Félix Ángel: «lo que produce el arte tienen que ver con el conocimiento por intermedio de lo sensible»

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POR PEDRO ADRIÁN ZULUAGA* BOGOTÁ

Antioqueño y anti antioqueño, grupal y solitario”, así definía Marta Traba la obra y la personalidad de Félix Ángel. No hay conciliación fácil entre una sociedad cuya religión es el trabajo, el ahorro y la productividad (“gente necia / local y chata y roma”: León de Greiff) y los inestables caminos de la sensibilidad. La irrupción de Félix Ángel entre los artistas de Medellín a comienzos de la década de los setenta fue meteórica. Dos primeros premios en pintura (1971 y 1973) y un premio especial en dibujo (1972) en sendos salones de Arte Joven del Museo de Antioquia catapultaron su temprano prestigio. En 1975, la aparición de Te quiero mucho, poquito, nadaestremeció al pacato medio local. El libro, dedicado a la respetable ciudadanía de Medellín y a su distinguida clientela, “quema entre las manos”, como escribió por entonces Alberto Aguirre, quien en su librería fue el único que se atrevió a distribuir los 1.000 ejemplares firmados y numerados, como si fueran grabados. Esta novela sobre Pipe Vallejo, “hombrecito-niña-niño-cacorro… Monstruo entero niñomediobello”, no solo fue pionera en el gesto de nombrar ese amor que no se atrevía a decir su nombre, sino que es un libro de artista. Los collages y dibujos de esa mítica edición muestran que la visión estética de Félix Ángel estaba cambiando para convocar lo fragmentario, lo pornográfico, el homoerotismo desafiante.

En los años sucesivos, todavía en Medellín, el artista emprendió acciones que buscaron remover el conformismo local. Cansado de ese “vivir a la enemiga”, decidió buscarse en Otraparte. La siguiente entrevista que Ángel respondió desde Washington, donde fue curador y director por 20 años del Centro Cultural del Banco Interamericano de Desarrollo, coincide con el homenaje que la feria Art Medellín le acaba de hacer. Artista rebelde y proscrito por muchos y, sin embargo, capaz de moverse en el corazón mismo del convencional mundo de la gestión cultural, Ángel fue, y sigue siendo, una voz joven, incómoda.

En su libro de poemas Todos ellos (2011), usted menciona el gesto de hablar con la pared como señal de “la avaricia del amor”, pero admite que sin esa soledad esos poemas no habrían existido. En su trabajo plástico está también el leitmotiv del hombre solo. ¿El interés por figuras como el deportista o el jinete (“divorciadas de cualquier forma de comunicación humana”, según José Gómez Sicre) tiene que ver con esa soledad?

El ídolo deportivo concentraba mucho de lo que yo quería expresar. Logra dominar un campo, la gente ve su foto en el periódico, lee lo que se escribe sobre él y se hace una idea de esa persona; pero el ídolo no tiene nada que ver con su imagen pública. Encontraba muy interesantes estas figuras porque las conectaba con un aspecto psicológico personal. Yo sabía quién era yo, pero había cosas que no podía comunicar —de ahí viene lo de hablar con la pared—: uno habla y nadie contesta sensiblemente. Más allá de su banalidad, el ídolo me permitió entender esa doble persona que es todo ser humano. Así surgen las varias series sobre ese tema (Cochise Rodríguez, Maravilla Gamboa). Me llamaba la atención que una persona, habiendo logrado cierta notoriedad en la explotación de una cualidad personal puramente física, pudiera tener tanta prominencia social. Sus vivencias individuales poco importan para una colectividad ansiosa por validarse en los clichés del triunfo.

Además de pintar y dibujar deportistas solitarios o caballos cabalgados por jinetes minúsculos o paisajes, como todo artista usted trataba de resolver desafíos plásticos. ¿Qué problemas formales le preocupaban y le siguen preocupando?

Aunque hay ciertos contenidos identificables en mi obra, como el deporte, nunca he sido un artista de una sola temática, como sí lo son un Caballero o un Obregón. Desde que comencé a trabajar con deportistas, también me interesó la idea del espectador. Hice una serie de dibujos, entre ellos Man Alone, que responde a eso, porque el espectador, aunque hace parte de una multitud, como hombre es individual y uno no sabe cómo procesa lo que ve. Es un asunto socio-psicológico, aunque yo, como artista visual, tenía que plantearlo en imágenes. Tengo muchos problemas con el arte conceptual. Las reacciones que produce el arte tienen que ver con el conocimiento, pero por intermedio de lo sensible.

Hay un aspecto transgresor en su obra que lo ha llevado a enfrentar desplantes y censuras: los avatares de Te quiero mucho, poquito, nada; su exposición de collages y dibujos en 1976, descolgada del Museo de Zea, o la sugerencia de los directivos de El Mundo tras un artículo suyo —“La cadena MAM y Cía.”— de moderar su tono. ¿Qué es lo que usted encuentra que era intolerable, en todos estos casos, para la sociedad antioqueña?

