Grandes borrachos colombianos

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Quizá solo desde la sobriedad sea posible observar el paisaje inestable que envuelve al borracho. Traducir en palabras lo que en él es balbuceo o grito que se lleva el viento o el humo, esa bandera volátil del bar.

Con su discreto destello de luz, la sobriedad es necesaria para iluminarle el camino a quien va, entre tumbo y tango, de la barra de la cantina al oasis de la mesa, apoyándose en hombros de fantasmas, para que se siente de nuevo y regrese a sus cuitas.

La palabra del borracho es sagrada; encarna una verdad que desafía el equilibrio porque baila en el borde de la copa. El borracho jura por Dios o por su madre o por los hijos, se pega en el pecho o le pega al otro con cariño para reclamar toda la atención, y entonces suelta su palabra, se hace confesión entre susurros, alaridos, babas y brindis por los asuntos capitales del ser: el amor, las penas y la vida. Sobre todo las penas, aun cuando un proverbio leído por allí rece: “Yo tomo para ahogar las penas, pero las hijuemadres nadan”.

Si pensamos al libro como el lugar de una tertulia a veces multitudinaria donde siempre hay un ausente (el autor), es posible imaginar a ‘Grandes borrachos colombianos’ (Fundación Malpensante, 2016) como una larga confesión que el filósofo, profesor y ensayista Pablo Rolando Arango (Manzanares, Caldas, 1973) nos hace, extrañamente sobrio, mientras lo acompañamos –codo a codo—en una mesa al fondo de El Gran Bar, ese paraíso de aguardiente que labró los días de su adolescencia en la fría montaña caldense.

Escuchándolo a través de este breviario (o, para decir mejor, ‘bebiario’) de 86 páginas, es posible descubrir muchos celebrantes etílicos (otro de los tantos eufemismos para decir ‘borrachos’) que se amontonan con sus penas y alegrías en distintas mesas del bar: profesores, policías, empleados y pequeños burócratas, estudiantes como él y una gavilla de ebrios sofistas convocados en el subtítulo de este bar que vamos leyendo: aquellos ‘Borrachos grecocaldenses’ –autodeclaración seudo-intelectual ridículamente pretensiosa de las llamadas “antorchas de la república” del siglo XX– que en el humor de Arango no son otra cosa que el amasijo de poetas, historiadores, tinterillos o simples “pendejos que citamos a Platón para pedir una media de aguardiente o hablar de borracheras”.

Puestos a jugar con las metáforas, ‘Grandes borrachos colombianos’ también puede ser ese prostíbulo a donde el borracho llega para beber y joder, y entonces Arango celebra en el recuerdo las faenas metafísicas vividas en Casa Roña, complejo de siete casas de prostitución en el pequeño Manzanares de finales del siglo pasado. 

Trago, lujuria, complicidad y caos componen la borrosa escenografía de esa primera educación sentimental que más tarde condujo a Arango a la filosofía como profesión y a la ebriedad como santo y seña en la siempre beoda y siempre abstemia Manizales.

Pero de igual modo ‘Grandes borrachos colombianos’ (el volumen I de una saga que esperamos tenga continuidad, como aquellas fiestas de dos y tres días) es el encuentro afectuoso en una cantina donde Arango se entrelaza en brasas y abrazos con los verdaderos protagonistas de esta vendimia: el profesor y filósofo caldense Jorge Iván Cruz, el ajedrecista antioqueño Óscar Castro y el cantante Luis Ángel Ramírez, nacido en el Viejo Caldas y más conocido como ‘El caballero gaucho’.

Si en la primera mesa Arango nos contaba sus ‘Memorias improbables de un borracho grecocaldense’, en las tres estaciones siguientes vemos dos grandes borrachos y un abstemio que ha hundido en la copa con su voz a miles de almas en pena, pero que nunca se tomaba un trago.

