Augusto Roa Bastos: La realidad superada

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Por Caleb Bach

Augusto Roa Bastos, el destacado autor paraguayo, es uno de los escritores más complejos y talentosos de la generación posterior al boom de los novelistas latinoamericanos. Roa Bastos, un hombre sencillo que ha pasado gran parte de su carrera en una relativa oscuridad, se caracteriza a sí mismo, sin rencor, como un perpetuo exiliado. Ha vivido medio siglo fuera de su país natal, por razones tanto políticas como personales. Si bien sus cuentos y novelas se concentran principalmente en la trágica y fascinante historia de su país, en última instancia trascienden el regionalismo y la cultura y transmiten un mensaje universal.

Su obra maestra, Yo el Supremo, es una intrincada y a la vez equilibrada y gratificante meditación sobre el tema del poder. El Supremo, el epíteto que se asignó a sí mismo José Gaspar Rodríguez de Francia, se declaró dictador perpetuo del Paraguay, país que gobernó como un hermético feudo durante la primera mitad del siglo XIX. El autor se asigna a sí mismo una perpetuidad similar, identificándose fuertemente con el sentido de aislamiento y soledad de Francia: el escritor encerrado fuera de su patria, en forma similar al tirano, encerrado dentro de ella.

Aunque Roa Bastos ha vivido en Toulouse, en Francia, desde 1976, dividiendo su tiempo entre la escritura y una cátedra en una universidad de la ciudad, la trayectoria de su vida comenzó hace casi ochenta años en el pequeño pueblo de Iturbe, al Este de Asunción. Su padre, Lucio Roa, era un hombre sumamente severo que provenía de una antigua familia española. Era gerente de una refinería de azúcar, y quien proporcionó a su hijo los primeros ejemplos de totalitarismo que habrían de preocupar al escritor durante toda su vida.

«El tema del poder, para mí, en sus diferentes manifestaciones, aparece en toda mi obra, ya sea en forma política, religiosa o en un contexto familiar. El poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión. Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder, al bárbaro castigo por cosas sin importancia, cuyas razones nunca se manifiestan».

En contraste, el autor recuerda a su madre, Lucía Bastos, de ascendencia portuguesa, como el contrapeso de su marido; relativamente cultivada para un miembro de la pequeña burguesía, era una buena cantante y poseía una modesta biblioteca que incluía una versión en español de los Cuentos de Shakespeare, de Charles Lamb, que fue la primera obra literaria que leyó su hijo.

A los ocho años de edad, el futuro escritor experimentó su primera forma de exilio, que en general constituyó una experiencia agradable. Durante varios años residió en Asunción con su tío, un sacerdote llamado Hermenegildo Roa. «Para mí fue mi verdadero padre. Era un sacerdote muy serio y austero, pero respaldaba la educación de todos sus sobrinos y sobrinas que vivían en el interior. Tenía libros que estaban prohibidos, especialmente para un niño de mi edad: entre ellos de Rousseau y Voltaire. Me decía que los leyera con mucho cuidado, pero por lo menos me dejaba hacerlo, porque era un hombre razonable e inteligente».

Con el tiempo, el joven aprendió que las ideas podían ser subversivas. Este período también representó el comienzo de su interés por la literatura francesa, especialmente los iluministas, otro rasgo que compartía con Francia.

En 1932, al estallar la guerra entre el Paraguay y Bolivia por el control de la desértica región del Chaco, Roa Bastos, que entonces tenía quince años de edad, se incorporó al ejército como asistente en un hospital de campaña. No luchó en el frente, pero la matanza que presenció había de dejarle profundas cicatrices emocionales. La guerra truncó su educación formal, pero después comenzó su aprendizaje de periodismo trabajando para El País, un periódico de Asunción, mientras escribía cuentos y poemas. en 1941 publicó su primera novela, Fulgencio Miranda, que obtuvo un premio literario. Leyó vorazmente a Rilke, Valéry, Cocteau, Eluard, Bretón y Aragón, y también a algunos escritores estadounidenses. «Especialmente Faulkner», recuerda Roa Bastos. «Diría que ejerció una profunda influencia sobre todos los escritores latinoamericanos de mi generación, como Onetti y García Márquez. Todos pasamos por la casa de William Faulkner. También hubo otros, como Hemingway, Hawthorne y Melville, que nos ayudaron a liberarnos de la pesadez del estilo español».

