando a lo largo del siglo XX? ¿Son más o menos protagonistas, a la luz de los cambios tecnológicos, que contribuyen a crear comunidades virtuales, transterritoriales?

Hay una larga discusión sobre los cambios en la ciudad, no sólo en América Latina: una cierta idea de globalización hizo creer que las relaciones virtuales, posibilitadas por las nuevas tecnologías, habían dejado obsoletas las relaciones cara a cara que singulariza la vida urbana. Entre nosotros, la idea de ciudad mediática parece desplazar la de «ciudad letrada», esa fórmula tan luminosa con que Ángel Rama caracterizó las ciudades latinoamericanas. Pero cada uno de esos procesos, lejos de quitar protagonismo a la ciudad, se contaminan con ella, generan nuevos roles, en los que la arena pública de la ciudad se demuestra -al menos por ahora- insustituible en su capacidad de producir la sociedad y crear cultura. No cabe duda de que las ciudades sudamericanas son -y han sido históricamente- sede del poder económico, político y muy especialmente simbólico, así como de las tremendas desigualdades que caracterizan nuestro continente; pero son también el territorio cultural y político en que se construyen día a día múltiples formas de resistencia y se elaboran proyectos de cambio, que con su irreductible conflictividad, contribuyen con la principal función que la ciudad no resigna: la de espacio público. Que no es el mero espacio abierto de la ciudad (calles, plazas), sino el producto de la colisión, fugaz e inestable, entre forma urbana y política, por medio de la cual la sociedad redefine cada vez su idea de ciudadanía.

Biografía

Adrián Gorelik nació en Mercedes en 1957. Arquitecto y doctor en Historia (ambos títulos por la UBA), es investigador del Conicet y director del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes. Entre otros libros, escribió La grilla y el parque (1998) y Miradas sobre Buenos Aires (2005).LA FOTO. «Es un grabado del puente de La Boca, de 1990, de Félix Rodríguez, un artista que construyó un poderoso imaginario sobre la ciudad, que ha enriquecido mi forma de mirarla y recorrerla», dice Gorelik sobre su objeto elegido.

Por qué lo entrevistamos

Porque su perspectiva original sobre los fenómenos urbanos acaba de actualizarse en un nuevo libro.

Publicado en La Nación
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