Memorias de librera

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Por Carlos Castillo Cardona *

Lilly Ungar, con más de 90 años, está todos los días, a las 9:00 de la mañana, lista para abrir la Librería Central, que desde hace cerca de una década se encuentra en la calle 94, dos cuadras arriba de la carrera 15. Allí está todo el día, excepto al mediodía, cuando rigurosamente va a almorzar. En la tarde vuelve y continúa con su labor de dirigirla desde su escritorio, rodeada de libros y de los fieles empleados que siguen sus instrucciones. Revisa correspondencia, investiga qué libros deben tenerse y ordena los pedidos a las editoriales. Se interesa por todos los clientes que llegan, les recomienda libros, no sin enterarse antes de sus intereses y aficiones. Muchos amigos llegan a visitarla, y mantienen largas conversaciones sobre su vida y progresos. A las 7:00 de la noche está siempre ahí, para cerrar la Central. “Bueno, a las siete menos cuarto, porque una de mis empleadas vive lejos y tiene que coger el bus a tiempo”. Así ha sido y sigue siendo la vida de Lilly Ungar desde comienzos de los años treinta. Con su esposo, Hans Ungar, regentaron la librería y fundaron la galería El Callejón, que se convirtieron en un centro de visita y actividad de una generación de artistas, escritores y lectores cultos. Muerto Hans, Lilly sigue sin desmayo al frente de esa empresa. Ella es portadora de una historia y una tradición que honra la cultura colombiana.

En 1936, Hans Ungar dejó la Alemania de Hitler. Después de un largo viaje, que incluía remontar el río Magdalena, llegó por la noche a un pequeño hotel de Bogotá, cercano a la Plaza de Bolívar. Estaba agotado, sumido en un profundo sueño hasta que una bulliciosa música militar lo despertó en la mañana. Con cautela abrió la ventana y se sobresaltó al ver la marcha de unos soldados de uniforme prusiano. Pensó que había sido vano su esfuerzo por buscar la libertad y que seguía en Austria. Pero no eran soldados de Prusia. Era la Guardia Presidencial de Colombia, nacionales vestidos de prusianos.

Llegar

Llegué a Medellín con mi hermana, después de mi hermano. Él llegó a Colombia en 1938 a visitar a un amigo austriaco. Mi papá le había dicho: “¿Colombia? ¿Eso dónde queda? Déjeme ver un mapa”. Lo miró y dijo lo que se pensaba en ese tiempo: “No importa. Son tus vacaciones. Pero a Sudamérica solo se envía a los jóvenes que han fracasado o que han hecho algo malo. ¿Para qué vas a ir?”. “Voy a visitar a mi amigo y quiero conocer un poco. Yo vuelvo. No te preocupes”. Entonces lo agarró la guerra y se quedó a vivir aquí por el resto de su vida. Se casó con una colombiana y murió de más de ochenta y pico años. Le encantó Colombia y a nosotras, también desde el momento en que llegamos.

En esa época solo podíamos traer 25 dólares, que era lo máximo que Hitler permitía. En Viena habíamos dejado todo. Se perdieron la fábrica de mi papá y nuestro apartamento. Colombia nos recibía con brazos abiertos y nos permitía empezar una nueva vida. Me puse a trabajar inmediatamente por pura casualidad. Había estado en un edificio de oficinas y, en el ascensor, un señor muy amable, que resultó ser Hernán Echavarría, me preguntó: “¿A dónde va, señorita?”. Le expliqué que a conocer a un austriaco que tenía muchas relaciones en Colombia para que me informara sobre otros compatriotas de modo que, tal vez, me pudieran ayudar a conseguir un puesto. Ese encuentro resultó providencial porque Hernán me ofreció trabajo, pues él necesitaba ayuda de alguien que tuviera conocimiento de idiomas, en especial del inglés. Así empecé, y trabajé varios años con ellos, en una distribuidora de telas Fabricato, en Bogotá. Yo tenía 18 años, edad en la que uno es más abierto, y por lo tanto pude hacer muchos amigos. Sigo de amiga de los Echavarría y de sus esposas. Creo que tuve mucha suerte al llegar. Eso me ha permitido vivir muy contenta en Colombia.

