El Bronx bogotano

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El libro ‘El Bronx: la revelación del inferno’ es una serie de historias y crónicas publicadas en ‘El Tiempo’ que narran la historia de uno de los sectores más peligrosos de Bogotá. Compartimos un lúcido reportaje sobre la negligencia y el olvido del estado que le permitió, durante años, prosperar.

POR YOLANDA GÓMEZ

La escena de policías corriendo por la calle a plena luz del día entre los transeúntes y portando fusiles de asalto alarmaría en cualquier ciudad del mundo. En Bogotá, en el entorno del Bronx, considerado el mayor centro de tráfico de armas y drogas del país, esta imagen se ha vuelto parte del paisaje. Mucho más desde que en septiembre pasado un policía fue asesinado durante un operativo en el lugar, y menos ahora que la Policía acaba de descubrir, gracias a una interceptación telefónica, que en el Bronx le han puesto precio a la cabeza de los policías que osen entrar a la zona. “Ofrecen 20 millones de pesos por cada hombre asesinado”, confirmó el comandante de la Policía, general Luis Eduardo Martínez.

¿Por qué una cuadra de escasos cien metros de largo es el lugar más inexpugnable de la ciudad, al punto de que la Policía solo ingresa en comandos de asalto de no menos de trescientos hombres?

En cada operativo se dividen en cuatro grupos de unos setenta hombres. El Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), con escudos y los chalecos protectores; el Grupo de Operaciones Especiales (Goes), con fusiles de asalto; la Policía uniformada y los hombres de la Sijín (Policía Judicial), que, además de sus armas de dotación, portan guantes de látex y llevan bolsas de plástico. Son los sabuesos. Junto a los fusiles de asalto, los hombres del Goes cargan terciadas a la espalda tenazas de más de un metro de largo, varas metálicas con punta, barras o picas de las que usan los obreros de la construcción para romper piedra y pavimentos y cilindros metálicos llamados “rompedores”, de unos veinte kilos de peso. Tanquetas y camiones hacen parte del arsenal.

Vista en el mapa, lo que se denomina la calle del Bronx es una “hache”, conformada por la carrera Quince Bis, entre calles Novena y Décima, la calle Novena A, entre carreras Quince Bis y Quince A, y la carrera Quince A, entre calles Novena y Novena A. Está a una cuadra de la dirección de reclutamiento del Ejército y a dos de la Policía Judicial y del comando de la Policía Metropolitana. Siete cuadras al oriente está la sede de la presidencia de la República, en la zona más custodiada del país. Estos tres pequeños tramos viales, en torno a los cuales no hay más de 55 casas y locales comerciales, hacen parte del barrio Voto Nacional, que debe su nombre a la iglesia de estilo grecorromano en la que Colombia fue consagrada al Sagrado Corazón de Jesús a comienzos del siglo XX. Cuando se construyó el templo —a una cuadra de lo que hoy es el Bronx—, se hizo como un voto para pedir el fin de la Guerra de los Mil Días.

Ese es el entorno del que la Policía considera emporio del bazuco, una de las drogas más depredadoras entre los alucinógenos, que se fabrica con los desechos de la cocaína y que en Bogotá tiene esclavizados en la adicción a unos nueve mil habitantes de la calle, dos mil de los cuales viven en el Bronx.

Para entender el despliegue de fuerza de la Policía hay que entrar al Bronx. El acceso por la calle Novena, en el oriente, está bloqueado por una malla metálica, de las mismas que usan las autoridades para contener público en manifestaciones y conciertos. Una valla ilegal, que ningún particular puede utilizar para cerrar una vía pública, pero que en el Bronx es la primera advertencia de que se ha llegado a un territorio prohibido para cualquiera que no sea reciclador, consumidor de droga o administrador y dueño de los negocios ilegales que reinan en el lugar.

Una vez se retira la malla, los policías se sumergen en un laberinto formado por carretas, muebles, montañas de materiales reciclados y cambuches que esconden caletas de drogas, armas, licor adulterado y dinero, que no siempre aparecen en los allanamientos. De todos los rincones empiezan a aparecer hombres vestidos con ropas mugrosas, pero algunos calzando zapatillas deportivas de última moda. Son las nueve de la mañana. A esa hora ya está abierta la zona de comidas —se sirve en pedazos de papel—, que despide un olor nauseabundo que hiere la nariz y se pega a la ropa. Los que se ponen en pie avanzan como si cargaran pesas en los pies. Otros siguen desgonzados sobre cartones y trapos viejos. Modorra del bazuco.

Son los habitantes del Bronx que, a regañadientes, atienden la orden de salir, mientras se hace el operativo. “Queremos fumar y necesitamos reposo”, reclama un hombre con voz desafiante, mientras otros tosen y se mofan. Lo primero que se extraña son los andenes, invisibles a primera vista. Solo cuando los hombres del Goes empiezan a remover sofás, poltronas y bultos de materiales, aparecen atravesados por parales de madera y metálicos que sostienen cambuches. Es la segunda invasión del espacio público en el lugar. Las vigas están adheridas a las aceras con cemento y concreto.

