Los duendes existen

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Una colaboración de Stephany Paipilla/Barrancópolis

Prolegómeno para Guatemala: la siguiente narración es el resultado de un estudio etnográfico de la antropóloga colombiana Stephany Paipilla. Es interesante cómo la tradición oral de Colombia tiene elementos coincidentes, en este caso, con las leyendas guatemaltecas del Sombrerón y el Cadejo. Se debe a que la evolución de nuestros mitos es resultado de un enlace sincrético de leyendas ibéricas con otras de origen prehispánico. Pero en Colombia y Guatemala —y seguramente en todo el mundo— la ciudad y la modernidad, parecen anular el influjo mágico de estas criaturas. Siempre que alguien cuenta un aparecimiento de tal naturaleza este ha ocurrido en pueblecitos rurales, en la montaña, en localidades con vestigios coloniales o antiquísimos, en parajes alejados de la mano “civilizadora” mal llamada occidental. Mi amigo Jonathan Salazar –incrédulo siniestrado— me contó de su parcial contacto con el Sombrerón, una noche de tormenta diluviana en la que rebuznaban muchos asnos. Había jurado que el día que presenciara un encuentro sobrenatural saldría en medio de la oscuridad para cerciorarse del fenómeno in situ. Pero no sería esa vez en Chaculá —poblado recóndito de Huehuetenango—, acompañado del Cadejo (así lo apodamos), Brenda y Sarahí. Afuera del cuartito de adobe la tormenta, los burros cantando y un rasgueo de guitarra acompañando una canción ininteligible. « ¿Qué es esa eso?», preguntó el joven Jonathan al grupo que se hacía el dormido. «El Sombrerón…», respondió el Cadejo, con una voz invadida por el miedo. ¿Quién sino el duende iba llevar serenata a estos capitalinos en medio de una tormenta? Salazar abandonó la idea de asomarse a la ventana minúscula del cuarto.

Entre las montañas y los ríos están los duendes… Aunque pueden seguir a una persona a su casa, existe una relación directa entre el duende y los lugares frondosos donde abunda el agua.

En el municipio de Sandoná, al sur de Colombia, existen los duendes. Son particulares de ciertos lugares como El Huilque (caída de agua que divide Sandoná de la Florida), La Buitrera (cañón de Santa Bárbara donde abunda el níquel, los buitres y los cóndores) y el río Chacaguaico.[1]

Hay un duende negro y uno blanco, son ángeles resabiados, solo que uno hace cochinadas y el otro deja regalos a la persona de la cual gusta. «El duende es un ángel desobediente que mi dios lo castigó y lo dejó así por rebelde. Debe ser uno un ángel y el otro el diablo»[2] —me dice doña Emma en La Tulpa—. Ambos duendes se enamoran y son caprichosos a la hora de escoger: prefieren nombres como José, Juan, Rafael, Segundo y Tobías; a ellos el duende blanco les deja regalos: frutas, pescados y postres, que algunas veces roba o que algunas otras son una simple ilusión. Hay también duenda, la cual es parecida al duende blanco, ángeles de piel blanca con hermosas vestiduras.

Al duende le gusta jugar con la mierda y hacer obsequios: si se enamora de ti, te regala objetos preciosos; si te odia, mierda. El que se encuentra con un duende queda enduendado; la sociedad que lo rodea desaparece, solo queda el duende y la locura. Las personas que rodean a los enduendados suelen verlos acumulando obsequios malolientes, mientras que ellos piensan que son objetos valiosos a conservar.

Pero no todo es demencia, también se puede ver al duende y salir ileso del encuentro. Si no odia ni gusta de una persona solamente le hace jugarretas: cambia los objetos de lugar, los esconde y los hace aparecer horas después. Enreda las crines de los caballos y los pelos del choclo,[3] al igual que a las personas que no son curadas del enduendamiento. Estos suelen aparecer en los ríos, ahogados o enredados entre juncos en los bosques.

En las épocas en las que era común pescar en el río, los Guerrero vieron los duendes jugando en el Chacaguaico…

Yo he sido pescador y me iba a pescar por allá lejos por esos ríos. Aquí cerquita, nos fuimos con un hermano y engrampamos como 60 anzuelos; en esa época vivía mi papá, y los pescados más grandes eran para mi papá. Fuimos a hacer una alzada[4] a recoger los anzuelos y empezaron a caer piedras, y nos mojaban.

—Vámonos —me decía mi hermano—.

—Espérate que es el duende; ese no hace nada.

