La peste del insomnio

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Texto: Yanuva León

Ilustración de portada: Kalaka

Por donde vamos ya se suicidó Pietro Crespi. Ya Santa Sofía de la Piedad parió a Remedios, la bella, y a los gemelos que intercambiarían sus vidas intermitentemente por el resto de sus muertes. Ya han sucedido 32 guerras civiles entre liberales y conservadores. Ya el coronel, en sus faenas bélicas ha engendrado 17 hijos con madres distintas, condenados todos a ser asesinados en menos de 24 horas, antes de que el mayor cumpliera 35 años. Ya sobrino y tía sucumbieron a las luchas de la atracción sexual, pero se impuso el terror a la posibilidad legendaria de fecundar iguanas. Y por supuesto, hace varias páginas quedó atrás el capítulo en que Macondo estuvo en riesgo de desaparecer azotada por la peste del insomnio.

Sí. Por quinta vez estoy leyendo Cien años de soledad. Recuerdo todas las anteriores. De cada una podría echar el cuento. Cada vez fue una Yanuva distinta la que leyó una obra renovada. Es como si Gabriel García Márquez escribiera la historia de los Buendía al ritmo de mis lecturas, sin importar cuántas veces yo decida leerla. Ahora la gracia está en que por primera vez la leo en voz alta, para la mujer que hoy soy -que aún soy cuando escribo estas líneas- y para la persona con quien comparto mis días y todas sus circunstancias. Sigue siendo una lectura íntima, pero no solitaria.

L., a pesar de ser un afanoso lector, no se había sentido nunca convocado por el ditirambo de críticas y discursos grandilocuentes que ha acompañado a la novela desde que fue publicada. Lo entiendo. Sucede con muchas obras, tanto se habla, tanto se escribe de ellas, que el cántaro de la curiosidad se rompe. Pero me encargué de recomponer ese cántaro, con paciencia y salivita logré que una tarde abombada de nubes fuese propicia para dejarnos ir por los tiempos en que “el coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Casi tres años pasaron desde que me lo propuse hasta que por fin pude entonar esas líneas en la acogedora incomodidad que nos ofrece el único mueble de nuestra casa. Después el Gabo se ha encargado de lo demás. Vamos por la mitad y como siempre esta vez tampoco quiero que termine.

En esta oportunidad la lectura me ha dejado sonando durante días el pasaje de la peste del insomnio. Contada mal y a las carreras la cosa es más o menos así: Rebeca, niña venida de nadie supo dónde ni respondiendo a qué desventuras, fue traída hasta la casa de la familia Buendía junto a su precario equipaje: ropas viejas, un mecedorcito de madera y un talego con los cloqueantes huesos de sus padres. Una madrugada, Visitación -que huyendo de alguna calamidad se había incorporado con su hermano a la casa de los Buendía- descubrió a Rebeca, abiertos los ojos en mitad de la oscurana, balanceándose en su mecedor y chupándose el dedo furiosamente. El hermano de Visitación se largó de inmediato del pueblo, en cambio la mujer se quedó porque supo que no podría huir más de su destino. Se trataba de la peste del insomnio. Al principio nadie cayó en pánico, todo lo contrario, José Arcadio Buendía celebró la posibilidad de no volver a dormir, calculaba que así le alcanzaría el tiempo para tanta cosa que quería hacer. Pero la vigilia venía acompañada de otro síntoma terrible: el olvido.

Al pasar de los días Macondo fue hundiéndose en el pantano de la desmemoria, en orden regresivo sus habitantes perdieron el recuerdo de lo aprendido, la certeza de lo averiguado y la experiencia de lo vivido. Como una enorme cobija que empezara a deshilarse desde la última fibra, se fue desliendo el ser de cada uno y en consecuencia el ser colectivo del pueblo entero iba también desapareciendo. Cuando se hicieron presentes las primeras evidencias de la amnesia, a alguien se le ocurrió identificar las cosas por sus nombres en trozos de papel, pero luego, con el avance inexorable de la peste, tuvieron que recurrir a la penosa tarea de colocar junto al nombre las cualidades o utilidades que significaban. Todos esperaban el momento en que aquella “realidad escurridiza” terminara de “fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”. Lo más desesperanzador pasó cuando Pilar Ternera, que de sana leía las cartas, se dedicó a leer ya no el futuro sino el pasado de la gente, y “los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes”. Todo prometía que Macondo acabaría siendo un pueblo de bobos, hasta la muerte. Pero una circunstancia contingente los salvó: un brebaje que trajo Melquíades, el gitano.