Roa Bastos comenzó a destacarse en el mundo literario de su país, y obtuvo una beca del British Council para viajar por toda Inglaterra y para preparar materiales sobre América Latina para los programas de la British Broadcasting Company. «Era en 1945, y permanecí un año en Inglaterra cuando terminaba la guerra. Viajé en uno de los buques Liberty que llevaban trigo desde Buenos Aires, una verdadera pesadilla: un convoy de ochenta a cien buques que navegaban la ruta polar haciendo escala en Islandia. Fue una iniciación para mí, mientras los cohetes V-2 de Von Braun atacaban Manchester y Londres».

Mientras residió en Inglaterra, Roa Bastos continuó enviando artículos a El País, especialmente sobre la liberación de Francia. André Malrauz lo invitó a París, e incluso logró una entrevista personal con De Gaulle.

«En realidad no fue gran cosa, pero en otro sentido fue muy importante para un campesino como yo que provenía de un alejado país como el Paraguay. Utilizó la palabra «campesino» con cierto orgullo, porque en mi obra he procurado recuperar la dignidad de ese término. Puede significar estar aislado, pero también significa una vida en comunión con la naturaleza».

Roa Bastos estudió cuidadosamente el conflicto europeo, especialmente el movimiento de la resistencia en Francia, y llegó a la conclusión de que el mundo de los humanos está regido por factores opuestos. «Somos de naturaleza binaria. La explicación de De Gaulle es Pétain. Sin Pétain, no habría habido un De Gaulle».

El escritor regresó a su patria en 1946, pero se vio obligado a abandonarla antes de que hubiera transcurrido un año. «Tenía el fervor de la democracia, de la libertad. Había escrito fuertes artículos en contra de dos gobiernos militares, que me obligaron a exiliarme. Me oculté con un amigo en la embajada brasileña y reinicié mi vida en Buenos Aires».

Durante varios años vivió pobremente trabajando como camarero, vendedor ambulante, corrector de pruebas y vendedor de seguros. También trabajó en una editorial musical traduciendo al español canciones folklóricas guaraníes.

«El exilió fue una escuela permanente que me enseñó a ver las cosas con más seriedad. También significó dolor, como una muerte, un estado de duelo», explica el autor, «Me tomó de cuatro a cinco años salir de la depresión, no sólo psicológica sino ontológicamente, recobrar mi dignidad como ser humano, que se había refugiado en las sombras. Me dediqué a escribir como un vehículo para recuperar mi condición humana, mi dignidad como persona».

Entre sus distintos trabajos, Roa Bastos logró producir una colección de diecisiete, cuentos, publicados en 1953 con el título El trueno entre las hojas. Los cuentos, que tratan de la opresión política, el choque de culturas indígenas y extranjeras y la lucha por sobrevivir la guerra y otras catástrofes, reproducen la experiencia paraguaya en términos simbólicos y míticos. El libro llamó la atención del director cinematográfico argentino Armando Bo, que le propuso adaptarlo para el cine. Roa Bastos preparó un guión que fue aceptado, y que se convirtió en el primero de los numerosos guiones cinematográficos que habría de escribir a lo largo de los años como medio de subsistencia.

La primera novela escrita en el exilio, Hijo de hombre, se publicó en 1960. Comienza con acontecimientos ocurridos en el época de Francia y en la Guerra de la Triple Alianza, preludios de tragedias posteriores, como la Guerra del Chaco y la explotación de los campesinos, en particular los que trabajan en la miseria de los cañaverales y los yerbales.