Como mi hermana y yo éramos mellizas, que trabajábamos y éramos independientes, la gente decía: “Y estas niña bien, ¿por qué trabajan?”. Tuve que preguntar qué quería decir “niña bien”, porque en alemán la traducción no quiere decir nada.

Una vez, mi familia y yo fuimos en tren a Útica, cuyo nombre nos parecía muy exótico. Era un paseo turístico, muy organizado, y nos dijeron que irían personas que hablaban inglés, que era muy importante para nosotros, pues todavía no hablábamos mucho español. Conocí a Hans en ese tren. Era de esos antiguos, de locomotora de vapor, que hacían chuqui, chuqui, chuqui con un gran esfuerzo para subir las pendientes. El encuentro con Hans fue casual. Estuvimos cinco días en ese paseo, en un hotelito, y nos hicimos amigos. Poco después nos hicimos novios y duramos 62 años casados.

La Librería Central y la galería El Callejón

Antes de casarnos, mi marido trabajaba con una firma canadiense que importaba y vendía pieles en un segundo piso del pasaje Santa Fe. Vendían muchos zorros plateados, que estaban de moda en el año 39. Pero Hans tenía la necesidad de estímulos intelectuales. A la hora del almuerzo, en el rato libre que tenía, iba a una pequeña librería que solamente tenía libros en inglés. Quedaba en el primer piso del mismo pasaje Santa Fe, detrás de El Tiempo. La librería había sido fundada por un austriaco, Pablo Wolff, del que Hans se había hecho amigo en el salón de té, el Palace, en donde ambos iban a comer algo o a tomar café.

En una de esas idas a leer a la pequeña librería, en 1939, Hans vio que la señora, doña Paula Wolff, estaba de negro. Su esposo había muerto. Le dio sus condolencias y dejó pasar 15 días antes de volver a la librería, cuando le preguntó: “¿Usted qué va a hacer ahora que falleció su marido que manejaba la librería?”. Ella le contestó: “Mire, señor Ungar, yo adoro la librería, pero yo no sé de esto. Necesito de una persona que quiera tanto los libros, como usted”. “Doña Paula, el sueño de mi vida es trabajar con libros. En ellos gasto todo lo que gano”. Cosa que era cierta. Después de un tiempo, en el que Hans iba todos los días a la librería, a mirar libros, la señora le dijo: “Señor Ungar, le propongo que usted deje el trabajo con los canadienses y venga a trabajar conmigo”. Hans dijo que podría aceptar. La señora añadió: “Claro que yo no le podría pagar mucho. Es posible que tenga que vender la librería”. “Pero, doña Paula, si usted dice que quiere vender, le propongo comprársela. Eso sí, le advierto que no tengo el dinero ahora”. “No se preocupe, señor Ungar. Yo busco una persona como usted. Usted me paga ahora lo que pueda y el resto veremos cómo me puede pagar”. Hans buscó un préstamo y le dio a la señora Wolff 20.000 dólares, creo, que en esa época era bastante. Después, Hans estuvo pagando por mensualidades, durante dos años, el resto del valor de la librería.

Poco después de comprarla, Hans y yo nos casamos. Seguí trabajando con los Echavarría, pues el sueldo era muy bueno y el puesto, estable. Al cumplir los ocho años de trabajo con ellos, me puse a trabajar con Hans.

Hans cambió mucho la librería, la volvió más internacional, con mucho énfasis en Europa, con periódicos y revistas. Empezó a importar directamente los libros, porque en esa época no había importadores ni distribuidores como ahora. Teníamos que importar poco a poco, pues no teníamos mucho capital para traer grandes cantidades. Se fue haciendo amigo de las editoriales y ganándose su confianza, con lo que empezaron a mandarle a crédito y él pagaba muy puntualmente las cuentas.

