César Tiempo entrevista a Hipólito Yrigoyen: Un reportaje de ultratumba

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Fuente: La Opinión Cultural – Domingo 11 de marzo de 1973, pág. 11.

Golpeamos con los nudillos en la puerta de su amagatorio y sale a recibirnos él mismo. Lo primero que llama la atención es su corpulencia, que recuerda la de José Hernández. Después los ojos, de un color semejante a una disolución concentrada de sulfato de cobre, la frente alta y apenas combada, las manos pequeñas, las sienes abiertas, las cejas largas y descuidadas, el bigote ralo, la barbilla redondeada en los ángulos, profundos los arcos cigomáticos y, conformando el todo, una máscara de rasgos curiosamente orientales cuya procedencia es inútil rastrear en un mundo promiscuo como el que heredamos.

Horacio Oyhanarte, que fue su Canciller –el más joven de los cancilleres argentinos después de Carlos Florit– lo llamó “el Hombre”, sus adversarios los políticos, y aun algunos de sus correligionarios, lo llamaban “el Peludo”, y no precisamente por su abundancia capilar sino por su amor al aislamiento, a no salir nunca de su cueva como el dasipódido de marras. Cuando bajamos la vista nos sorprende descubrir que calza botines con elástico como los compadritos del 900.

Todos saben que Yrigoyen fue dos veces Presidente de la República. Su segundo período fue abruptamente interrumpido por un movimiento encabezado por un militar que, cuarenta años atrás, siendo un joven oficial, había participado junto a aquél en la revolución del ’90. En la misma revolución –la del Parque–, hicieron sus primeras armas Juan B. Justo, Lisandro de la Torre, Nicolás Repetto y Marcelo de Alvear. John Gunther en Incide Latin America afirma que Yrigoyen fue el primer hombre genuino del pueblo que ocupó la presidencia de un estado sudamericano.

Nació un día 13, como Enrique Heine, Almafuerte, Leopoldo Lugones, Vivekananda, Lázaro Carnot, Gustavo Módena, Lucio V. López y otros ejemplares fuera de serie. También un día 13 se descubrió providencialmente un yacimiento petrolífero en nuestro país y otro 13 se promulgó la Ley Sáenz Peña para desesperación de la timocracia criolla. Yrigoyen creía en la poesía de la superstición pero, por las dudas, decía que había nacido un 12 y no el 13 de julio de 1852, en una casa de la calle Federación, hoy Rivadavia y Matheu, próxima a los Corrales de Miserere y en el día de San Anacleto (13 de julio), fecha en la que recibía habitualmente el saludo de sus amigos y familiares. Buenos aires tenía entonces 76.000 habitantes.

Su padre fue un vasco francés cuya especialidad era cuidar caballos. Una especie de albéitar y mano santa, ducho en exorcismos y pases mágicos. Uno de sus clientes, don Leandro N. Alem, el líder romántico de la Unión Cívica, un almacenero que tenía pingos de carrera en sociedad con Juan Manuel de Rosas, fue fusilado públicamente y luego colgado de una horca. Marcelina Alem, la hija del mismo y hermana de Leandro N., terminó casándose con Martín Yrigoyen. De este matrimonio nació Hipólito, el hijo de la luna de miel.

Fue Yrigoyen el jefe de un partido que, según todas las apariencias no hubiera podido llegar nunca al poder. Llegó. “Suyo fue el impulso”, señaló Waldo Frank, “que reunió a un pueblo por vez primera para crear una nación que no fuese ni de Europa ni de los Estados Unidos, sino ella misma”.

El caudillo nos recibe en una habitación altísima, de paredes desnudas y me hace tomar asiento junto a una gran mesa de madera de algarrobo, desnuda como las paredes y el piso.