Memoria es humanidad

Somos nuestra memoria,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.

Jorge Luis Borges

Por supuesto que la facultad de retener el pasado es una suerte de superpoder que tenemos como animales; tanto, que sin ella pasaríamos de ser complejísimas máquinas biológicas a desvalidos especímenes sin gracia. Basta con detenernos a estudiar el comportamiento de alguna persona con mal de Alzheimer para, primero, sucumbir ante una pastosa tristeza y, luego, concluir sin mucho esfuerzo reflexivo que el ser humano es en estricto rigor la suma de todos sus recuerdos. Cuando nos quitan eso, solo queda el cuerpo como cascarón vacío, estorboso, al libre albedrío del mundo afuera. De hecho, la tristeza de los seres queridos de alguien con semejante destino acontece en gran medida porque, aunque no sea de forma consciente sino más bien intuitiva, se conduelen por la perversión de una muerte que no tiene el respeto de llevarse en un solo viaje materia y ánima.

Ahora bien, si convenimos que el ser humano es la suma de todos sus recuerdos, pensar la humanidad desde esta perspectiva puede conducirnos a la imagen ya no de una compleja máquina biológica, sino de un extraordinario sistema de piezas constituidas por experiencias y acontecimientos amalgamados en un engranaje de carnes; piezas que nunca pueden percibir el todo desde sus prácticas individuales, por más numerosas que estas prácticas sean. Es más o menos como detenerse en la idea de las luces de estrellas desaparecidas que aún encienden el firmamento anochecido. A pesar de que las bolas de fuego incandescente ya no existan desde hace mucho, el viaje del fulgor de sus descomunales combustiones nos alcanza y permanece en el espacio-tiempo que nos determina. Esta maravilla -que para algunos pocos no es más que un lógico proceso físico, y que al resto de mortales nos parece un evento poético- me ha ayudado a aproximarme, al menos desde su potencia metafórica, al siniestro milagro que es el género humano. La luz viva de incontables astros muertos es la memoria colectiva que viaja de padres a hijos, de un pueblo a otro, de una cultura a la vecina, incluso de una era a la siguiente.

La memoria humana, en el sentido más amplio del término, ha sabido hacerse sus propias vías de circulación. Los ritos de toda índole y tiempo, con sus conjuntos de ejercicios ceremoniales para oficiar el nacimiento y la muerte, la fertilidad de la tierra, la fecundidad del cuerpo, la sexualidad y la erótica. Las fiestas de celebración de dioses, eventos trascendentales y hazañas de personajes religiosos y heroicos. La edificación de monumentos y ciudades. Los saberes teóricos y prácticos. Las tecnologías. Las manifestaciones artísticas. El lenguaje a través del habla y la escritura. Esta desordenada y aparatosa numeración es mi manera cándida de intentar mencionar algunas de las formas para registrar, conservar y multiplicar lo que somos, incluso cuando dejamos de ser.

Digo escritura y acuden a mi mente, en vertiginoso ritmo, toda suerte de documentos y obras que el tren de la historia ha logrado recoger en su paso de siglos por la faz del planeta. Y debo anunciar que no me refiero estrictamente al canonizado registro de acontecimientos que perfilan el devenir de la humanidad, siempre desde los intereses y doctrinas de quienes han detentado el poder. Walter Benjamin se refiere a este respecto en su séptima Tesis sobre la filosofía de la Historia, en ella se pregunta para responder decididamente: “…Con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento”. Afortunadamente los eventos materiales e inmateriales que fundan nuestra memoria en no poca medida se han resistido a ser “purificados”, mutilados y encubiertos por el fuego de la censura preceptiva, y permanecen siempre como amenaza punzante contra el orden de las cosas, a pesar del costo de sangre y suplicio que ello ha supuesto para sus agentes. Es más que sabido que muchos libros que en su momento no pudieron ser publicados y que circularon por los resquicios del más absoluto secreto hoy resplandecen como llamas esenciales del conocimiento, la imaginación y la sensibilidad, no solo de las culturas en que fueron concebidos, sino de la humanidad toda.