Como lo sugiere su título, la novela tiene fuertes reminiscencias religiosas, en la que un campesino sugiere la figura de Jesucristo y un oficial militar la de Judas. Hijo de hombre ganó varios premios, igual que sus versiones cinematográficas tituladas La sed y Choferes del Chaco. La última, una adaptación realizada por el autor de uno de los capítulos, sobre los camiones aguateros que prestaron ayuda a las tropas en el Chaco.

Hijo de hombre estableció a Roa Bastos como miembro destacada del mundo literario de Buenos Aires. A mediados de los años sesenta enseñaba cursos de literatura en la Universidad de Rosario y asistió a conferencias internacionales con otros escritores latinoamericanos. También trabajó en varios proyectos con Ernesto Sábato y conoció a Jorge Luis Borges.

«Sigue siendo uno de mis grandes héroes», dice Roa Bastos. «Lo conocí cuando trataba de cruzar la calle, y su vista ya le estaba fallando. Le asaltó el temor de una muerte violenta, y quedó paralizado. Lo tomé del brazo y lo ayudé a cruzar. Llegamos a conocernos bastante. Para Borges, la vida era un juego trascendental. Cuando decía cosas que molestaban a los demás -los políticos, los militares- lo hacía como una broma. No lo hacía para ganar el favor de los oficiales militares. Los odiaba. En todos los pueblos existe un hombre excepcional que compensa las deficiencias del resto. En esos momentos, cuando la humanidad se halla colectivamente en un estado de decadencia, siempre quedan esos seres excepcionales como punto de referencia. Borges era uno de ellos».

En 1967 Roa Bastos empezó el que habría de ser su gran libro sobre Francia. El proyecto surgió como una invitación de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa para que escribiera un capítulo sobre el déspota paraguayo como parte de un libro que se llamaría Los padres de la patria. El proyecto, concebido como una colección de perfiles de dictadores latinoamericanos, no llegó a materializarse, aunque originó tres libros memorables: El otoño del patriarca de García Márquez, El recurso del método de Alejo Carpentier y Yo el Supremo de Roa Bastos.

Este último, una obra densa y multifacética, puede resultar abrumador si no se tiene un sentido preliminar de su estructura. Esencialmente, el autor recopila documentos a través de los cuales habla El Supremo: anotaciones privadas, partes de una circular perpetua que narra la historia de su país, un registro de sus orígenes familiares, transcripciones de textos dictados a su secretario privado Policarpo Patiño, y un pasquín en el que se exige que el dictador sea decapitado y sus seguidores ahorcados. Este último está supuestamente escrito por el propio Supremo, acto subversivo que persigue al dictador a lo largo de todo el libro. Algunos comentaristas desconocidos también interrumpen la narración criticando a Francia. En algunas notas se describe la condición de los documentos (incompletos, rotos, quemados) y se transcriben narraciones contemporáneas de la época, reales y apócrifas, que con frecuencia contradicen la versión de los hechos que narra El Supremo. El texto, de puntuación no convencional, no es fácil de leer, ya que con frecuencia los relatos combinan varias voces en una. desafiando la subjetividad en todo momento, Roa Bastos presenta varios narradores, mientras que el dictador juega con los tiempos de los verbos, hablando a veces en presente, en pasado e incluso en futuro cuando ocasionalmente habla desde la tumba.

«Yo el Supremo refleja una cierta insania que no podría repetir, y que no quiero repetir», confiesa el autor. Cada tema me impone su estilo. No puede inventarse algo distinto. Francia fue un terrible dictador, pero tenía una personalidad ambigua. Quise mostrarlo en su propio medio, la oscuridad y la luz. No me gusta la literatura tendenciosa como Lukacs o Sartre, aunque por supuesto, me siento comprometido con mi propia época, mis propias obsesiones. Pero Francia poseía una honestidad de hierro. En realidad era un monje laico que manejó el país como un monasterio. Era anticlerical, pero actuaba como una persona religiosa, con honradez de gobernante y una fe religiosa en la soberanía y la dignidad del pueblo. Todos los otros déspotas utilizaron el poder para satisfacer sus ambiciones personales, su afán de lucro, de fama y de gloria».

