Cultura vs. Pablo Escobar

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Los hombres que le ganaron la guerra a Pablo Escobar

La escena cultural de la Medellín de hoy es heredera de hombres decididos por la cultura, quienes no se callaron ante la intimidación de capo alguno. Unos vivos y otros muertos, los gestores de grupos de teatro, un Festival de Poesía y un Taller de Artes escribieron historias trascendentales gracias a las cuales hoy la ciudad habla de la existencia de un «sector cultural».

POR DANIEL GRAJALES TABARES

Cuando las balas sonaban, los oídos de los gestores culturales de Medellín tenían miedo, pero se hacían los sordos para no dejar de crear.

En un ambiente de pánico colectivo en los años 90, cuando en cualquier momento podía explotar un carro-bomba, la cultura gestó uno de los motores más potentes para la resistencia, que sobrevivió a la más oscura etapa de una ciudad que fue estigmatizada en el mundo entero.

Además de la guerra de «plata y plomo», en la capital antioqueña se libró una batalla feroz en la cual los ganadores no usaron nunca un arma de fuego.

Así hoy los esfuerzos desde la administración pública de Medellín se piensen como “novedosos”, cuando plantean que derribarán edificios en los que vivió un capo o limitan a los empresarios para que no traigan artistas polémicos, diciendo que “deberían ser sancionados” quienes vayan a visitar una tumba; hay una historia que dice que la “ciudad de la eterna primavera” sí tuvo héroes verdaderos, de carne y hueso, sin dinero en el bolsillo, sin un helicóptero ni redes, solo con arte en el corazón. Resistir desde otra mirada, una incluyente, con la ciudadanía, fue la decisión que tomaron hace casi cinco decenios actores y gestores.

Gilberto Martínez, Rodrigo Saldarriaga y José Manuel Freidel fueron pioneros en la batalla, así como decididamente lo hizo Samuel Vásquez. Cristóbal Peláez le metió candela a que el teatro no bajara el telón, al igual que Óscar Vahos, Jorge Blandón, Iván Zapata, Jaiver Jurado y Farley Velásquez. Gabriel Jaime Franco y Fernando Rendón también estuvieron ahí para hablarle a la violencia a la cara, a través de la poesía.

 

 

 

 

 

 

El maestro Gilberto Martínez, director de Casa del Teatro.

El inicio de la tropa

“Medellín no tenía vocación teatral. Su lugar más importante, el Teatro Junín, había sido construido en los años 30 y en los 60 ya estaba siendo derrumbado. Eso solo pasa cuando una ciudad es muy rica, o muy estúpida, o una combinación de las dos”, decía el maestro Rodrigo Saldarriaga (1950 – 2014), quien planteaba que los finales de los 60, con hechos como lo sucedido en París en mayo de 1968, influyeron en los docentes librepensadores de la Universidad de Antioquia, pero, sobre todo, en su alumnado, que se dedicó a temas sociales, revolucionarios, permitiendo que los ojos se abrieran ante las obras teatrales.

Héctor Abad Faciolince, por su parte, recordó para un documental televisivo que “en los años 60, y no solamente porque yo era un niño, sino porque lo he comprobado con personas más adultas, Medellín era una ciudad pequeña, de provincia, muy tranquila, donde jugábamos en la calle, sin ningún problema, donde sí mataban gente, pero no mucha gente”.

Y, precisamente a finales de la década de 1960, un hombre que combinaba la medicina con el teatro fue designado Secretario de Educación de una ciudad que no sabía muy bien si era zona rural o urbana, porque Medellín entonces contaba con edificios de arquitectura moderna y vocación industrial de relevancia nacional pero, al mismo tiempo, en ese territorio de menos de 1.000.000 de habitantes (772.887 en 1964 según el DANE), las prácticas provincianas, la fuerza religiosa y la mirada conservadora eran latentes en el pueblo.

En 1968, Gilberto Martínez (1934 – 2017) asumió el cargo, aclarándole al alcalde, Jaime Tobón Villegas, que “no estaba dispuesto a nada que tuviera que ver con politiquería”. Por el contrario, su idea era terminar el hasta entonces construido en obra negra Teatro Pablo Tobón Uribe y “dignificar la escuelita de teatro que existía, que era terriblemente pobre”. Martínez había fundado dicho centro de formación (llamado Escuela Municipal de Teatro) con Rafael Arango y Rafael de la Calle.

Esa escuela moriría años después, ante lo que Martínez crearía el Teatro Libre (primer colectivo de la ciudad que tuvo sede). Luego de sepultar ese grupo fundó El Tinglado, colectivo que desapareció tiempo después. Este maestro también fue impulsor de la creación de la Escuela Popular de Arte EPA, que fue formalizada en 1972, diciendo que en Medellín sí se podía estudiar artes, aún en tiempos de guerra.