Teníamos una clientela compuesta por muchos estudiantes y profesores, especialmente del Rosario, nuestros vecinos. Era la única librería que en esa época tenía libros en inglés y cierta dedicación a los libros de arte, teatro y literatura. Todo lo que le gustaba a Hans. También fundamos la galería El Callejón con un gran amigo polaco, Casimiro Eiger, que era galerista, historiador y crítico de arte. Fue muy conocida y visitada entonces. Él tenía una gran experiencia en el manejo de galerías en París, donde vivió cinco años antes de migrar a Colombia. Fuimos la primera galería de arte. Cinco o seis años después, Buchholz abrió su librería, con libros en alemán e inglés y también con galería. Hans le tenía desconfianza por razones políticas, pues durante la época de Hitler tenía librerías y eso estaba controlado por los nazis. Solo ellos autorizaban lo que se podía vender y leer. Pasada la guerra pensamos que no teníamos que saberlo todo.

Amigos y clientes

La pared de la galería estaba adosada al edificio de El Tiempo. El 9 de abril, abrimos un hueco para que por allí pudieran escapar y salvarse los periodistas. Una vez la muchedumbre iba a incendiar el periódico, Hans salió a la calle y se dirigió a los exaltados: “Oigan, yo soy extranjero. Este edificio es mío. No lo toquen porque van a tener problemas con mi país”. Ellos dieron marcha atrás y se alejaron. Los de El Tiempo siempre han estado muy agradecidos con nosotros.

Como nuestra librería tenía libros en varios idiomas, la mayor parte de la clientela era extranjera o había vivido en otros países. Los clientes más frecuentes eran García Peña, Palacio Rudas, Hernando Téllez y muchos otros. Los periodistas de El Tiempo se la pasaban allá. La librería siempre contó con la presencia de los Santos, tanto Hernando como Enrique, y después empezaron a llegar sus hijos. Iba mucho arquitecto, como Rogelio Salmona y Germán Samper, que acababa de llegar de París de trabajar con Le Corbusier, a la hora del almuerzo. Nos pedía: “No digan que estoy aquí. No lo digan, porque soy empleado y seguramente me empezarán a buscar”.

Jorge Eliécer Gaitán era muy amigo nuestro, muy simpático, un gran lector. Con solo salir de su oficina y cruzar la calle estaba a pocos pasos de la librería. Nos visitaba mucho y conversaba con Hans, que también tenía ideas de izquierda. Se entendían muy bien. Nuestra amistad se hizo más estrecha porque era amante de una austriaca, muy linda, amiga nuestra. Nosotros les hicimos cuarto.

Alberto Lleras también fue un asiduo cliente, porque era un gran lector. Años después, con un empleado le mandábamos las novedades a su casa, en Chía, y él escogía lo que le interesaba. Siempre quedó como un cliente fiel y un gran amigo nuestro, aun después de haber sido presidente. En cambio, Rojas Pinilla nunca llegó a la librería.

Hans tuvo muy buena relación con el mundo de los artistas e intelectuales. Cuando inaugurábamos una exposición, invitábamos a mucha gente. Alrededor de las exposiciones hacíamos charlas con el artista que exponía, con otros artistas y con escritores. Siempre había mucha gente atraída por esos eventos. La gente se interesaba mucho por los actos culturales. Allí expusieron por primera vez muchos de los artistas de entonces. Por ella pasaron los mejores pintores colombianos y extranjeros que vivían en el país, como Guillermo Wiedemann, Leopoldo Richter, Ómar Rayo —a quien le promovimos un libro—, Enrique Grau, Ramírez Villamizar y muchos más.

Mi esposo visitaba sitios del país que eran interesantes para un educado en Europa. Yo no siempre podía acompañarlo porque estaba criando a mis dos hijos. En un viaje a la costa, Hans descubrió a Pierre Daguet, en un rancho muy pobre, donde estaba pintando a unos negritos. Hans se interesó, lo entusiasmó y le pidió que le mandara algunas obras. “Pero, los tengo en papel”, le dijo. “No importa, mándeme lo que tenga”. Así lo hizo, y lo lanzamos en Bogotá. Era la primera exposición que hacía. Eso fue antes de que tuviera con su esposa el restaurante Capilla del Mar, en Cartagena.

En otro de esos viajes fue al Chocó y en una playa conoció a Alejandro Obregón, que estaba pintando. “Esto de pintar es lo único que me interesa en la vida. Lo único que quiero hacer. Lo que pasa es que a mis papás no les gusta que lo haga. Ellos preferirían que yo trabajara en su fábrica”. Después hicimos una exposición, de las primeras que hizo en Bogotá. Entablamos una gran amistad que duró muchos años.