Si los dos primeros representan a la academia universitaria y a la inteligencia del ajedrez marcadas por la ironía, el estropicio y la elegancia vestida de indigencia, el tercero encarna la contradicción por excelencia en un país de bebedores y de abstemios: sin recurrir al alcohol, ‘El caballero gaucho’ fue capaz de erigirse como monarca sobrio de un reino para el cual la bebida es una forma de castigo y redención.

Asomarse por una ventana de este bar a las vidas contadas por Arango nos deja frente a un humor cuyo blanco directo es el mismo autor, quien al recuperar a los tres personajes no hace otra cosa que buscar respuestas para sí en favor de por qué, cómo, dónde y con quién beben los colombianos, especialmente los habituales de Caldas.

El machismo ligado al honor radical, la frustración perpetua que diluye cualquier esperanza y la desgracia como cuerda floja por donde se camina de forma irremediable son razones que llevan a beber en soledad o con la grata compañía de amigos y de damas alegres en medio de salones, prostíbulos, cafetines y cantinas donde el aguardiente es maná y Mesías.

Allí el alcohol aviva cierta metafísica de la ebriedad que en la prosa de Arango guarda su clave en consonancia –pero también en disonancia– con los filósofos presocráticos, con Platón, Diógenes El Cínico y con Thomas Hobbes.

En consonancia, porque nada más entrar a este bar literario y meditabundo está en el pórtico la idea de la Antigua Grecia y la de sus filósofos del hedonismo y la moderación, que buscaban satisfacer los placeres de la mente y de la carne mediante libaciones inofensivas, que redundaban en paseos académicos o peripatéticos. Pero también en disonancia, porque la región de Caldas proyecta una suerte de ágora al revés, donde la ironía marca el devenir de todo un pueblo y especialmente del profesor Cruz, del ajedrecista Castro y de ‘El caballero gaucho’.

Por una lado de la mesa está Jorge Iván Cruz, profesor de filosofía y uno de los mentores del autor en la Universidad de Caldas, quien vivió condenado a andar borracho en un medio académico que gracias a su doble moral y la hipocresía del colegaje lo obligó a camuflarse, y al hacerlo (por ejemplo, esconder el aguardiente en una botella de Pony Malta) estaba delatándose hasta la conmiseración y el ridículo. De ahí la ironía.

De otro lado nos topamos en esa mesa imaginaria con Óscar Castro, quizá el ajedrecista más importante de la historia reciente de Colombia, quien supo mover todas las fichas del tablero (fue campeón nacional en repetidas ocasiones e incluso se enfrentó a Karpov) pero que era incapaz de conducirse por el piso ajedrezado de una vida en la cual el dinero fluía como el aguardiente apenas llegaba a sus manos, tal cual un “Diógenes El Cínico de final de milenio”. Otra vez la ironía.

Y por último escuchamos la voz de fondo de ‘El caballero gaucho’, de quien todo podemos imaginar, menos que nunca doblara el codo para beber de una copa.

Inconcebible en el rey absoluto de la “la banda sonora del Eje Cafetero”, en el intérprete de esa letra herida que seduce y derrota en la mesa al sentimiento grecocaldense de Aguadas a Pensilvania y de Marsella y Dosquebradas, en Risaralda, a Finlandia, en Quindío, o Sevilla, en el Valle del Cauca.

La triple ironía (como el llamado Triángulo del Café) queda completa cuando sabemos que en el fondo de los dos borrachos ‘sin fondo’ y del sobrio de borracheras ajenas también late la metáfora de un país ultra-conservador, pendenciero y atrabiliario que paradójicamente encuentra en la ebriedad una forma de reencontrarse, de afirmarse y de diluirse en el almíbar libertario del alcohol.

‘Grandes borrachos colombianos’ seguramente tendrá continuidad en un segundo volumen que podría hacer carrera por todas las regiones de Colombia. Queda preguntarse: ¿Cuáles fueron o son aquellos grandes borrachos vallecaucanos? La historia está por escribirse. O beberse. Pidamos el último y nos vamos.

Publicado en El Pais

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