Por esos mismos años, en 1975, Rodrigo Saldarriaga (1950 – 2014) fundó el Pequeño Teatro de Medellín, y, un año después, José Manuel Freidel formó La Fanfarria, unión de los colectivos El Renacuajo y Teatro El Grupo.

Samuel Vásquez, quien junto a Leonel Estrada realizó las dos primeras Bienales de Arte de Coltejer, creó en 1977 el Taller de Artes de Medellín, junto a Rodolfo Pérez, Álvaro Rojas, Gustavo Yepes y Mario Yepes, un colectivo en el que unió “teatro, poesía, música y artes plásticas”, como reseña la poeta Lucía Estrada.

El grupo del Taller de Artes de Medellín, con su director Samuel Vásquez (centro), durante una visita a la casa del maestro Édgar Negret.

“En ese momento, Medellín era una aldea, un pueblito. Existía ya el Pequeño Teatro que estaba en Villahermosa, también estaba la Fanfarria (de Freidel), Fernando Velásquez tenía el grupo Público Teatro Público, Gilberto Martínez tenía el Teatro Libre. Ellos eran los referentes, junto a Samuel Vásquez. Ofrecer teatro a las instituciones era como ir a ofrecer SIDA. El público del teatro eran sindicatos, asambleas estudiantiles. El teatro se parecía a la gente para la cual se presentaba: era muy crítico, de mucho humor, a veces había panfleto, estaba hecho con consciencia social, no era un teatro psicológico, siempre había consignas”, recuerda Cristóbal Peláez, dramaturgo quien en 1979 fundó el Teatro Matacandelas.

Y ese mismo año, un colectivo creó el Teatro Popular de Medellín, dirigido por Iván Zapata, quien se decidió enfocarse en el teatro infantil y juvenil.

Cristóbal Peláez, director de Teatro Matacandelas de Medellín.

Según el relato de Peláez, hacer teatro “era muy sospechoso, el teatro lo consideraba peligroso. En ese año surgió el Estatuto de Seguridad, fue la época en que García Márquez tuvo que salir corriendo para México porque lo iban a matar, recuerdo que torturaron al director de un grupo de Bogotá que era hecho por antropólogos de la Universidad Nacional. Hubo persecución de actores, cárcel para actores”.

La primera batalla fue contra el Estado, aunque, en palabras de Gilberto Martínez, cuando se elegía el teatro se elegía la lucha, porque “asumir estar en el teatro como un modo de vida es preguntarse, o mejor cuestionarse, porque lo que es, la manera cómo se acciona en su materialidad y cuál es el contexto donde se desenvuelve”.

En voz de Héctor Abad hijo, cuando los 70 terminaban, el humo negro (y no era el de la contaminación que hoy hay en la ciudad) llegaba: “todo cambió con el final de los 70 y el principio de los 80, comenzaron a aparecer unos personajes muy raros, que en principio parecían unos contrabandistas más, pero muy ricos, mucho más ricos”.

Agenda cultural vs plomo

Después de esa persecución a los ideales del teatro, el Estado dijo: “‘ve, estos pendejos no son ni tan peligrosos’, y se olvidó de nosotros”, relata Cristóbal Peláez. Sin embargo, el idilio no duró mucho, porque quien pudo o quiso ver la ciudad se dio cuenta de la manera en que el mal estaba tomando decisiones, comprando conciencias, haciendo canchas de fútbol, barrios enteros y repartiendo dinero. Ah, también supo que estaba en la política.

Entonces, “cuando ya legislaban debajo de los escritorios, cagados del miedo, con la época del narcotráfico, medio asomaban la cabecita y decían: ‘ve, el teatro puede ser hasta interesante’, y comenzaron a apoyarnos. Aunque tampoco era demasiado”, reitera el director del Teatro Matacandelas.

“A principios de los años 80, todavía se decía que Medellín era ‘el mejor vividero del mundo’, pero a finales de los 80 yo creo que ya nadie se atrevía a decir eso. Ya a casi todo el mundo le habían matado a alguien, se lo habían secuestrado o había quedado con cicatrices de algún atentado”, recordó Abad Faciolince.

