Publican las obras completas del poesta argentino Manuel Castilla

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La publicación de las «Obras Completas» del salteño Manuel J. Castilla, reúne la producción de una de las voces más importantes de la poesía argentina contemporánea, en relación íntima con su entorno, exultante en su diálogo con un paisaje que desmenuza a través de hondas cavilaciones e imágenes restallantes.

La compilación, coeditada por EUDEBA y la Secretaría de Cultura de Salta, reúne 14 títulos de Castilla (1918-1980), desde el inicial «Agua de lluvia» (1941) hasta el inédito «Canto del cielo», pasando por «La niebla y el árbol», «Copajira», «El cielo lejos», «Bajo las lentas nubes». «La tierra de uno» y «Cantos del gozante», más sus libros de prosa «De solo estar» y «¿Cómo era?».

El poeta catamarqueño Leonardo Martínez ve a Castilla, en el prólogo de estas «Obras Completas», como un «yo expandido» que «deja hablar a los sentidos»; un «adorante de la naturaleza» en su peregrinar por las estaciones de la vida, esa «belleza renovada a cada instante».

En pocas líneas, Martínez retrata cabalmente al poeta en su contexto, ese noroeste que el imaginario prolonga a territorios más vastos donde los muchos horizontes fusionan lo marchito y lo vital, lo mustio y lo frondoso. Escribe: «A cada paso saluda, radiante, los nacimientos; aquellos momentos en que la luz se engendra a sí».

Y agrega: «En el embrión animal está inscripto el desenvolvimiento futuro de una vida particular. En la semilla, el germen de la planta que vendrá. En su poema «El gene» dice Castilla: «Guía a este ciego por tus laberintos/ y entrégalo a la música terrestre/ como un arcoiris negro…y siémbrate/ como un gajo de Dios en mi memoria».

Es desde esta memoria orgánica, como argamasa de «todos los instantes de la vida», que Castilla despliega en sus textos un amplio catálogo del follaje como un original y minucioso botánico que vislumbra los vínculos secretos entre el la piedra, el viento, el sol, la noche, el fuego, la arena y el habitante de ese universo.

Si toda cotidianidad lleva adosada una metafísica; lo habitual posee ribetes sagrados y el pasado late en el presente; en el texto «Ruinas de Palenque» el poeta entrega estas líneas: «En esta selva toda serpiente pétrea, cada pájaro/ cada bicho como una hormiga antigua/ lleva un trozo de templo hasta su cueva/ como para rezarle en la noche su oración silenciosa a dentelladas».

Entre sus muchos temas Castilla habla del gaucho («y es como si domara la tierra con su puro silencio»), del ají («rabia de Dios, goteante y roja»), del búho («soy el que cava en la noche su propia Sombra»), el toro («como huracán de pie… árbol de cuatro patas azorado») y del tabaco («Por el que mira largo y piensa que el tabaco florece en la ceniza/ con gusto a metal viejo y a polvo transitado»).

Su metaforización desbordante, en imágenes plenas, destaca en esta obra, a la par del gran manejo del ritmo que otorga al conjunto una respiración especial; un fraseo que viaja sobre el torrente de una oralidad nutricia desde un amplio registro de romances y coplas.

Es así que su poesía además de abrevar en diversos autores -Pablo Neruda, César Vallejo, Federico García Lorca y, sobre todo, su coterráneo Juan Carlos Dávalos, precursor y figura insoslayable de la literatura de tema agreste en el país- tiene en la copla anónima unafuente inagotable de sabiduría popular.

De modo que atraviesa sus libros un decir coplero que se suma a sus referencias a los ritmos folklóricos: baguala, huayno, zamba, para este último género compuso piezas ya clásicas de nuestro cancionero, entre otras, «Balderrama», La arenosa», «La pomeña», «Zamba del pañuelo» y «Maturana», en coautoría con el destacado músico Gustavo «Cuchi» Leguizamón.

Del mismo modo que Neruda pobló su «Canto General» de habitantes humildes, moradores de su tierra y protagonistas de su historia, por los libros de Castilla caminan los hombres en sus diversas faenas: peones albañiles, carreros, viñateros, hacheros; campesinos, indios, sojuzgados todos por gamonales de turno.

En el poema «Lavadero», incluido en uno de sus principales libros, «Copajira», escrito tras un viaje a Bolivia y dedicado «a los mineros de Oruro y Potosí», escribe: «Mineros amarillos/ silenciosas mineras/no le lavéis el óxido/ agresivo a la piedra/ que aunque el agua lo lleve/ en vuestros ojos queda/ candelaria Mamani/ silenciosa como era/ se quedó una mañana dura sobre la tierra».
Con recuerdos que ganan en espesor y relieve, y presencias que se difuminan; asoma la cara de la muerte, un eje muy transitado en su poética que convoca intensas imágenes visuales y abismales en textos como «Mujeres de negro»: «Son callejones de tierra gris/ tardes con muchachas de pelo oscuro y húmedo… Un enterrar, penoso, sus propios pensamientos…Sombra pesando sobre el propio recuerdo…un ver como si nada los ojos de la nada».

En esta obra notable, la aflicción convive con la dicha; numerosos son los pasajes de la poesía del autor del libro «Cantos del gozante»- en los que exhibe su júbilo: «Esta tierra es hermosa…cómo la saco afuera de mi sangre/ y la entrego a vosotros/ para que festejéis su barrosa hermosura?»,dice, al modo de la consigna whitmaniana: «yo me celebro y yo me canto/ Y todo cuanto es mío también es tuyo».

Abundan las imágenes que festejan la tierra: «Lo que crece de ti se derrama en mi gozo como un agua quemante», «toquen el pecho de los guacamayos/ hundan la mano entre plumaje y carne/ y sentirán el huevo donde germina el cielo», «Dios se mete en el canto de los pájaros».

El poeta como testigo, dando su canto y su testimonio, yendo y viniendo de la muerte, festejando las catedrales verdes del bosque, desde el canto del pájaro, de la lluvia, del resucitado que en el poema «Desentierro del carnaval» susurra: «Aquí estoy esperando mi propio desentierro… es el tiempo en que broto entre los yuyarales y los páramos/ porque es poca la tierra que me echaron encima… mi alegría más honda los va viendo venir».

Publicado en Télam
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