Nicolás Suescún, hombre del siglo XX

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POR CARLOS MAURICIO VEGA

En Los cuadernos de N, libro de muy corta edición publicado por Planeta en 1994, un antihéroe arrastra su existencia por la ciudad de la desesperanza. Está preso del gris de su vestido en unas calles anónimas y crueles hechas con renglones azules, tijeras, pegante, tal vez papel periódico.

N toma notas variadas que conforman una especie de diario al que tiene acceso un amigo suyo, de profesión editor. De los cuadernos de N solo conocemos unos fragmentos, a través de los cuales podemos conjeturar su existencia y construir todo aquello que no dice. Es una novela reticular. Como una máscara superpuesta a una amplia realidad oculta, los breves textos sueltos nos inducen durante 250 páginas a participar en lo que le sucede a N en su universo paralelo: un proceso tan poco fiable como el de los sueños. Nicolás Suescún, su autor, planteaba que el mundo de los sueños era más real que el dudoso ámbito de las percepciones sensoriales.

N no es Nicolás Suescún, pero sí su trasunto. Un collage de Nicolás. El cuerpo de Nicolás, sus chaquetas de cuero, sus buzos, sus mocasines siempre informales, permanecían en la oficina de Cromos. O se daban un septimazo hasta el piso quinto de la calle 17 donde quedaba la revista Nueva Frontera que editaban él y María Mercedes Carranza para su director, el expresidente Lleras; o viajaban desde el edificio Sabana hasta un remanso en el río de cemento que es la avenida Jiménez: el delgado edificio de la librería Buchholz. Pero su mente estaba siempre vagando por el reino de los sueños: de él dijo Hernando Valencia Goelkel que es al acabarse el camino cuando comienza el viaje. “Desplazarse en el espacio nunca podrá tomar el lugar de nuestros sueños”.

*

Para alguien aún imberbe, coincidir con el onirismo de Nicolás Suescún durante cerca de dos años en la revista Cromos no puede haber sido sino un golpe de fortuna. Por algún azar administrativo o tal vez por haber negociado la convivencia entre temperamentos difíciles, nos convertimos en los únicos ocupantes de una de las habitaciones traseras del caserón que ocupaba Cromos en la calle 70. El resto de la redacción estaba en otro espacio, bajo el ojo insomne de Juan Mosca, otro poeta que fungía como jefe de redacción: el inolvidable Fernando Garavito.

Aquello fue como haber tomado créditos extras en una universidad inconcebible. Nicolás no solo era un soñador y un navegante de la literatura que compartía su conocimiento con generosidad y sin arrogancia: era un editor competente y veloz, que conocía por dentro todas las costuras del oficio. No podría decirse que fue reportero: el único que salió a las calles a recoger noticias poéticas en su nombre fue su personaje Bag Bag, y tal vez, pero solo tal vez, N, el autor de los Cuadernos. Pero en el resto de la cocina del oficio, en el arte de la titulación certera, de recortar o consolidar un texto con unos pocos golpes de tecla y cerrar páginas de madrugada, fue un maestro.

Caminar por esa oficina era un ejercicio de ballet, porque el piso estaba cubierto por columnas, montañas, arrumes de revistas internacionales y recortes de periódicos: Der Spiegel, New Yorker, Paris Match, The Guardian, el Frankfurter Allgemeine, Le Monde Diplomatique, el Excelsior o el Universal de Guayaquil. Era la internet de la época. Nicolás, como librero, escritor e investigador, era un acumulador. Tener toda esa información era un lujo y un exotismo: los periódicos tardaban días en llegar y las revistas se guardaban como tesoros. Nicolás flotaba por entre aquel oleaje de papel en cuclillas, escogiendo con entrenado ojo la información que necesitaba para traducir y componer a gran velocidad, muchas veces haciendo puente entre tres idiomas, una nota de política internacional o de arte o de cine o de ciencia, que en la mayoría de los casos no firmaba porque para él no era sino una artesanía con la cual darle de comer al soñador y al poeta.