–¿Qué quiere saber? –me pregunta sentándose a mi lado.
–Muchas cosas. Pero, ante todo, ¿cómo puede vivir tan solo?
–¿Quién le dijo que vivo solo? Estoy más poblado y acompañado que nunca.
–¿Está satisfecho con lo que hizo como hombre público?
–Hice más de lo que pude, menos de lo que quise.
–¿Cuál es para usted el objeto más digno de la atención del hombre?
–La felicidad de sus semejantes.
–¿Ha desconfiado alguna vez de alguien?
–Casi nunca. Por eso me fue como me fue. Hay mucho felón en el mundo, mucho trapisondista, mucho adulón que nos galopa al costado hasta que consigue lo que se propuso y después nos asesta una puñalada trapera. Cierta vez vino a verme un general escabioso a pedirme que hiciera nombrar abogado del Banco Hipotecario a un hijo suyo. Accedí a sus deseos. Cuatro semanas después me hacía una revolución…
–¿Puede citarme el nombre de algún adversario político a quien usted hubiera sentado a su mesa?
–Sentado a mi mesa, ninguno. Recordando ahora, a través del tiempo, con respeto, no sólo uno sino tres: Carlos Pellegrini, Juan B. Justo y Lisandro de la Torre. Tres varones en todo el tiro de la persona.
–¿A quiénes detesta?
–A los ojizainos, a los palanganas, a los cachafaces. Abundan.
–¿Cree usted en la distribución de la riqueza?
–Sí, es terrible que haya hombres ricos y hombres pobres, que haya niños ricos y niños pobres me parece horrible.
–¿Qué necesita nuestro país para seguir adelante?
–Mucho gobierno.
–Si no es indiscreción, ¿podía saber qué es lo que hizo cuando supo que había sido elegido Presidente de la República?
–Llamé al dueño de la casa que ocupaba en la calle Brasil y le pedí que me rebajara el precio del alquiler pues desde ese momento debía abandonar todos mis asuntos particulares y estaba seguro de no ganar suficiente para pagarlo.
–¿Se lo rebajó?
–Me ofreció otra casa más confortable en la calle Callao, ofrecimiento que rechacé. Si me vería en figurillas para pagar el alquiler de aquélla. ¿Cómo iba a arreglármelas para pagar el de ésta?
–El 1° de mayo de 1917, cosa insólita en usted, se permitió el lujo de asomarse a los balcones de la Casa Rosada, actitud que no volvió a repetir, ¿tuvo alguna razón especial?
–Me obligaron a asomarme. Siempre fui enemigo de las actitudes espectaculares y electorales. Al pueblo no hay que asestarle discursos, hay que conversar con él. Y conversar desde un balcón es imposible.
– “El hombre, dice Talmud, debe pertenecer siempre a los perseguidos, y no a los perseguidores”. ¿Está de acuerdo?
–El día que en el mundo no haya más perseguidos ni perseguidores se habrá hecho la social justicia sobre la tierra. Hasta entonces seguiremos siendo esclavos de la iniquidad.
–Ayer ignorábamos que existiese la electricidad, esa alma de la materia- pasamos insensiblemente de la era atómica a la era cósmica en el espacio insignificante de pocos años. La ciencia ha logrado, en Ciudad del Cabo, transplantar corazones humanos. Pero el hombre sigue siendo el mismo desposeído. ¿Quién cuida de él?
–Todo lo que se va descubriendo sirve de sonda para lo que aún se ignora. Es cierto que el mundo actual está en crisis. Pero nuestro país está lleno de riquezas. Carecemos de capital humano. Para tres millones de kilómetros de extensión contamos con una población ínfima y, lo que es más grave, mal distribuida. Es necesario que se vuelquen sobre nuestro territorio grandes contingentes humanos. Cuando tengamos los cien millones de habitantes laboriosos que preconizaba Sarmiento, nos convertiremos en el emporio del mundo.
–¿Y todas las energías que sufren entretanto en el fondo de una sociedad incapaz de encauzarlas?
–Los que mandan deben empezar por reconocer que el trabajo es sagrado. Lo mismo que debería serlo el acceso a todas las fuentes de producción. También deben reconocer los que tienen el poder que disponer de las riendas no implica poseer el monopolio de la infalibilidad. La prepotencia no es buena consejera. Piense que estamos pagando la chapetonada de haber sigo durante años los inquilinos de la improvisación. El trabajo de los hombres se ha hecho triste. No es seguro, no es provechoso, no es firme, no tiene porvenir.
–Me va a permitir, doctor Yrigoyen, que le repita una pregunta que le formuló en cierta ocasión nuestro amigo Silvano Santander: ¿fue usted espiritista?
–Siempre fue espiritualista, no espiritista. Pero la confusión no obedece a razones intelectuales sino accidentales. Resulta que en la época en que buscábamos la redención nacional desde el llano yo tenía que burlar la vigilancia que ejercían las pesquisas sobre mi persona. En la vieja casa de la calle Brasil 1039 tenía varias salidas estratégicas. Una de ellas daba a la sede de la Asociación Teosófica Constancia que presidía mi amigo, el doctor Cosme Mariño. Gracias a la casa de los espiritistas evité encuentros molestos y pude realizar lo que me proponía. Cuando llegamos al poder hice de mi peculio una donación y los amigos de la sociedad teosófica dieron mi nombre a una de las salas. Eso fue todo.
–Pero, ¿usted cree en los espíritus?
–Quien debe creer es usted, amigo, que está hablando en estos momentos con el mío.
–Cuando usted asumió el poder era un hombre rico, sin embargo no defendió los intereses de la casta económicamente más poderosa y, no sólo eso, hizo sancionar una notable cantidad de leyes a favor de la clase obrera y dispuso para siempre que el 1° de mayo, día de los trabajadores, fuese feriado. ¿Demagogia?
–Los pobres constituyen la más vieja nobleza del mundo. La única ante la que supe inclinarme.
–¿Cómo definiría la revolución del ’90?
–Un sueño que quiso destruir una pesadilla.
–Durante veinticinco años donó usted, doctor Yrigoyen, sus sueldos de profesor a una sociedad de beneficencia, como donó más tarde sus emolumentos de presidente de la Nación, en carta que tengo a la vista, dirigida a la señora Elena Napp de Green, ¿por qué lo hizo?
–Enseñar es una de las mayores satisfacciones a que puede aspirar un ser humano; gobernar es el mayor honor y la más alta responsabilidad que se le confiere a un hombre. Percibir dinero por hacerlo era una ofensa que no podía inferir a mi dignidad. Uno de los pocos libros que leí durante mi exilio fue El sayal y la púrpura, del escritor Eduardo Mallea. En la página 10 del mismo nos hace justicia.