El 28 de septiembre pasado, cuando la Policía llegó, un obrero terminaba de techar uno de los cambuches más elegantes de la cuadra: metálico y bien asegurado al piso. “Hacía cuatro meses no conseguía nada y hace una semana me ofrecieron treinta mil pesos diarios por el trabajo”, se justificó el trabajador ante el agente que lo interrogó. Hay cambuches de dos y tres pisos coronados por terrazas desde las cuales se divisa el vecindario: tejas de zinc les sirven de sombrero. Las llaman “torres gemelas”. Los techos están convertidos en depósito de frascos de pegante bóxer, uno de los alucinógenos más comunes entre los habitantes de la calle. Desde este punto se pueden observar los frentes del segundo y tercer piso de las casas. Predominan los ventanales con los vidrios rotos cubiertos de plástico y las paredes ahumadas, cruzadas por decenas de cables de contrabando de energía. Lo que hay detrás de esas ventanas siempre es un misterio para la Policía, que les teme a los delincuentes que puedan estar agazapados y disparar desde el rincón menos esperado.

Para llegar hasta el interior de las casas, los policías deben levantar bultos, voltear sofás, sacudir cajones y canecas y desocupar costales repletos de cualquier cosa que hayan desechado los bogotanos. En el proceso aparecen cuchillos, botellas de licor adulterado, navajas, pero, sobre todo, bazuco y marihuana. No importa la cantidad, para los policías es apenas un premio de consolación. Cifras extraoficiales dicen que en el Bronx se mueven al día no menos de setenta millones de pesos por venta de bazuco al menudeo. Los cambuches son, precisamente, puntos de venta.

En el cruce de la carrera Quince Bis con calle Novena A, ombligo del Bronx, una joven aguarda, expectante, detrás de un puesto de venta de dulces y cigarrillos. Llegó a las ocho de la mañana, una hora antes del operativo. Dice que lleva ocho años en el mismo trabajo. En el lugar hay una mesa cubierta con calcomanías de Homero, el de la serie de televisión. “Si yo tuviera un empleo, hace rato me hubiera ido de aquí”, responde la mujer a la pregunta de qué hace en el Bronx. “Yo no le creo. Esto es muy rentable”, le dice un agente que contempla la escena mientras cumple su papel de vigilante, y que sabe que Homero, en el Bronx, es una de al menos cuatro marcas de bazuco que mandan en el lugar.

Detrás de estos locales empotrados en los andenes están las casas. Todas las ventanas de los primeros pisos están selladas con ladrillo. En la mayoría, las placas de nomenclatura han desaparecido. Predominan las rejas tipo comercio y las puertas metálicas y con cerraduras soldadas. Es aquí donde las picas, las barras y los rompedores de los hombres del Goes entran en acción. Si hay suerte, en el sitio donde estaba un sofá o una poltrona aparece una baldosa fuera de lugar. El sonido hueco tras un golpe con el rompedor avisa sobre la existencia de un piso falso: encuentran una caleta.

Rara vez, la Policía se topa con un mandamás del Bronx, aunque este año ha hecho 744 capturas, de las cuales 244 eran delincuentes con orden judicial. Pero mantienen la presión: en cuatro años han hecho no menos de sesenta operativos. “Es la única manera de contener este polvorín social”, dice un oficial mientras observa con incertidumbre el caos que lo rodea en el Bronx y da la orden de retirada a sus hombres.

En cuanto la Policía abandona esos cien metros que componen el lugar, vuelven los recicladores, los adictos, los jíbaros y nuevas dosis de droga para reponer las decomisadas. Mientras la invasión del espacio público y los drogadictos y habitantes de la calle sigan sirviendo de escudo, las mafias seguirán campantes e impunes con un negocio que trafica con la miseria humana. “Usted no se imagina, esto es degradante. Ver niñas de colegio, uniformadas, que llegan a fumar marihuana y a tomar trago. Un viernes o un sábado, son cuarenta o cincuenta, bien vestidas. Niñas de su casa, aquí, metidas. Me lo imaginaba, pero verlo acá, es impresionante”, contó el obrero que estuvo una semana en el lugar.

Pero el lunes de la semana pasada, la imagen de más de cien niños y jóvenes escabulléndose en estampida del Bronx, donde fueron sorprendidos en medio de otro operativo, no generó ninguna reacción social. Así ha sido durante dos décadas. Es por esa razón que si un lugar en el mundo simboliza la desidia y el abandono del Estado, la indiferencia y la negligencia de los ciudadanos, y el cinismo y la desvergüenza de los delincuentes, todo al mismo tiempo. Esa es la calle del Bronx, en el corazón de Bogotá.

Publicado en Revista Arcadia
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