Por aquel entonces, antes de que los periodistas se volvieran objetivos militares de varios bandos y de que al país le torcieron el cuello entre narcos, paras, guerrillos y corruptos, se viajaba compulsivamente para tomarle el pulso en los lugares más disímiles y lejanos. Viajes que comenzaban un lunes después del consejo de redacción y algunas veces terminaban el día de cierre. Llegábamos con las crónicas hirvientes en la punta de los dedos. Allí, habitando su rincón de papel periódico, con su cigarrillo sin filtro en la mano y su media sonrisa y su humor ácido, estaba siempre Nicolás, con su pliego internacional “frío”, ya cerrado. A veces se inventaba series que duraban semanas o meses, sobre la vida de María Félix o de Edith Piaf: a veces emprendía análisis sobre la guerra fría, sobre los misterios de Gorbachov y el papa Wojtyla y Reagan, para explicar lo que entonces era oscuro y hoy es obvio: que la URSS iba a caerse y el mundo iba a cambiar. Y se reía, siempre se reía, viéndolo a uno en las afugias del oficio, dando una mano aquí y allá. Aquello era un juego para él, que tenía la escuela de 20 años atrás, de ser editor de Eco, una revista de arte, literatura y filosofía que publicaba mensualmente la librería Buchholz y que vino a llenar el enorme vacío dejado por la desaparición temprana de los directores de Mito, Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus.

Allá había sido su escuela: al lado de los pensadores más sólidos que pudo albergar el país de entonces, como Ernesto Völkening, Aurelio Arturo, Hernando Téllez, Hernando Valencia Goelkel. Detrás de su sencillez y su voluntad de ayudar y enseñar uno veía el oficio: la experiencia de haber editado durante la década de los sesenta esa revista que traía ensayos, dramaturgia, poesía y crítica firmada por Roland Barthes o José Emilio Pacheco o Saint John Perse o Álvaro Mutis.

En medio de ese frenesí de los cierres uno veía a Nicolás casi que levitar, cigarrillo en mano, elevando la mirada por las pequeñas ventanas de nuestra celda periodística como suspendido entre las volutas de humo. No era difícil entender cómo aquel reticente intelectual, aquel periodista de escritorio, podía producir en sus tiempos libres libros de cuentos y poemas con esos mismos personajes condenados: El Extraño, Tres A.M., El último escalón, El retorno a casa. Eran –son– libros herméticos, escritos en una clave de sobriedad y sencillez difícil de entender en el país del ditirambo y la ampulosidad.

Y entonces, muy de vez en cuando, podía uno, en calidad de benjamín, acceder al apartamento del poeta, un dúplex en el desaparecido edificio Sabana (donde hoy se alza la horrenda aguja del BD), para ver un paisaje similar: un estudio atiborrado de los mismos rimeros de publicaciones que constituían la memoria volátil del poeta, su universo de trabajo inmediato, porque la memoria “dura” se apoyaba en su biblioteca, una biblioteca construida delicadamente con las ediciones originales de Yeats y de Auden y de George Orwell: lo que pudo seleccionar y atesorar en sus tiempos como librero de Buchholz y como empresario fugaz en otra librería que se llamó Extemporánea, para hacerle un perverso juego de palabras a otra de las librerías de moda en la Bogotá de entonces, la Contemporánea.