Todas esas transgresiones son una forma de proponer algo nuevo y de lo cual uno es responsable en todo el sentido de la palabra. Esa es la diferencia con el escándalo. Si ha habido escándalo es una consecuencia. La intención ha sido siempre mover hacia adelante las cosas; eso responde a mi integridad como artista. Cuando algo molestaba a la gente, daba la vuelta y pretendía no asumir las consecuencias. Es la razón por la cual me fui de Medellín y me vine a este país. Aquí siempre se considera la posibilidad de que en la controversia hay algo de interés. A nosotros, en cambio, no nos gusta remover nada. Hemos creado la farsa de que vivimos en un paraíso para justificar el hecho de no querer cambiar. Nos enorgullecemos mucho de García Márquez y de Fernando Botero, pero la sociedad colombiana no ha contribuido en nada a hacerlos lo que son. Se han tenido que ir afuera, convertirse en lo que se han convertido y entonces ahí sí los aceptamos porque ya tienen el endorsement de otra gente. No son el producto de un conglomerado dinámico, articulado, progresista. En el caso de Botero, él tiene un doble discurso. Cuando regresa a Medellín, empieza a hablar de que se quiere comer unos fríjoles, que no ve la hora de estar tomándose un aguardiente, y la gente se enternece con eso. Yo no soy tan mentiroso; me siento muy incómodo en Medellín y en Colombia en general.

Iniciativas suyas como Yo Digo, el periódico mimeografiado del cual sacó 37 números entre 1975 y 1977, o el libro Nosotros (1976) hicieron parte de esa misma intención de empujar hacia delante y traer discusiones así fuera a un costo personal muy alto. ¿Cómo las evalúa hoy?

Fueron una serie de acciones que, en un medio caracterizado por la inacción, era necesario emprender. Pero el establishment se mostraba contrario a esos actos, porque, claro, ellos no iban a cambiar y no han cambiado. Nosotros intentó examinar la generación de artistas antioqueños de los setenta. La vitalidad de un medio se define por la lucidez que los profesionales del campo tienen sobre los problemas que los afectan. Me costó mucho entrevistar a los artistas, algunos de ellos se negaron a colaborar conmigo. Treinta años más tarde, lo volví a hacer en Nosotros, vosotros, ellos. Quise dar una visión, tres décadas después, de esa misma generación. Y aunque se repitió el boicot, el libro se pudo hacer.

En un par de artículos de 1979, “El largo calvario del grupo de Medellín”, publicados en El Tiempo, describe a su generación como “raquítica, enfermiza, sin talento”.

Ese texto fue una respuesta a mi libro Nosotros, que a mí no me tocaba dar, pero que no había nadie más que la diera. Tenía otras esperanzas cuando salió ese primer libro. Ya viviendo en Washington, fui testigo del dinamismo de lo que pasaba aquí y veía que en Medellín no ocurría nada. Sentí la decepción de que no importaba lo que uno o cualquier otra persona hiciera, el medio no estaba interesado en avanzar. El narcotráfico empezaba a invadir todos los niveles sociales, y los artistas estaban vendiendo muy bien lo que hacían y no querían dañar ese mercado. Me dio vergüenza de mi propia generación y quise separarme, para que no me consideraran parte de ese paseo. Ahí es donde tiene sentido el texto de Marta (Traba) sobre mí. Sí, en efecto, es la soledad del corredor de fondo. Uno se despega del resto y va solo y no puede parar. Lo veo como mi destino, tengo que seguir corriendo. El artículo fue duro pero no me arrepiento, sigo pensando lo mismo de esa generación. Perdieron una gran oportunidad, si decidieron quedarse tenían más obligación que yo. Pero se entregaron a su propio facilismo y les vendieron el alma a las instituciones locales que pudieron seguir justificando su inacción utilizándolos.

¿Y cuál fue esa gran oportunidad perdida? Esta fue la generación posbienales que vivió la fundación del Museo de Arte Moderno de Medellín y el Coloquio de Arte No Objetual (en 1981, en el MAMM). A pesar del aislamiento pasaron cosas y quedaron obras individuales.

El Museo de Arte Moderno se creó con la intención de tener una herramienta con la cual esa generación iba a poder validar su responsabilidad histórica. Estos artistas querían tener un Museo para exponer su trabajo, porque al Museo de Antioquia lo consideraban muy passé y ellos eran una supuesta vanguardia. Para la inauguración del Museo, que primero se hizo en papel porque ahí nadie dio plata, nadie puso un edificio, se fueron a limosnear a ver quién les daba un galpón. Y llevan 40 años haciendo nada. Cómo es posible que después del dinero que se han gastado y de haber jubilado empleados a diestra y siniestra sea un Museo que no lo conocen en ninguna parte del mundo, y que en su legado de actividades no tenga una sola exposición importante. A muchos les gusta como están las cosas y ahora más cuando se ha metido la Secretaría de Cultura Ciudadana, que es una entidad tenebrosa, que usa al Museo para poner empleados y pagar favores políticos, en vez de dar recursos para que se cambie la mentalidad y se movilice el público. Lo mismo en el Museo de Antioquia. Estas situaciones me dan mucha vergüenza; mi decisión fue, y sigue siendo, no querer ser parte de esa familia.

Publicado en Revista Arcadia
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