México: el auge de los narcocorridos

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A partir de la guerra de Calderón, la violencia también se vio reflejada en las letras
Las parejas se disponen a invadir la pista. La banda prepara los instrumentos y las luces apuntan hacia el escenario. Los chiflidos son ensordecedores para que termine la espera. El operador ajusta el equipo de sonido y desde altos decibeles se escucha:

“Con cuerno de chivo y bazuca en la nuca/ volando cabezas al que se atraviesa/ somos sanguinarios locos bien ondeados/ nos gusta matar/ pa’ dar levantones somos los mejores/ siempre en caravana/ toda mi plebada/ bien empecherados/ blindados y listos para ejecutar…/ soy el número 1 de clave M1/ respaldado por El Mayo y por El Chapo/ la JT siempre presente y pendiente/ pa’ su apoyo dar”.

Con la cadencia del baile norteño los asistentes se contonean al ritmo de una música ejecutada con instrumentos de banda: chun-ta-ta, chun-ta-ta. Y como si acataran una orden, de sus gargantas surgen coros que anticipan la letra. Todos cantan. Y son maestros, abogados, empleados, estudiantes, secretarias, comerciantes… Pero también, por supuesto y con especial delectación, gente metida en el narcotráfico.

Los sombreros son obligados para el baile; la bota o el zapato costoso, también. La camisa se usa de marca (o perfecta imitación). Ellas lucen sobre todo el tacón alto, no importa si la pista es o no terregosa. Es una comunión sin distinciones. El único fin es celebrar el rito de bailar narcocorridos.

Esto, pese a estar satanizadas estas canciones en el discurso oficial y su difusión expresamente prohibida en algunos estados, con la intención de que no se les programe en las radiodifusoras, que no se organicen bailes masivos ni se escuchen en bares y cantinas.

Sin embargo, a la luz de los hechos, tales acciones no han tenido el efecto esperado, pues este género sigue siendo del gusto de muchos sectores de la población, con o sin vínculos con el narcotráfico, quienes buscan la música y las presentaciones en vivo de bandas como Los Tigres del Norte, K-Paz de la Sierra, Exterminador, Los Tucanes de Tijuana, Los Capos de México, entre otros.

Su mayor impacto se siente en el norte del país, pero el narcocorrido ha superado su ámbito norteño y cada vez más invade zonas populares de las grandes urbes en todo el territorio nacional.

Terrenos baldíos, campos deportivos y otros espacios abiertos, como bodegas, son los lugares a los que miles acuden a escuchar a esas bandas que entre corrido y corrido a veces cantan melodías románticas o de desamor. El imán es siempre oír, cantar y bailar los corridos compuestos para el narco y sus capos históricos o actuantes en ese momento.

Los costos de acceso a los bailes son variables (entre 100 y 400 pesos promedio) y abunda, como en todo concierto de este tipo, la venta de cervezas, brandy, ron y sobre todo el Buchanan’s, güisqui que se ha puesto de moda entre los seguidores de esta música, pues, se dice, lo beben los traficantes.

El corrido en general ha sido, desde su origen, una crónica de la realidad. Pero con las décadas, los de temática relacionada con el narcotráfico se han transformado, ante un contexto nacional cada día más violento, en su narrativa y han incorporado descripciones de las descarnadas acciones de los sicarios: ejecuciones, degüellos, levantones y todas las demás formas que adopta el crimen que realizan.

Nacidos como subgénero del corrido tradicional –en el que se cuentan las hazañas de personajes, héroes independentistas o revolucionarios–, los registros apuntan a que los primeros narcocorridos surgieron a principios de la década de los 30 del siglo pasado, en la frontera entre México y Estados Unidos.

En su libro Cantar a los narcos, Juan Carlos Ramírez-Pimienta, académico de la Universidad Estatal de San Diego Imperial-Valley, hace un recorrido histórico por este género musical: Los primeros corridos con temática de traficantes de drogas que se puden ubicar datan de 1931 y otro de 1934. Eran muy diferentes a los actuales, incluso a los de los años 70, interpretados por Los Tigres del Norte.