Una de las cualidades más célebres de la memoria es que permite acumular experiencia. Y la experiencia en teoría debería ayudarnos a evitar, y de ser preciso combatir, aquello que en alguna oportunidad nos causó dolor, tristeza o desagrado. Pero la memoria no solo nos exige el cuido de la individualidad que somos, no tropezar dos veces o más con la misma piedra y todo eso, sino que ayuda a potenciar el instinto que nos lleva a asumirnos como integrantes de manadas y entender que es más probable superar los escollos del camino culebrero de la vida cuando trabajamos y velamos por el bien de la comunidad de la que formamos parte, y por tanto procurar además del bienestar propio, también como cosa fundamental, el bienestar del otro.

Humanidad en caos

La savia que alimenta la memoria del alma humana

casi está seca.

¿Morirá la memoria del alma humana?

Antonio Porchia

El pasaje sobre la peste del insomnio en la novela del Nobel colombiano me removió, toda vez que lo leí, sensaciones y emociones. Sin embargo fue apenas esta última lectura la que no ha dejado de percutirme el ánimo de las ideas. Me resulta inevitable establecer una alegoría entre ese episodio fantástico de Macondo y la realidad que hoy sacude la estabilidad política (en su acepción más filosófica) del complejo y abultado grupo de gentes que formamos la nación venezolana. Se me dirá que no es nada extraordinario tender un puente que conecte ambos panoramas, lo cual es bastante cierto, pues resulta que no se requiere de la sinapsis de tantas neuronas para proyectar en cualquier situación de caos los pesares que se ciernen sobre nuestro país. Pero es precisamente allí donde se presenta el reto, en ponderar con escrupulosa responsabilidad las particularidades que definen las semejanzas e incluso las disparidades sin sucumbir al análisis burdo, que tanto daño está haciendo por estos días, y para intentar aportar alguna lucecita a la negrura del túnel. No es fácil, reitero, pero me aventuro porque la inercia no es una opción.

Las preguntas que saltarán con intermitencia al entendimiento de cualquiera que intente acompañarme en la tarea de desentrañar esta alegoría, serán: ¿qué tipo de memoria es la afectada por la peste del insomnio?, ¿todos padecemos hoy en Venezuela semejante mal?, y si no es así ¿quiénes lo padecen?, ¿quiénes están mostrando innegables síntomas?, ¿quiénes y por qué trajeron la enfermedad?, ¿a quiénes conviene?, ¿quiénes son los que buscan soluciones para enfrentarla?, ¿quiénes prefieren entregarse a las “alternativas inciertas de los naipes” y cuáles serían esas alternativas en la crisis venezolana?, ¿así como sucedió en Macondo llegará un desenlace casual a librarnos de un destino funesto? Indiscutiblemente sería posible disparar muchas más interrogantes, todas interesantes, todas pertinentes, pero estas son en esencia las que sirven a mis propósitos y las que puedo medianamente abarcar a fines del presente texto. Obviamente no me será posible dar respuestas definitivas a las cuestiones planteadas, excede por mucho mis facultades, pero girar en torno a ellas desde una perspectiva crítica y sobre todo honesta es lo que vengo a ofrendar.

La situación venezolana coloca de frente dos grandes fuerzas, cada una constituida por diversidades e intereses múltiples. Por un lado los señores del capital, los dueños de los medios de producción, y por el otro el pueblo trabajador, parte de cuyos intereses están representados y en cierta medida garantizados por el gobierno del presidente Nicolás Maduro. En este punto es necesarísimo recordar que a partir de diciembre de 1998 se da un quiebre decisivo en la manera de hacer política acá en Venezuela, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de la República: el pueblo empieza a verse realmente incorporado a las tomas de decisiones y a percibir lo que por justicia históricamente le correspondía y seguirá correspondiéndole. Los mandatos de Chávez nunca estuvieron exentos de oposición, todo lo contrario, revísese la historia de la primera década del siglo xxi venezolano y será fácil destacar en las furibundas ofensivas contra aquellos gobiernos varias figuras de las que aún hoy permanecen tremendamente activas. Por tanto no es difícil colegir que no es esta la fuerza afectada de desmemoria. Los señores del capital recuerdan con más energía que nunca cuál es el enemigo y por qué. No dude, sacan brillo constante a sus árboles genealógicos, a las relaciones entre familias a través de sus sociedades económicas y siguen identificando con el mismo fuero al enemigo de sus intereses. Es el pueblo consciente y organizado ese enemigo, sencillamente porque el pueblo consciente y organizado es quien tiene el poder para socavar y debilitar la estructura del sistema que les da plataforma, esa plataforma erigida gracias al sudor, cerebro y músculo del pueblo todo (consciente y no). La cruenta guerra económica actual, puesta en marcha hace casi tres años, lo demuestra.