En varias entrevistas el autor ha categorizado a Yo el Supremo como una intrahistoria, utilizando el término inventado por Miguel de Unamuno para describir las tradiciones y las opiniones de la gente común, los hechos ordinarios y aparentemente insignificantes que en última instancia definen la textura de una época.

«Yo el Supremo es una reflexión de las tradiciones culturales del Paraguay, una expresión de la oralidad del guaraní. Porque en el guaraní la palabra es fundamental. Toda creación en el cosmos guaraní se relaciona con la palabra Mi necesidad, mi rebeldía como escritor, era levantarme contra los relatos establecidos. El escritor registra la palabra, pero no necesita entregarla como si ésta fuera la que tiene el mando. Lucho contra la palabra misma. Así, en Yo el Supremo, procuré inventar una forma trascendental de escritura, una metaescritura».

Un interesante artificio que el autor utiliza en su llamado «portapluma-recuerdo», un bolígrafo mágico tomado del escritor francés Raymond Roussel, que aparece en el libro como Raimundo Loco Solo, corresponsal de Francia. En una nota al pie el compilador de Roa Bastos lo describe como «una punta muy brillante, un lente-memoria que lo convierte en un instrumento con dos funciones diferentes pero coordinadas: escribir y al mismo tiempo visualizar las formas de otro lenguaje compuesto exclusivamente por imágenes, metáforas ópticas, por así decirlo». «Es una invención, una ficción», explica Roa Bastos. «Es un artificio que me permitió tratar los acontecimientos como memoria en presente, alimentada no solamente por el concepto de que el presente no existe: nada es en presente. Ya es ya. Yo ya es otro, pero también para la memoria: un recuerdo que puede no ser sólo metafísico sino también real. De esta manera, la pluma sirve como artificio para dividir la escritura, complementar el texto, proporcionar otro sentido».

Varios lectores han observado la estrecha similitud con aquel otro «loco sensible», don Quijote. «Es cierto», responde Roa Bastos. «Si el libro tuvo un modelo, algo que fertilizó la trama, fue el modelo cervantino, especialmente el diálogo entre Francia y Patiño, amo y servidor, como don Quijote y Sancho Panza».

Roa Bastos, también toma elementos de varias obras, especialmente los Pensamientos de Blas Pascal, a quien, como el Camarada Blas, el autor imagina en un encuentro con Francia. La constante mezcla de hechos y de ficción es marcadamente borgesiana.

Después de seis años de labor (en parte respaldada por una beca Guggenheim y algunos guiones), Roa Bastos entregó Yo el Supremo a una editorial en 1974. La respuesta de la crítica, especialmente dentro de la comunidad literaria latinoamericana, fue decididamente favorable y casi de inmediato el libro fue traducido a varios idiomas.

Carlos Fuentes dijo en 1986 en el New York Times, cuando finalmente apareció una versión en inglés traducida por Helen Lane, que «el resultado es un libro brillante, de rica textura, un extraordinario retrato, no solamente de El Supremo, sino de toda una sociedad colonial a punto de aprender a nadar, o de cómo ahogarse en el mar de la independencia nacional_ uno de los hitos de la novelística latinoamericana».

John Updike escribió en un artículo publicado en The New Yorker, que «el libro nos conduce, con pintorescos detalles, retruécanos y giros verbales_ a una mazmorra espiritual, una atmósfera infectada de odio y amarga obstinación_ La calidad estática y circular de muchas obras maestras modernistas está aquí empapada de una rigidez política, una furia inmovilizante que se apodera tanto del tirano como del escritor exiliado. Francia, en la reconstrucción de Roa Bastos, sufre en medio de la omnipotencia, la conocida impotencia, y el aislamiento del intelectual moderno».