Con nosotros también expuso Feliza Bursztyn, que fue muy amiga mía, muy original y simpática. Ella se separó y tuvo una importante relación con Jorge Gaitán Durán, el poeta, muy inteligente, divertido y activo. Cuando alguien habló de que Feliza tenía muchos amantes, Hans dijo: “Feliza es amiga de esta casa. Por favor, aquí no hablen mal de ella”.

La librería se había convertido en un centro cultural y político. Se hablaba de la cultura y de la situación del país. Se tomaba tinto y se discutía mucho, con ardor y casi siempre alzando la voz. Los liberales contra los godos y los godos contra los liberales. Muchas veces tuvimos que decirles a los concurrentes que se trasladaran a la oficina de quedaba atrás, resguardada de la vista del público.

Los cambios

En los años sesenta, Bogotá tenía muchas librerías, como la Nacional, que había empezado en Cali, la Librería Buchholz, la Gran Colombia, la de Rajúl, la Lerner, la Camacho Roldán y otras más. En fin, había muchas más que ahora. Internet ha hecho que aunque haya más gente que lee, los compradores de libros han disminuido. Muchas librerías han cerrado. No solo en Colombia sino en el mundo entero. En Viena, las dos grandes librerías del centro tuvieron que hacerlo. Aunque creo que el cambio es entre los jóvenes. En muchos países, las librerías han cerrado para volverlas boutiques. Muchas veces he mostrado una novedad a las 9:00 de la mañana y me dicen: “Ah, gracias, ya lo baje de internet”. Son cosas que no entiendo del todo. Hay gente que necesita los libros de papel. “¿Qué hueles?”, le preguntaba a Hans. “El papel de este libro. El papel siempre huele distinto”.

Tuvimos que venirnos al norte. Habíamos empezado en la calle 14, en el pasaje Santa Fe, detrás de El Tiempo. Pero, años después, cuando tumbaron el pasaje nos pasamos a un local que quedaba en el parque Santander, hasta que llegó el momento en que teníamos que salir de allí. Decidimos mudar la librería a la calle 94. Hans alcanzó a estar aquí hasta hace siete años, cuando murió.

Aquí llegan los clientes, sus hijos y sus nietos. Compran libros y hacen tertulia por la tarde, pero ya no es lo mismo que antes, cuando la librería era un centro político y cultural. Todavía llegan algunos políticos, porque inevitablemente tienen que leer. Hoy, la gente tiene otros sitios para reunirse o vive mucho más dispersa o aislada que antes; hay mucha más oferta de las bibliotecas públicas, de las de las universidades y, por supuesto, todo lo que se encuentra en internet.

Cuando llegamos todo era distinto. Bogotá tenía 350.000 habitantes. Ha cambiado mucho y no para bien. Antes todo era más complicado, más difícil. La gente tenía que luchar para conseguir libros y para conseguir discos. Era una sociedad más austera, había menos consumo. Los que leían, leían más, muchísimo más, aunque era menos la gente que tenía acceso a los libros. Uno veía gente con libros debajo el brazo, para aprovechar cualquier momento para leer. Hoy llevan teléfono.

Lo nuestro

Los libros siempre han sido lo nuestro. En nuestra casa siempre hemos estado expuestos a los libros. Tony, que fue arquitecto, leía mucho. Y su hijo, Antonio, mi nieto, aunque estudió Arquitectura, como su papá, finalmente cayó en los libros. Se dedicó a escribir cuentos y novelas y es un escritor conocido. Mi hija Elizabeth se dedicó a la Ciencia Política: ha hecho importantes investigaciones y publicaciones. Escribe en El Espectador y sus trabajos son una importante referencia para los análisis electorales en Colombia.

Todo lo que tenemos ha sido el resultado de nuestro trabajo con la librería. Pero, para nosotros la librería era más que un negocio. No solo era el hobby de Hans. Era nuestra vida.

*Escritor

Publicado en Revista Arcadia
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