De tal manera que la memoria afectada parece ser la de un sujeto político en concreto, sería posible decir que aquello que se emborrona son los fundamentos que dieron sentido y origen al chavismo como reinterpretación de las tradiciones revolucionarias de los Sures. Esto quiere sugerir que lo que se está viendo vulnerado por la peste del insomnio es el discurso que trama nuestra historia a partir de un devenir emancipatorio enraizado en los ideales bolivarianos, pero también y sobre todo en las lógicas de las luchas antisistémicas protagonizadas por las clases desposeídas. Este sujeto está conformado tanto por parte del pueblo (las llamadas bases) como por los cuadros que han asumido cargos de poder dentro del gobierno (el buró político-militar). Es preciso apuntar que el diálogo cotidiano con amigos, compañeros de faena, transeúntes ocasionales, el conocimiento de experiencias organizativas efectivas, la lectura de artículos de enfoque analítico y de ciertas noticias me llevan a decir con cierta seguridad y esperanza que no todos quienes integran este sector están contagiados con la peste que desdibuja la memoria que prefiguré.

Los síntomas son de mayor alcance y se hacen notorios en actores del alto gobierno cuando les cuesta demostrar con hechos los valores que dicen defender, cuando ciertas decisiones que se ven “obligados” a tomar se asemejan más a las prácticas que históricamente han convenido a la derecha reaccionaria y cuyas consecuencias impactan directamente contra los intereses de las grandes mayorías: la corrupción grosera y descarada que hace imposible la ejecución de medidas de control en su momento anunciadas y explicadas hasta la saciedad como respuestas coyunturales; la ineficiencia tan nociva en las estructuras gubernamentales, encarnada en funcionarios flojos o incompetentes que regentan sus puestos de trabajo desde la IV República, pero también muchos de los cuales han sido incorporados por nepotismo e irresponsabilidad en esta joven República que vivimos; el desacertado juego político que se evidencia en un ajedrez de reducidas piezas, ancladas o movidas de una casilla a otra y de esa otra tantas veces de vuelta a la misma, aunque tales piezas lleven largo tiempo dando claras muestras de que deben salir del tablero; la anulación y ahogo sistemático de los cuadros medios y de, aun peor, figuras políticas emergidas desde las bases, por temor o celo de enfrentar cambios que refresquen los objetivos que pusieron en marcha el proceso revolucionario; la tibieza de unas líneas económicas que no terminan de enrumbar el destino de la nave hacia un derrotero verdaderamente socialista, que no termina de permitir el empoderamiento de los medios de producción al pueblo organizado, y que muchas veces hace visible la preferencia por el “pacto” con los señores del capital nacional y extranjero como estrategia para “estabilizar” la nave en mitad de un mar picado, paradójicamente, por esos mismos señores; los personalismos que tributan al ego, sempiterno enemigo del bien común.

Pero no solo pervive un cuadro sintomático en las figuras de liderazgo del chavismo. Sería absurdo y contraproducente ocultar que en nosotros, el pueblo llano, ha venido a hacer su importante cuota de estragos la perniciosa peste: el quebranto de la ética socialista en ese abultado grupo de raspadores de cupo y bachaqueros, que amparados en las facilidades y beneficios que ofrece el Estado venezolano no han tenido miramiento en desangrar las arcas de la nación y el presupuesto de sus compatriotas, accionando como catalizadores de la fuga de divisas y debilitando la economía del país; la apatía cuando de asumir la responsabilidad como sujetos políticos se trata, ya sea para sumarnos a las iniciativas existentes de organización popular o para idear mecanismos nuevos que coadyuven al control y resguardo de los objetivos alcanzados, pero también al diseño de estrategias para andar los múltiples caminos que faltan; la abulia ante el compromiso indiscutible de la formación intelectual que permita el tejido de nuevos discursos para edificar contrahegemonía, cediendo de modo fácil y complaciente a los dispositivos de seducción y estupidización del gran capital.

