La directora, que además escribe el guion de su película, decide encarar de otro modo el relato de lo sucedido con Goiburú. Mientras escuchamos en off (nunca se los ve) a los hijos y esposa del desaparecido, las imágenes nos muestran a niños recorriendo un sendero de su hábitat cotidiano en la selva, unos niños indígenas comiendo risueñamente unas guayabas, jóvenes mostrando orgullosos su habilidad de jinetes y dándose un chapuzón con sus poderosos caballos en el río. De ese modo, hay un contraste radical; mientras escuchamos los recuerdos que implican el dolor, la búsqueda del padre y esposo ausente, el vacío sin presencia corporal, el duelo inacabado, por otro lado y, concomitantemente, vemos alegría, orgullo, inocencia. Sí, es cierto, hay injusticia en el mundo; pero también hay niñez, risas, que dan colorido a la vida. En ambos casos hay que luchar, ya sea contra la injusticia o por la lograr la solidaridad entre todos. Y, muy especialmente, hay esperanza en ambos relatos, auditivo y visual, lo que es más significativo aún.
Las escenas del niño buceando libremente en las profundidades del río es más que alegórica; hay que indagar en la oscuridad del recuerdo, cavar profundamente y remover todo, por más doloroso que sea. Es la única manera de crecer y aprender. Los silencios que Paz ya nos enseñó a respetar en sus películas también dicen mucho. Las fotografías, tomadas por los represores, se nos muestran en un ominoso silencio. Solo hay que verlas, sentirlas y reflexionar. No hace falta ser explicadas. Todo está de más.
Ejercicios de memoria logra su cometido. Nos recuerda que para no olvidar debemos ejercitar la memoria, algo que no es nada fácil para nosotros, pero absolutamente necesario si queremos avanzar hacia un futuro más justo o quedar atrapados en el pasado de errores que podemos repetir justamente por olvidar lo que no se debe olvidar.