Y sacamos unos e hicimos un rancho. Juntábamos leña para hacer tinto, una olla, una escopeta, y cuando llegamos después de la primera alzada el fuego estaba apagado, las brasas estaban floreadas[5] (regadas por todos lados). No estaba la tula, la olla y la escopeta. Nos fue bien, hicimos tres alzadas. Nos fuimos y al otro día nos fuimos por los anzuelos y estaba todo como lo habíamos dejado. El duende no es tan malo. (Pedro Guerrero 2016, 25 de febrero. Entrevista vereda Mundo Loma.)

Mientras que doña Marcia, nativa de Paraguay, solía ver duendes en las áreas de bosques frondosos que había en los años cuarenta, en la parte baja del corregimiento:

Yo los vi en unos bejucos, a ellos le gustan los árboles. Antes eran unos árboles grandotes, porque había unos de cascarillo, balso, de ese otro guayacán, y ahí les crecían unas cuerdas de bejuco donde le gusta maquearse[6] al duende. (Marcia Cabrera de Cabrera 2016, febrero 12. Entrevista corregimiento Plan el Ingenio)

Como sus antepasados y coetáneos, el duende y la duenda gustan de la música. El duende muchas veces puede oírse entre el sonido del agua y el susurro de los árboles. Son músicos empedernidos que mezclan los ritmos de las guitarras españolas con los bombos indígenas.

En la actualidad no es tan común ver al duende debido a la disminución de bosques por la expansión agropecuaria, la construcción de vías y la sesión de baldíos a familias campesinas. «Con la carretera y acabándose los bosques, se han alejado» —dice doña Marcia—. Pero de que los hay los hay… Cuando me encontraba en El Ingenio, al vecino de don Marino lo había atacado el duende en Yambinoy recientemente. Su historia narra la conexión entre las vacas y el pequeño ser:

El duende sí existe, ¿ustedes no conocen la historia del muchacho de Alto? Ese muchacho vivía en Yambinoy y estaba jugando, cuando pasó una muchacha y lo llamó.

Tenía por ahí seis años. Se fue detrás de la señora y desapareció.

Duramos cuatro días buscándolo. Y trajeron un señor que quitaba el duende, cantaba el Canto de las vacas y grite y grite. En la noche dejamos de buscarlo, nos tocaba pasar por unos rastrojitos. Después de cinco días, alguien lo encontró sentado en una piedra. Y decía: « ¿Y mi tía para dónde se fue?».

Era la duenda; y bien alentado que estaba, no le hizo nada sino lo embolató [7]. Y luego encontraron otro en la chorrera, pero a ese sí lo mató. Lo encontraron en una chorrera[8] enredado en unos bejucos. (Marino Guerrero 2016, 28 de febrero. Entrevista corregimiento Plan Ingenio.)

Para “quitar” al duende tiene que traerse a alguien de lejos. El secreto lo tienen en Putumayo… ni los sacerdotes católicos han podido repeler a esta criatura.

Don Pedro, quien además de agricultor es médico homeópata, dice que sacar al duende no es su especialidad, pero ha oído que la sangre de oveja negra es lo que se utiliza, o como cuenta don Marino, el canto de las vacas.

El duende es una de las mitologías que mantienen los vínculos entre los habitantes de los corregimientos y el paisaje. Tanto los duendes como las montañas-santos, se enredan en el tiempo para dilucidar el cambio y la relación de los campesinos con el paisaje. Con el duende, además, pude ver cómo los sandoneños tejen una red con el Putumayo a través de la medicina, como alguna vez lo hicieron como quillacingas[9] en el intercambio entre el Guaico[10] y la selva. Las relaciones entre los campesinos y el paisaje no solo se dan a través de la articulación de organismos vivos, la ontología campesina se nutre de la percepción sensorial, la práctica de la agricultura y de su tradición oral.

[1] Río longitudinal que separa los municipios de Sandoná y La Florida en el departamento de Nariño, Colombia
[2] Emma Morales 2016, 8 de febrero. Taller Santa Bárbara
[3] Choclo: maíz.
[4] Alzada: pesca con red.
[5] Floreadas: leños o ramas regadas por todos lados.
[6] Maquearse: balancearse.
[7] Embolatar: confundir, atontar.
[8] Chorrera: caída de agua.
[9] Pueblo prehispánico que habitó esa parte de los Andes. Se les reconocía como un pueblo beligerante.
[10] Tierras de zona cálida con cuyos habitantes intercambiaban productos los pobladores de las tierras altas, selváticas y costeras. Con sindaguas, barbacoas y tumacos, los quillacingas cambiaban la hoja de coca por conchas como parte del intercambio entre el Guaico y la costa para la elaboración del mambe (medicina natural derivada de la hoja de coca).

Imágenes de Camilo Villatoro, agosto 2016

Publicado en La Hora
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