No me parece necesario detenerme más que algunas escasas líneas en mencionar a aquellos que como el hermano de Visitación salieron huyendo ante el panorama calamitoso y miran desde las brumosas lejanías, seguramente con nostalgia, el acontecer de su patria. Solo diré que no es mi intención justificarlos ni juzgarlos, mi interés se centra todo en quienes permanecen haciendo frente al candelero; pero recordaré que en la historia fantástica este personaje regresa después de muchos años, cuando ya Macondo ha superado la peste, y la gente lo recibe sin reproches.

Retomando: esta peste favorece a los enemigos del pueblo, cuya memoria, lo dije líneas arriba, se mantiene incólume y luminosa. Un pueblo de bobos, comandado por un grupo de esbirros también bobos, es lo más conveniente para mantener la maquinaria del sistema trabajando a todo vapor. Es pues el mismo sistema, a través de sus comisarios, quien nos ha venido inoculando esta peste endemoniada. En este capítulo se trata de la familia Mendoza y sus Empresas Polar con todo y sus propagandas de cursi factura, la Cadena Capriles, algunos sectores de la Academia, la Iglesia, la Banca privada, los terratenientes, las corporaciones farmacéuticas, los generadores de contenidos de difusión masiva, y en general, como he venido nominando desde hace un rato, todos los dueños y señores de los medios de producción, sea cual el sea el producto que venden, material o inmaterial, por minúsculo e inofensivo que parezca; de los cuales, huelga decir, nos han hecho vergonzosamente dependientes.

Es cierto que no han encontrado un enemigo fácil. Casi dos décadas de actividad bélica, de toda índole, contra este pueblo parado habla del tamaño de su dignidad. Así como en la novela del Gabo la familia Buendía ideó maneras de responder a los embates de la peste y se negó a resignarse a las miserias que prometía la desmemoria, el pueblo venezolano consciente ha identificado y definido los símbolos y valores que no se deben perder en las miasmas del olvido. Dice el narrador en Cien años de soledad que en el afán de los insomnes por resistirse a la peste, cuando empezaron a marcar todas las cosas con letreros, “en la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decíaDios existe”, esos parecían ser los absolutos más caros de recordar para aquella comunidad. Yo estoy segura de que en un sentido figurado nosotros estamos haciendo lo mismo, hemos colocado para nosotros y para el mundo un gran anuncio que dice Venezuela, y otro enorme que grita Pueblo libre.

Lo hacen todos los días las madres y padres trabajadores que a pesar de la maldita situación son ejemplo de lucha para sus hijos; lo hacen los obreros y obreras que no dejan de trabajar en lugar de someterse a los espejismos que ofrece el bachaquerismo y otras artimañas; lo hacen los funcionarios públicos con ética y compromiso, que asumen sus empleos para servir al pueblo y no para enriquecerse ilícitamente y a sus costillas; lo hacen quienes se juntan en el gesto solidario de intercambiar y compartir, muy lejos de los cochinos fines lucrativos; lo hacen los trabajadores intelectuales desde sus diversas áreas cuando ofrecen sus disertaciones y análisis para el entendimiento de todos y no para una reducida cupulilla de apolillados catedráticos; lo hacen los campesinos, vaya cómo lo hacen nuestros campesinos, labrando la tierra y ofrendando con imperativa ternura lo que saben, lo que son; lo hacen los niños del pueblo, todos los niños del pueblo, que ante la adversidad se mantienen sujetos rabiosamente al derecho inalienable de ser niños y a sonreír a pesar del horror; lo hacen todos los que hacen lo que tienen que hacer, sin requiebros a la razón y la ética. Porque a pesar de las semejanzas que esta situación guarda con el pasaje de la peste del insomnio que azotó a Macondo, a nosotros no llegará ningún fulano Melquíades, ni gitano, ni nada, a salvarnos con un fantástico brebaje. A nosotros nos toca más duro e incluso es posible que la vida de generaciones completas se nos vaya luchando contra esta y otras pestes, en el intento legítimo de lograr la soberanía y el mundo que soñamos.

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