En ese santasanctórum en donde el poeta navegó durante un tiempo de soltería antes de conocer a su segunda esposa, la abogada Margarita Moreno, aprendía uno de arte y poesía contemporáneas sin tener que casarse con un color político o con alguna militancia. Nicolás venía de una unión intensa y tormentosa con la socióloga y periodista Stella Villamizar, con quien tuvo dos hijas, Matilde y Natalia, artistas e intelectuales como su padre, con quien vivieron una adolescencia sin represiones y de quien heredaron el amor por el buen cine y un punto de vista libre de la vida. Porque Nicolás era un hombre libre, con una visión muy crítica de su entorno social, que sus personajes y voces canalizaban, pero lejos de alinearse o de entregar su discurso al servicio de movimientos u organizaciones. No era fácil mantener ese equilibrio, en una época en la que la rivalidad de las facciones de la izquierda, atomizadas entre los trotskistas, los prochinos o maoístas y los de la “línea Moscú” (peyorativamente llamados “mamertos”) era tan peligrosa como la de las actuales barras bravas. Tenía un precio: el reconocimiento a su obra podía resultar mucho más lento pues no era poeta de fogonazo, de proclama y de panfleto. Y para decantar y procesar esa obra había allá, en ese apartamento, una máquina de enrollar cigarrillos con papel de fumar francés, que no se usaba precisamente para envolver tabaco negro. De vez en cuando, si eras afortunado, podías tratar de perseguir los sueños de Nicolás entre el humo del hachís. Corrían también ríos de gin con tónica y vinos oscuros y buenos quesos: Nicolás era un sibarita sin plata.

Andando el tiempo, en los años noventa, Nicolás pudo dejar el periodismo luego de haber ejercido hasta en la sección internacional de un noticiero de televisión. Pudo consagrarse, con mucho sacrificio, a la traducción de los grandes de la poesía mundial, una de sus pasiones, y a continuar con su obra que ya para entonces contaba con dos libros de cuentos y dos de poesía. Durante los casi 30 años que le restaban de vida se consagró a otros tres libros de poesía, a traducir a Rimbaud y a Yeats y a Wade Davis –quien dice que la versión española de su libro El río es más de Nicolás que de él, por su fuerza poética– y a otra novela, Opiana, su última obra. Opiana es una ciudad distópica en donde un Regente y un Siempre Joven Soberano someten a su población al sueño de la amapola y les roban la mitad de la vida (ver reseña en la página de Libros).

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Es difícil, y a lo mejor inútil, ubicar a Nicolás dentro de una tendencia. Fue un vanguardista. No fue, como bien lo advirtió él mismo muchas veces, un aforista ni un filósofo, aunque usaba la forma del aforismo para adjudicarles parrafadas a sus magros personajes, y los alimentaba con su espíritu más nihilista que epicúreo.

Condenaba todo lirismo y todo adorno inútil, al punto de afirmar, junto con su amigo Aurelio Arturo, que era muy difícil, si no imposible, hacer buena poesía en español o en alguna lengua romance, y sí mucho más factible, en inglés. Lo paradójico es que se ocupó de traducir a Yeats y a Auden al español, y enfrentó el grave reto de no poder ser tan conciso como ellos en su propia poesía.

Pero también asumió el reto de trasladar al inglés el pensamiento de un Raúl Gómez Jattin, para algunos el poeta más importante de nuestro abundante parnaso, para otros un simple poeta maldito más.

Tonight he will attend / three dangerous ceremonies / Love between men / Smoking marijuana / and writing poems, dice Nicolás que se dice en inglés el poema sobre Cavafis del maestro del Sinú.

La poesía de Nicolás, sin embargo, parece más cercana a la de Emily Dickinson que a la de Yeats o la de Auden. Era un rebelde, pero un rebelde solitario. Se rebelaba contra los manierismos de sus compatriotas de la generación inmediatamente anterior. Respetaba a León de Greiff, a Silva, a su amigo Aurelio Arturo, a Cote, a Gaitán Durán: a muy pocos más. Repudiaba el lirismo inútil y a su autor, el intelectual de pose, por considerarlo un desconectado de las responsabilidades materiales de la vida.