El gran triunfo del escritor paraguayo no dejó de tener su costo. En 1976, el año que su padre murió a los noventa y cinco años, Roa Bastos sufrió un ligero ataque cardíaco. Además, el gobierno militar argentino incluyó a Yo el Supremo entre los libros subversivos prohibidos. «En cualquier momento me habrían detenido», reflexiona Roa Bastos, «pero afortunadamente entonces, sin darse cuenta de mi situación, la Universidad de Toulouse, que estaba en busca de un profesor latinoamericano, me invitó. Una semana después de llegar a Francia, la policía allanó mi departamento de Buenos Aires».

En 1980, después de dos divorcios, Roa Bastos, se casó con Iris Giménez, profesora de la universidad y especialista en el idioma nahuatl y las antiguas culturas de México. En los años siguientes criaron un hijo y dos hijas, para quienes Roa Bastos escribió numerosos cuentos que posteriormente se publicaron en ediciones ilustradas para niños. En 1984 escribió el texto de una edición limitada publicada por la editorial milanesa F.M. Ricci, dedicada a la obra del pintor argentino Cándido López, que documentó episodios de la Guerra de la Triple Alianza (véase Américas, vol. 42, num. 6, 1991). Titulada El sonámbulo, gran parte de la obra está dedicada a otro celebrado dictador paraguayo, Francisco Solano López, que pereció junto con casi todos sus connacionales durante la devastadora guerra librada a mediados del siglo XIX contra Argentina, Brasil y Uruguay. Roa Bastos convirtió posteriormente a El sonámbulo en una novela, titulada El fiscal, que se publicó en 1993.

En 1989, siguiendo los pasos de otros maestros latinoamericanos (Borges, Carpentier, Onetti, Paz, Sábato y Fuentes), Roa Bastos ganó el Premio Cervantes, considerado el principal premio literario del idioma español. El premio resultó particularmente apropiado, dada la admiración y la identificación del escritor paraguayo con el autor de Don Quijote. En su discurso de aceptación. Roa Bastos reconoció que había concebido a El Supremo como un doble del Caballero de la Triste Figura, un antihéroe en la tradición cervantina.

«Sin duda, el retorno de la democracia a mi país en 1989 tuvo algo que ver con el premio», dice Roa Bastos con su habitual modestia. «También el hecho de que soy ciudadano del Paraguay y de España, debido a un pacto firmado por los generales. Franco y Stroessner», agrega sonriendo. «Dos dictadores me otorgaron dos ciudadanías».

Poco después de haber recibido el premio, el escritor donó gran parte del dinero para beneficiar a los jóvenes de su patria, especialmente para financiar escuelas rurales pobres y estimular la publicación, y la distribución de libros de bajo costo en el interior del país. «En el Paraguay un libro puede costar lo que un campesino gana en un mes», señala. «No hace mucho me entrevisté con el que era presidente del gobierno español, Felipe González. Se comprometió a financiar seis bibliobuses (bibliotecas móviles) para contribuir a la distribución de materiales de lectura en las partes más alejadas de mi país».
En la actualidad, el escritor regresa al Paraguay una o dos veces al año. «En el próximo mes de mayo dictaré un curso para jóvenes en un pueblo cercano a Asunción. No se olvide que soy un campesino. Hay más honradez en el campo. También menos sofisticación, pero menos corrupción».

El año que viene, como profesor emérito, Roa Bastos dictará un curso que describe como «un aprendizaje humanista a través de la literatura» en la Universidad de Alcalá de Henares, en España, donde recibió el Premio Cervantes. aunque actualmente está retirado de la Universidad de Toulouse, el escritor mantiene estrecho contracto con colegas y estudiantes de su ciudad adoptiva. «En este momento estoy trabajando con una estudiante que escribió una tesis sobre mi obra en términos aforísticos. Estamos colaborando en un librito llamado Metaforismos, que recoge metáforas y aforismos tomados de mis escritos, una especie de libro filológico para mis lectores».

