La poesía y la palabra de Pablo Díaz, sobreviviente

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Dedicado a Claudia

Hoy

me he quedado inmóvil observando en el recuerdo

el beso que se estrellaba en el muro.

Flor o acero. Ni ángel ni desángel.

Sólo la verdad desnuda.

La voz es un reclamo de amor y un instante duro.

Pero las manos no pierden el momento de tus manos.

¿dónde estás, en qué tiempo, en qué mundo te encuentro?

¿Hasta dónde estiro la mirada para verte?

Si me dieras una señal, el próximo 31 de diciembre

me llegaría hasta vos.

No creas que no te busco, no me olvido,

pues no hubo adiós; nos dijimos hasta luego.

Por favor, que las aguas del mar te traigan hasta mí.

O la soledad del otoño,

o las flores de la primavera.

Como quieras.

Pero no dejes de volver a lo que soñamos.

Si no es conmigo, ojalá que igual estés en paz.

¿Te acordás?

Habíamos quedado en ir de vacaciones

o de juntarnos todos los chicos a tomar cerveza.

Pero estoy solo, ni vos ni ellos han vuelto.

Y yo camino mirando a ver si los encuentro.

Me junto con sus madres, padres, hermanos,

tíos, amigos,

y no sé qué decirles, ¿dónde están las palabras para ellos?

Todavía no he aprendido a no desafinar,

¿y las idas a las villas?

¿Qué es esto de sobreviviente? ¡Por favor!

Que algún día los encuentre.

Pablo Díaz


El amor en los tiempos del cólera

No hay muchas formas de calificar una historia si su síntesis incluye a patotas de canas encapuchados y armados como para combatir a un asesino serial que circulan por las noches las calles de un barrio amenazando a familias y arrancando de sus casas a pibitos de 16, 17, 18 años; que los llevan con los ojos vendados a diferentes depósitos de hombres y mujeres de ojos vendados en donde los torturan con electricidad, patadas y piñas, o les arrancan uñas de los dedos del pie, o los violan, o los someten a simulacros de fusilamiento; que los tienen así meses enteros, comiendo mierda, extrañando la ducha, perdiendo la razón, hasta que los borran del mapa para siempre. Una historia como esas no cabe en otra sección que no sea la de terror, y casi que la categoría le queda chica. Pero los hechos son multidimensionales y polifacéticos, y nunca falta alguien que aporta otra mirada. Como Pablo Díaz, que está convencido de que la suya fue una “historia de amor”.

El cuerpo y la mente de Pablo tienen cicatrices de esa historia que le atravesó el cuerpo, la de la Noche de los Lápices. Él fue uno de los diez pibitos –militantes, sí; estudiantes secundarios, sí; pibitos, al fin, porque “¿alguna vez te detuviste a mirar bien la cara de un chico de 16 años?”, pregunta Pablo– “chupados” en aquel septiembre durante una de las tantas cacerías que la Bonaerense desplegó por La Plata a lo largo de la última dictadura cívico militar y uno de los pocos que recuperó su vida. No solo su libertad, porque cuando quienes no lo hicieron permanecen desaparecidos, hablar de recuperación de libertad suena a moco de pavo.

Y hoy, a 40 años de esa noche –que fueron muchas–, el tipo, cincuentón, habla de amor.

¿Cuántos años son 40 años? ¿Cuántos años, cuántos días, cuántas horas, si nos propusiéramos medirlos en hechos memorables, en “pasos dados”, en recuerdos? Los últimos 40 años de la vida de Pablo suman una pila de ellos: un puesto consolidado en una influyente empresa de energía, hijos, una compañera, vacaciones varias, risas en familia, algunos períodos de estrés. Pero cuando se le pregunta por la Noche de los Lápices, la pila se hace polvo, las canas que entrecubren su cuero cabelludo recuperan el tinte morocho; la barba, también blanca, desaparece y sus ojos regresan a aquel septiembre de 1976. Tenía 19 años. Avanzó hasta sus 59 actuales desde la carne y los huesos; su sombra, en cambio, quedó atrapada en el Pozo de Banfield, en esa minicelda que fue su todo durante varias semanas, en donde quedó para siempre Claudia, así a secas, como él la nombra.

“La Noche de los lápices se ha convertido en una historia de amor inevitable, por más de que uno no quiera que sea así porque crea que tiene que tener una instancia más política partidaria. Imposible evitarlo: el amor de los estudiantes secundarios, el amor entre Claudia y Pablo”, dice Pablo. Confiesa que aún le preguntan los chicos en las charlas –porque desde hace mucho tiempo recorre colegios secundarios hablando de la Noche de los Lápices– si extraña a Claudia.