Édgar Morín, doctor en antropología, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y autor del libro La maña, señala que el narcocorrido no es algo homogéneo, sino que tiene una serie de matices con un componente literario; el compositor describe los hechos, los condena o los califica al grado de llegar a la apología; dan cuenta de una realidad que muchas veces no se cuenta y que el gobierno trata de ocultar, y muchos otros son escritos por encargo, a fin de resaltar una figura.

Ramírez-Pimienta ha estudiado este tipo de música desde los años 90, cuando era estudiante del posgrado en letras en la Universidad de California, en Los Ángeles. Afirma que el fenómeno de la narcocultura, y dentro de éste los corridos de narcos, están relacionados con el contexto económico del país.

“Tras su origen, se dio un lapso de más de 20 años en el que era casi imposible encontrarlos: entre los años 40 y finales de los 60. En el periodo del milagro económico no hay registro de ellos. El género renace cuando comienzan las crisis, a partir de los años 70, y tuvo su primer auge con Los Tigres del Norte, con corridos hasta inocentes como Contrabando y traición y La banda del carro rojo”.

Es en la década de los 80, cuando Rafael Caro Quintero era la figura dominante en el mundo del narcotráfico, donde se produce una primera transformación en los contenidos de estas canciones. Se da un cambio epistemológico en la figura del héroe del corrido; ya no es sólo el que trafica, sino también el que ostenta lujos y dinero, consume narcóticos, alcohol y es un conquistador de mujeres. Un hedonista.

El contexto nacional volvió a transformar al género. En diciembre de 2006, Felipe Calderón declara la guerra al narcotráfico y, lejos de brindar mayor seguridad, la estrategia provoca más ejecuciones, enfrentamientos, desapariciones, descabezamientos. Cientos de miles de víctimas, según organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos.

“De inmediato el narcocorrido refleja esa nueva realidad: entre 2007 y 2011 surge el llamado Movimiento alterado, con letras totalmente explícitas, hiperviolentas, pero a la vez súper reales: descabezados, colgados, pozoleados. Los cárteles están en guerra entre sí y con el Estado, y la música lo refleja”, enfatiza el académico.

Algunas letras, sobre todo las Teodoro Bello, compositor, entre otros temas de Pacas de a kilo y Jefe de jefes, de manera muy velada hacen alusión a la complicidad entre autoridades y criminales. En la parte final del primero se dice: Los pinos me dan la sobra/ mi rancho, pacas de a kilo. El propio vocalista de Los Tigres del Norte, Jorge Hernández, ha dicho que la letra aduce a que el protagonista tiene un arreglo económico con el Presidente de la República o con sus colaboradores, por lo que goza de total impunidad.

No sólo el contenido ha transformado a este género; la tecnología ha jugado un papel relevante para su promoción y difusión. Enrique Pimentel, del Seminario de Comunicación y Cultura de la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, de la UNAM, indica que hace varias décadas para grabar y publicitar esta música era necesario un largo proceso y se requería de sellos disqueros que dieran su apoyo.

Anajilda Mondaca, de la Universidad de Occidente, unidad Culiacán, sostiene que estas canciones van más allá de letras, sonidos y ritmos. “La existencia de elementos emanados del narcotráfico, instaurados en la narcocultura y observables en las letras, son capaces de producir sentido, y cada vez son más codificables entre sectores de la población que los escucha. Son capaces de crear imaginarios, de reforzar ideologías y de servir de reflejo y espejo de todo lo que representa el mundo de tráfico de drogas”.

En años recientes en varias entidades del norte del país se han formulado iniciativas para prohibir la grabación y difusión de estas expresiones culturales. En Chihuahua, por ejemplo, existe una ley que va en ese sentido y hubo intentos en Sinaloa y Durango.

Los especialistas coinciden en señalar que mucha de la gente que gusta de esta música entiende la diferencia entre la realidad y las composiciones. “No es que los escuchemos y vayamos a sacar un cuerno de chivo para matar a alguien”, concluye Ramírez-Pimienta.

Publicado en Vanguardia
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