La ciudad, que en 1985 contaba con 1.468.089 habitantes, estaba condicionada. Así lo relatan tres decenios después los ciudadanos de a pie, las personas que vivieron el horror. “Uno llegaba tipo 5:30 p.m. a ver el noticiero, a entender qué pasaba, compraba el periódico para saber quiénes eran los muertos, iba a trabajar con miedo, como corriendo, para no estar tarde en la calle. De repente, pun, un sonido que me duele hasta recordar, lo único que hacía era buscar un teléfono (porque no habían celulares) y llamar a preguntar: ‘mamá, ¿están todos bien?’”, cuenta Victoria, mujer de 50 años, quien en esos tiempos trabaja en una fábrica de confecciones.

Archivo. Cubrimiento de la muerte de Héctor Abad Gómez. Agosto 1987

Pánico colectivo sí, pero los gestores no se quitaron sus vestuarios, no le bajaron colores a sus escenografías, no dejaron de cargar sus cañones de mensajes.

“Llegamos alguna vez a presentar títeres en una cancha, por allá en el barrio Aranjuez, y gritábamos: ‘atención, función de títeres’, y entonces pasó una señora y preguntó: ‘¿qué van a hacer acá?’, le dijimos que títeres, para que trajeran a los niños y respondió: ‘¿sí? y ¿cuando comience el tiroteo qué hacemos?’… La gente vivía con miedo”, narra Cristóbal Peláez.

Samuel Vásquez, director del Taller de Artes, dice que “cuando la gente caminaba en las mañanas hacia su trabajo o a llevar a los hijos al colegio se encontraba con cuerpos en plena calle. Se armaba una multitud alrededor. Recuerdo que, cuando nisiquiera existían las performances, nosotros dejamos una serie de esculturas hechas con papel, que ubicamos como cuerpos muertos, sin decir quién las dejaba, ni por qué. Fue una manera de responder al horror con arte, que causó muchas sensaciones”.

Instalación del Taller de Artes de Medellín, en tiempos de Pablo Escobar, en las calles de la ciudad.

Iván Zapata, director del Teatro Popular de Medellín, rememora esos años como “una época muy dura para todas las salas de teatro que estábamos en la ciudad, sobre todo para las que estábamos en el centro, porque nos tocaba programar funciones a las 5:00 p.m., ya que a las 7:30 p.m. no había nadie en la zona. Muchas veces a los integrantes de los grupos les tocaba buscar dónde quedarse, con algún amigo que vivía cerca, por miedo”.

“En algunas ocasiones, los traquetos, a quienes no podíamos identificar con facilidad, nos contrataban a los grupos que hacíamos teatro infantil espectáculos para presentar a sus niños. Después, cuando nos dimos cuenta quiénes eran, nos tocó escondernos. Una de las formas de resistir fue abandonar lo infantil y volver al teatro para adultos. Fue cuando hicimos la obra Ciudad proyecto, la principal frase era ‘no disparen, somos jóvenes’, que salió de un grafiti cercano al Teatro Pablo Tobón”, agrega el dramaturgo.

Un mandamiento: no dejarás de resistir

En 1976, Óscar Vahos (1945 – 2004) fundó el Centro de Investigación de las Tradiciones Populares (Cintrapos) del cual nacería la Corporación Cultura Canchimalos, enfocada en recuperar las tradiciones de la cultura popular, propiciando relaciones entre el arte y la cultura en los barrios de Medellín.

Hace 30 años, en 1987, la Corporación Cultural Nuestra Gente llegó a la comuna 2, al barrio Santa Cruz, siendo con Canchimalos pioneras en proponer lo que hoy se llama “cultura viva comunitaria”.

“Nuestra ciudad Medellín, aquejada por la indolencia de la guerra entre carteles, no dejaba espacio para el sosiego, estas pulsiones mortíferas no permitían que niños, jóvenes y adultos permanecieran en la calle (el lugar de juegos, diálogos, juerga, el espacio donde nuestra comunidad se expresa de forma vital), ya que el toque de queda no oficial entraba en vigencia cada día y a toda hora (…) aquí sí vale decir que la vida no valía nada y a nadie le importaba qué ocurría con los otros muchachos que habitaban las calles y casas que cuelgan de estas laderas”, relata el director de la Corporación Cultural Nuestra Gente, Jorge Blandón.

Él “en medio de la muerte y la tristeza causada por la barbarie”, trabajó con “aquellos otros jóvenes, los olvidados por el sistema, los sumergidos en el trasfondo del barrio, los seres soñadores, los cargados de esperanza, esa que nace de la unión, del esfuerzo comunitario, del encuentro creativo, de aquella vibración que hace posible que algunos jóvenes de las comunas de Medellín, opten por el arte y la cultura como una oportunidad de generar espacios de alegría y vida”.