Roa Bastos disfruta cuando escribe en su oficina cerca de la universidad, en el departamento en que vive. Rodeado de papeles con sus notas, sus materiales de referencia y sus propias publicaciones en varios idiomas, pasa largos días frente a la computadora. «Sólo sigo cuando tengo todo bien armado. La gente siempre me pregunta por el significado interior (¿qué hay adentro?). Sólo utilizo las palabras que me parecen apropiadas. Cuando escribo, estoy en un estado de trance. Durante los últimos tres años he trabajado en cuatro novelas: algo no muy higiénico». Además de El fiscal, Roa Bastos publicó recientemente La vigilia del almirante, sobre Cristóbal Colón. «Es realmente una obra de crítica histórica en la forma de una novela no sobre el descubrimiento de América, sino sobre el encubrimiento que inició: el tendido de un velo sobre todo un continente, ocultando lo que allí había realmente. Por supuesto, él no sabía mucho sobre América. Murió sin saber que había descubierto un nuevo continente».

El escritor trabaja actualmente en una novela sobre la ocupación jesuita del Paraguay, tema que lo ha fascinado desde hace décadas. «No puedo probarlo, pero creo que Francia estuvo fuertemente influido por la actitud jesuita. Ambos querían defender la integridad territorial de la región. Ambos eran idealistas, estaban decididos a respetar la nación guaraní con sus principios éticos propios, sus pactos sociales, sus leyes y sus relaciones con la naturaleza». El título del libro es La tierra sin mal. «Este fue el mito original del guaraní que deambulaba en busca de esta tierra no alcanzada por el pecado, la tierra virgen, la tierra prometida, un elemento mitológico universal en todas las civilizaciones, ¿no? Los jesuitas llegaron y se dieron cuenta de que ésta era una realidad viviente para los pueblos indígenas, y les ofrecieron otra tierra sin mal, una tierra de naturaleza eterna, pero en el cielo. Los guaraníes querían un paraíso en la tierra, y allí se produjo el choque».

Para hacer más manejable el tema, Roa Bastos se concentró en la expulsión de los jesuitas en 1767, «los primeros exiliados», dice mordazmente, «de un continente que siempre había acogido a los inmigrantes. Tengo cierto conocimiento de este tema. Comienzo con una pequeña trampa de ficción: la idea de que no todos los jesuitas, fueron expulsados, de que uno de ellos permaneció asumiendo un nombre indígena, vistiendo su hábito, un viejo de noventa años, senil. Esta era la imagen visual que tenía para empezar. En diciembre pasado estuve en el Paraguay con un gran amigo, el antropólogo jesuita Bartolomé Melía, adoptado como hijo por los guaraníes con un nombre secreto, y todo, y me preguntó que dónde había sacó esa idea. Le dije que la había inventado, y me contestó que había ocurrido en realidad. Me dio un libro sobre un jesuita alemán llamado Segismundo Asperger, que ahora es el personaje central de mi novela. Utilizo el nombre verdadero. La realidad siempre tiene más imaginación, ¿no? Cuando me dijo eso, me produjo una cierta conmoción. Me dije, ¡caramba!, nunca voy a poder superar la realidad. Siempre superará mi imaginación».

De joven, Roa Bastos presenció la locura de la guerra, y en su edad adulta ha conocido demasiado bien la soledad del exilio. Sin embargo, ha superado todo con notable resistencia, gracias a una ansia de vivir que no es común en personas mucho más jóvenes que él.

«A veces me siento muy incómodo por la situación, pero trato de que me afecten las cosas positivas. Tenemos una opción: el optimismo, o desafortunadamente, el pesimismo. No creo en la humanidad per se, ni en sus productos, pero si las leyes de la vida pueden continuar rigiendo los fenómenos humanos, hay razón para el optimismo. Lo que ocurre actualmente con la humanidad, parece negar ese hecho, pero yo prefiero llevar la cosas hasta el límite en la esperanza de descubrir la verdad. Si no cabe la esperanza, para nada, para el optimismo, la respuesta más honesta es el suicidio. Sólo creo que estoy vivo. Creo que la única forma de vivir es establecer un sentido de responsabilidad. Lo menos que podemos hacer es contribuir».

 

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