Don Hipólito se alza, va hacia un mueble, abre uno de los cajones y extrae un libro que nos acerca.

Leemos. Mallea dice así: “Sobrevino un estado de pureza cívica. Y una gran seriedad de conciencia culminó en 1916 con el advenimiento de un gobierno austero y popular. Era una cuestión de limpieza y honor. Era un movimiento de conciencias, de corazones, de almas. Era un estado de nobleza colectiva, de salud nacional”.

–Una de las originalidades de Yrigoyen, escribió a su vez José Gabriel, que no fue radical, en su libro Bandera Celeste, fue la designación que hizo de hombres jóvenes para el desempeño de cargos públicos de consideración. ¿Esa fue una actitud premeditada o mera simpatía por los muchachos?
–Siempre creí en los jóvenes. Recuerdo haber leído que Galileo tenía 17 años cuando entró en la catedral de Pisa y observó que las lámparas pendientes del techo por las largas cadenas tenían un movimiento de oscilación. Y se preguntó de repente si ese movimiento bien fuera corto o largo, no se efectuaría en el mismo tiempo. Probó esta hipótesis contando los latidos de su pulso, pues este era el único reloj que llevaba consigo. El reloj de péndulo de precisión fue uno de los resultados del descubrimiento de Galileo. No se puede resolver un problema si no se sabe siquiera si ese problema existe. Hay que saber interrogar. Y los jóvenes son los que mejor saben hacerlo. Los jóvenes preguntones son los que me han ayudado a resolver los problemas más difíciles.
–¿Cuál es para usted la mayor demora del país?
–El latifundio. Además de constituir el obstáculo más insalvable al progreso, es el origen de profundos males sociales cuyas consecuencias gravitan directamente sobre la vida nacional.
–¿Por qué no terminó con él cuando tuvo el poder en sus manos?

Yrigoyen no contesta. Nos toma de un brazo y nos acompaña afectuosamente y silenciosamente hasta la puerta. Antes de despedirnos nos dice:

–¿Volverá? Cada día que pasa viene menos gente a visitarme.

Nos dio la impresión de que apretaba los párpados para retener una lágrima. ¿O fue culpa de la mucha luz amontonada en la calle, acechándolo?

Publicado en El Historiador
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