Dramaturgo, autor y crítico de las dinámicas sociales, Farley Velásquez (1966 – 2015) fundó en 1989, “marcado por los violentos acontecimientos que se vivieron en el Medellín de la época”, el grupo de Teatro La Hora 25, “conformado por diez profesionales de las artes escénicas”, que según reseña este colectivo, “buscó crear una estética propia y emprendió el camino del teatro para satisfacer la necesidad de comprender el mundo e incidir en él”.

El dramaturgo Farley Velásquez, director del Teatro La Hora 25.

“Estamos acostumbrados a ver un joven descuartizado tirado sobre una acera y nos horrorizamos, pero desconocemos la historia, al asesino, desconocemos lo humano o lo inhumano que hubo en ese crimen y ahí creo que el teatro entra y nos muestra sin juzgar, ni condenar el horror de ese crimen y le pone imagen y palabra. Entonces, sólo queda el miramiento del espectador”, dijo Velásquez al poeta Óscar Jairo González.

En plena guerra, según cuenta Cristóbal Peláez, la gente “iba al Matacandelas, pagaba y devolvía la boleta. Yo me cuestionaba el por qué, hasta que un día me dijeron que nosotros no requisábamos, que siempre había un hombre con una bolsa, entonces que por eso preferían irse. Era un amigo del Teatro, que iba a comprar libros en el Pasaje La Bastilla y luego asistía con su bolsa de compra a las funciones. Como el mal lo hacía tan bien, cualquier persona y cualquier objeto podían ser una bomba”.

El mandamiento principal de su gestión cultural lo llamaron resistencia, así les temblaran las piernas. “Hicimos O marineiro de Pessoa, a las 12:00 de la noche, en 1990, algo que no pensé que tuviera tanta trascendencia. Las funciones las teníamos que hacer a las 6:00 p.m., porque a las 9:00 p.m. ya no se podía hacer nada, ya todo el mundo estaba encerrado. Fue un éxito, le dijimos a la ciudad sí se puede, con sala llena”, recuerda Peláez.

En 1991, el Festival Internacional de Poesía de Medellín le dio eco a las reflexiones que la revista Prometeo venía publicando en sus páginas. Gabriel Jaime Franco, cofundador del certamen, cuenta que “la historia comenzó antes, a inicios de la década de 1980, cuando Fernando Rendón fundó la revista, financiada por sindicatos, esa publicación nos aglutinó y nos concentró en difundir la poesía. En los 90, cuando se suma al conflicto ya vivido, con hechos como el exterminio de la Unión Patriótica, la guerra del narcotráfico; estábamos en un estado de sitio no oficial, el crimen estaba asechando por todas partes”.

Ante esto, decidieron “convocar a la ciudad a un Festival de Poesía, con trece poetas colombianos, muy modesto, pero lo que no fue modesta fue la asistencia de público. Lo hicimos en el Pueblito Paisa, fue tanta la acogida que notamos que la ciudad estaba necesitando estos encuentros. Desde entonces llevamos 27 años resistiendo y luchando por la paz de este país, la poesía está hecha para ampliar los límites de la conciencia”. Al primer Festival asistieron 1.500 personas según cifras del evento, un año después fueron 20.000 los convocados.

Con la muerte de un señor de apellido que comienza con E, la gestión cultural se sintió menos presionada, “pero no tranquila, porque el reto era continuar, transformar la ciudad, a sus habitantes”, dice Jaiver Jurado, presidente de la Asociación Medellín en Escena que agrupa actualmente a 19 grupos de teatro de la ciudad, fundó hace 20 años el Teatro Oficina Central de los Sueños, motivando a que el teatro siguiera siendo uno de los transformadores de una ciudad que superó el conflicto en tales escalas.

“El teatro tomó el papel del Estado para entregarle a la gente alternativas, para entregarle arte, para darle más que su realidad dura. En Medellín las entidades teatrales proponemos desde entonces agenda, entregamos reflexiones, creamos desde la resistencia, sin saber siquiera si eso que hacíamos se llamaba ‘resistencia’, porque era nuestra pasión, nuestra vocación”.

Sin embargo, después de ganarle la guerra al dolor, de ver la luz luego de una época oscura y confusa, Jurado concluye que todavía la ciudad, con 2.464.000 habitantes aproximadamente y el título de “la más innovadora del mundo”, no va masivamente a teatro, ya que calcula que a toda la actividad teatral de Medellín asisten 500.000 personas al año. Pero no desfallecen en sus esfuerzos los hombres de teatro, el Festival de Poesía, los ecos de las enseñanzas del Taller de Artes y los logros de la cultura viva comunitaria en la ciudad donde habitó Pablo Escobar, porque ellos ya vivieron su terror y le ganaron la batalla.

Publicado en Revista Arcadia

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