Nicolás no era un místico, pero sí un visionario. Algunos de sus seguidores releen y subrayan sus ajados ejemplares de Los cuadernos de N como si contuvieran las claves de Melquíades. Era un escéptico de la especie y un crítico de la forma de vida urbana occidental que conoció en los diversos países a donde lo condujo su devenir literario, académico y artístico. Hijo de una familia de alcurnias bogotanas pero sin mayores medios, estuvo apoyado en su primera juventud y andanzas por unas tías que creían en él. Pero los dineros que sostenían al estudiante de Literatura de la Universidad de Columbia llegaron a su fin y Nicolás tuvo que cumplir con los más prosaicos trabajos para supervivir en donde le apoyara su buen inglés y su natural conciliador y bondadoso: dependiente en una aerolínea, maestro de idiomas, periodista. Hasta estuvo a punto de ser soldado. Escaso de recursos, regresó por un tiempo a Colombia y cuando volvió a Estados Unidos no pudo terminar su carrera. Su sueño de ser profesor de Literatura casi termina en Vietnam. Hubiera sido muy paradójico que este beatnik colombiano, que se negó a formar parte de los nadaístas (creo que ni siquiera se dio por enterado de su fugaz existencia), que este librero y lector esotérico que daba cuenta de los Nobel antes de anunciarse el premio, resultara en un helicóptero llegando a Da Nang al ritmo de los Rolling Stones.

Pero esa no era la guerra que tenía que pelear Nicolás. A marchas forzadas se devolvió a Colombia, donde desempeñó los más desatinados destinos, como ser profesor de Inglés en el Colombo, hasta que un hombre pequeño y de cabellera blanca como una bandera al viento lo invitó a trabajar en su negocio. Era un librero alemán que había arribado a Colombia luego de la Segunda Guerra y que importaba discos, arte y libros técnicos desde otras sedes de su librería en Lisboa y en Bucarest: Karl Buchholz. Lo contrató a fuerza de verlo revolotear en los mesones de los cinco pisos del edificio delgado y transparente, con ventanas de techo a piso y atiborrado de libros, al punto de que a la distancia, desde la carrera séptima, parecía un solo libro enorme y abierto. En aquella época (decía Fernando Gómez Agudelo, el precoz fundador de la televisión colombiana), las únicas conexiones entre el mundo y la aislada Tenaz Suramericana eran los comercios ilegales de San Andresito, que traían la tecnología, y la librería Buchholz, que traía la cultura: los discos de la Deutsche Grammophon que se ponían en el tocadisco de contrabando. Décadas más tarde, mucho después de su muerte, estalló un escándalo de consejas alrededor del viejo Buchholz, que había fundado también librerías y galerías de arte antes de la guerra, en el Berlín de la República de Weimar y del Tercer Reich, en Nueva York y en Rumania. Se dijo que Buchholz había traficado con arte de los movimientos surrealista, cubista y abstracto, confiscado a coleccionistas judíos por el régimen nazi bajo la peregrina excusa de que Kandinsky o Ernst o Miró eran Entartete Kunst, arte degenerado. Otras voces dicen que lo que hizo Buchholz fue salvar esos cuadros, con muy buen provecho para él, seguramente.

Mientras dirigía los destinos comerciales de la librería y editaba la revista, Nicolás tuvo tiempo de producir obra gráfica. Sus raros Nicollages, que Suescún expuso en Berlín y en Bogotá y que adornan algunas de las ediciones de sus libros, parecieran una ironía involuntaria sobre esa historia. Son personajes torturados, de ceños fruncidos y amarguras invencibles que parecen alzar las cejas desde su vientre, hombrecillos en posturas descoyuntadas, herederos del Guernica, del Dadá o de Kandinsky, de ojillos arrugados y calvas prominentes, de perspectivas equívocas como picassos en embrión o braques soñados por Braque antes de que fuera Braque. Ana, hija de Margarita Moreno, la segunda esposa de Nicolás, que creció con la enorme biblioteca del poeta como el paisaje de su vida, lo recuerda tijera en mano, con una barra de pegante blanco y mucho papel y cartulina, jugando a recortar y pegar, recortar y pegar, como un niño en el jardín infantil, sobre papel rayado de cuaderno, rayas azules sobre las que habría que hacer planas de oes y úes enlazadas de caligrafía Palmer y que él convertía en un desfile interminable de espíritus como del teatro negro, como de unos dibujos animados existencialistas cuyas viñetas se congelaron en algún punto entre el abstracto y el arte conceptual.