Claudia es María Claudia Falcone, esa delegada del Bellas Artes platense que la película de Héctor Olivera –basada en testimonios de Pablo– inmortalizó como una tierna líder que enseñaba a leer a los niños pobres de La Plata, se enfrentaba con sus padres en defensa de sus ideales, que conducía una asamblea de adolescentes fervorosos, rosqueaba el boleto estudiantil gratuito y cantaba bellamente “Rasguña las piedras” entre la mugre de la cucha en la que la tenían encerrada en el Pozo de Banfield. Allí, en el encierro y el “minuto a minuto” del centro clandestino de detención, Pablo se enamoró de ella.

“No sé de qué, pero me enamoré de ella en el Pozo”, reconoce Pablo, que trasladó ese amor al guión de la película que difundió su secuestro y el de sus coetáneos y dotó a su intérprete –Alejo García Pintos– como un joven que se derretía cada vez que miraba a su enamorada, que la iba a buscar al colegio, que la cuidaba en el secuestro, que la consolaba y, ya liberado de la venda, gracias a la compasión de un interesado guardia que desde entonces negociaba su imposible inocencia, la veía por última vez y la invitaba a salir. Se aferró de ese último sentimiento y se valió de él para atravesar su supervivencia entre tanta muerte.

Porque Claudia está desaparecida como el resto de los chicos con los que Pablo compartió cautiverio en el Pozo: María Clara Ciocchini, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Francisco “Panchito” López Muntaner y Daniel Racero. Todos militaban en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), que dependía orgánicamente de Montoneros. Pablo simpatizaba con la Juventud Guevarista. Gustavo Calotti, Patricia Miranda y Emilce Moler —ella también era militante— completan las víctimas. Como Pablo, ellos tres sobrevivieron.

Pablo recuerda a su enamorada desde el amor, en medio del horror. “No sé de qué me enamoré, o me enamoré de varias cosas: me enamoré de su ayuda y de mi ayuda en las charlas que teníamos pared de por medio. La sentía fuerte y eso me daba fuerzas; me enamoré de ella en el grito de que no la olvidara”, intenta explicar, y recuerda: “Pedí verla por última vez, estaba desnuda, le dije que ella también iba a salir”. Eso fue cuando le informaron que salía. “Decidieron que vas a vivir”, le dijo una mañana un milico en una oficina del Pozo de Banfield. Era diciembre de 1976. De ahí, lo trasladaron al Pozo de Quilmes y de allí a la comisaría tercera de Valentín Alsina, el último centro clandestino del que sobrevivió. Generaliza el “juramento” que hizo hacia “todos” sus compañeros que quedaron en el Pozo, pero sus ojos revelan que su “obsesión única, egoísta y personal de sacarlos de ahí, de hacerlos trascender” fue hacia Claudia.

Pablo “reapareció” en febrero de 1977 como preso político y encerrado en la Unidad penitenciaria número 9 de La Plata, un destino que en un primer momento maldijo. Es que de veras él suponía que sus compañeros de encierro correrían su misma suerte, esa de la que protestó al principio. “Yo maldije estar en la cárcel y los maldije un poco a los chicos, porque pensé que los habían liberado y habían vuelto a sus casas. Yo quería volver a mi casa y en lugar de eso me habían mandado a la cárcel, sentía una profunda sensación de injusticia”.

La primera visita que recibió fue la de su hermana, a quien le encomendó que fuera a ver a Claudia y le dijera que él estaba bien. Imaginaba a su enamorada a salvo. Le escribía cartas, le escribía poemas. La hermana de Pablo cumplió con su pedido y fue hasta la vivienda de los Falcone. Fue el primer vínculo de esa familia con su hija desaparecida desde que había sido secuestrada en septiembre de 1976. “Claudia no volvió a su casa, Claudia no está, me dijo mi hermana. Entonces, entendí que yo era el único que había escapado de la muerte”, reconstruye Pablo. Tiempo después, mientras cumplía años de encierro, se cruzó con el coronel retirado Carlos Oscar Sánchez Toranzo, quien le confirmó que “a los pibitos de la Noche de los Lápices los fusilaron en el sótano del Pozo”.

Estuvo en una celda de la 9 hasta diciembre de 1980. En 1982 se enlistó para ir a la Guerra de Malvinas porque le “había pintado el nacionalismo” y “estaba mal”. Con el advenimiento de la democracia se puso en contacto con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y contó por primera vez todo el horror. El amor seguía adentro suyo y “se transformó en lucha”. Después de la Conadep vino el Juicio a las Juntas. Y luego el libro y la película. “Los saqué del pozo, los devolví a la vida para siempre”, considera, tranquilo.

En carne y hueso, avanzó: volvió a militar y abandonó; conoció a una compañera, tuvo hijos, consiguió un trabajo: “vivo, me compro cosas, viajo”. A lo largo del camino, descubrió que mejor era hacerse amigo de las sombras. “Las charlas con los pibes me ayudan porque puedo volver sobre mis recuerdos, recordar a los ausentes. Me ayudan a salir del encierro que significan esos recuerdos para mí. Porque en realidad todas las noches son la Noche de los Lápices”.

Publicado por Revista NAN
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