Tal vez de ahí vino su personaje Bag Bag, enigmático y antipoético. Un crítico erótico político, de escasas sílabas que desfilan página abajo por las orillas de un libro imposible. Enfrentarse a Bag Bag es un ejercicio de desprendimiento intelectual, de zen poético. Uno podría decir entonces, con temor a equivocarse, que la poesía de Suescún es apolítica, anticomprometida, neutra, minimalista, aséptica. Y se equivocaría. Gracias a lo escueto de su forma Suescún dice las cosas de manera más inteligible y transparente: su obra nos queda como un testimonio de un momento que “realmente no es el momento”, pero contiene “todo el corpus delicti, de la A a la Zeta”.

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Bajando por la Jiménez va el poeta Rogelio Echavarría. Enfundado en un traje Príncipe de Gales y atildada corbata. Viene de su prisión como editor cultural de El Tiempo. Se encontrará con Aurelio Arturo, con Juan Gustavo Cobo, con el mismo Nicolás, con Feliza Bursztyn y con Fernando Charry Lara. Al fondo, el edificio Buchholz. Todos van hacia allá.

¿Será N el mismo Transeúnte de su antecesor en generación, Rogelio Echavarría, perdido en oscura batahola? O uno de esos bogotanos anodinos que pinta Luis Fayad en su Ester, o alguno de los humillados y ofendidos individuos que retrata Scott Fitzgerald… En Nicolás habita una contradicción entre la libertad y el respeto a la igualdad entre todos los seres humanos y el más absoluto escepticismo en cuanto a su futuro o su felicidad. Toda su obra es un canto a la vacuidad de la existencia. Suescún es afortunado traductor de Flaubert y de Yeats, de Stephen Crane y de Blake y autor de sesudos ensayos sobre Rimbaud. Parecería que al reescribir de manera espléndida ese lirismo ajeno a él, Suescún se intoxica y nos entrega a vuelta de correo su propia visión del mundo. Regurgita una poesía magra, leve, parca, tan exacta y precisa que se aleja del miserabilismo y de toda posible compasión o patetismo y nos deja el retrato exacto y escueto de un hombre solitario, incomunicado, abandonado de sí mismo y de sus coetáneos, encerrado en un callejón sin salida como una rata en su caneca: el hombre del siglo XX.

Dicen que tras el siglo XX desaparecerá el individuo como centro de la actividad humana. El valor de la libertad creativa proclamada desde el Renacimiento y la igualdad y el respeto elevados desde la revolución francesa están ad portas de desaparecer en un mundo sobrepoblado y con abismos y fisuras insalvables entre pobres y ricos, entre digitalizados y análogos, entre globalizados y presos de sus provincias. Los millennials ya actúan en manada: el individuo que aún pretende moverse en soledad es mirado como un anacronismo, un dinosaurio. Miríadas de especímenes humanos son víctimas de modernos esclavismos: como audiencias, como mercados o simplemente como mano de obra sin identidad ni ciudadanía, tal como los trata la industria china o las maquilas que mantienen hordas de esclavos en barcos-fábrica, barcos-prisión flotando en aguas internacionales donde no hay legislación ni mano humanitaria que las socorra.

De ese mundo es superviviente y predecesor y último ejemplar el desesperanzado Bag Bag, el mismo protagonista de Los cuadernos de N, el sombrío modelo de los dibujos torturados de Suescún. El último de los individuos, el más anodino y anónimo. El oficinista fracasado, el hijo de su mamita que nunca pudo sacar cabeza, el indigente que poco a poco fue descendiendo por las capas sociales hasta caer en el más libre de los estatus, el del vagabundo que nada debe porque nada puede pagar y nada tiene porque la sociedad se lo arrebató todo, excepto los latidos de su corazón. Tal vez por eso Nicolás se fascinaba con los solitarios y los anónimos, a quienes, como dijo en su lúcida presentación de Los cuadernos de N en 1994, solo les asiste un derecho: el de la muerte.

Publicado en Revista Arcadia
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