El Príncipe que no llegó a rey

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Por Federico Frau Barros – Fotos: Sergio Jacomino

Esta es la historia de un hombre que se inició en la música el día que murió su madre. Cuando su tía le dio la noticia, lo primero que hizo fue agarrar la guitarra que su madre le había regalado, corrió a su habitación y largó lo primero que le salió: música. Las lágrimas vinieron después. Esa improvisación fue su primera canción, el inicio de su arte. De ahí en más, Gustavo Pena no paró de componer y cantar, dónde fuera y cómo fuera.

“Él es su obra y su obra es él”, dice Mario Gulla, uno de los tantos músicos que lo acompañaron en sus diversos proyectos. Y el reconocimiento de su obra también es él: disperso, tardío y lejos de la órbita de las grandes compañías discográficas. “Se sentía poco reconocido y eso a veces lo llevaba a actuar como si el mundo le debiera algo. Era consciente de la calidad de sus canciones y por eso se enojaba cuando no salía adelante. A veces con los demás y a veces consigo mismo”, cuenta Herman Klang, otro de sus compañeros musicales.

Gustavo Pena, artísticamente conocido como “El Príncipe”, fue uno de los músicos más talentosos de la música uruguaya de las últimas décadas. Musicalmente impredecible, anduvo siempre en busca de nuevos horizontes. Como él mismo dijo en una de sus tantas canciones, cantaba de aquí para allá. Transitó la bossa nova, el tango, el rock, el jazz y la milonga. Integró más de diez bandas, vivió en Brasil y grabó su único disco de estudio en la Argentina.

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La fuente de la juventud

Gustavo José Pena Casanova nació la madrugada el 2 de diciembre de 1955 en Montevideo. De chico le gustaba leer la Enciclopedia de Oro, arreglar cosas rotas e ir a los Boy Scouts. Se crió en el barrio montevideano de Cordón y allí conoció a Gilda, quien años después se convertiría en su primera mujer y en la madre de su hija mayor. Y allí también nació su apodo. Le decían “Principito” por su parecido con el personaje de Saint Exupéry, era delgado, tenía el pelo claro y siempre andaba con una bufanda en el cuello.

Por esa época, su madre le mandó a fabricar una guitarra. Él solía decir que ella siempre supo cuál era el destino de su hijo. “Zamba de mi esperanza” fue la primera canción que le enseñaron y la primera que sacó de oído fue una de los Beatles: Don´t let me down.

«Una tarde del año ´69 nos reunió Mario Bengoa, que es un poco mayor que nosotros. La razón fue que los dos tocábamos la guitarra y nos podíamos entender. Teníamos doce o trece años pero Gustavo, porque todavía no existía el Príncipe, ya era difícil. Nos sentamos frente a frente con nuestras guitarras, en un lugar parecido a un aula, un salón. Me pareció afinado, musical y algo desprolijo. Su personalidad era inquietante”, cuenta el músico uruguayo Fernando Cabrera recordando el día que se conocieron.

Antes de cumplir veinte años, el Príncipe se puso a estudiar flauta en el conservatorio Kolischer de Montevideo, el mismo al que fue el gran escritor uruguayo -y también músico- Felisberto Hernández.

Al poco tiempo llegó su primera presentación como solista en la Alianza Francesa de Montevideo. Ese día, cuando se hizo la hora de tocar, el portero del lugar no lo dejaba entrar por su pelo largo. Luego de un rato, logró convencerlo de que él era quien iba a cantar ahí dentro. El Príncipe quedó muy conforme con la experiencia, pero ya tenía decidido irse a San Pablo con una guitarra a probar suerte. Hacia allí partió y formó parte del grupo de música country The Harold Anderson´s group y de Capote, banda en la que fusionaban música del nordeste de Brasil con rock.

Al regresar de Brasil, viajó por primera vez en su vida a Buenos Aires, invitado por Jorge “Negro” González, un contrabajista de jazz argentino. Por esos años el Príncipe comenzó a gestar muchos proyectos musicales en paralelo, lo que se convertiría en una constante a lo largo de su carrera.

Tiempo después volvió a Buenos Aires. Esta vez para grabar un disco en los estudios Panda, con plata que le prestó su hermana Nilda. Allí grabó “La fuente de la juventud” que recién sería editado catorce años más tarde por el mítico sello uruguayo Ayuí/Tacuabé.

Y fue también Ayuí/Tacuabé la compañía encargada de grabar su show más recordado. El 11 de septiembre de 2002, acompañado por el cuarteto de cuerdas El Club de Tobi, el Príncipe se presentó en la Sala Zitarrosa de Montevideo. El show fue grabado casi completo y se convirtió en un material de colección titulado “El Recital” que se puede ver en YouTube.

Por esos tiempos una diabetes poco tratada empezaba a complicar gravemente su estado de salud, pero él seguía haciendo música. Mario Gulla, miembro de El Club de Tobi y amigo del Príncipe, recuerda los preparativos de ese show en la Sala Zitarrosa: “Gustavo estaba convaleciente. Se levantaba solo para ensayar pero llegó la noche del show y brilló. Estaba más entero y clarito que todos nosotros”.

Cuando su salud le impidió seguir tocando, se sumergió en la tecnología y aprendió a usar las máquinas. El Band-in-a-Box, un programa para hacer música de manera digital, se convirtió en su nueva herramienta. El tecladista uruguayo Hugo Fattoruso dice que su habilidad con los instrumentos y las máquinas era como su personalidad: divertida y colorida. Y fue así que hizo la que luego se convertiría en una de sus canciones más conocidas: “¿Cómo que no?”. La compuso con una computadora, internado en Punta del Este luego de un accidente automovilístico.

Suerte y amor

Principe 6 (2)“Amo al Príncipe como todos los que amamos la música distinta y auténtica. Ahora, al igual que lo que sucedió con Mateo, después de su muerte todos quieren grabar o tocar canciones suyas. Qué lástima que no lo hicieron antes”, dice Rubén Rada.

Toda una generación de artistas uruguayos ha cantado sus canciones en el último tiempo. Ana Prada, Jorge Drexler, Martín Buscaglia, la banda Cuatro Pesos de Propina, son algunos de ellos. El músico uruguayo Pablo Sciuto, encargado de grabación del disco que el Príncipe grabó con su banda Autobombo, le compuso una canción en homenaje titulada “Corazón de mandolin”.

En Argentina su música es cada vez más escuchada e interpretada. La banda Onda Vaga popularizó su tema “¿Cómo que no?”, que también lo hace el conjunto de cumbia La Liga y hasta el franco latino Manu Chao lo canta en sus shows. El dúo Perotá Chingó también hace canciones suyas y el escritor argentino Pablo Ramos canta el tango “Beibi” junto a su banda Analfabetos. Tan presente se está haciendo la música del Príncipe del otro lado del Río de la Plata que este año se realizó la quinta edición del festival en homenaje al Príncipe que se hace en la Ciudad de Buenos Aires, donde distintos artistas y admiradores se juntan a celebrar su música.

“Si la misión de mi viejo consistió en componer esas hermosas canciones, entiendo que la mía es compartirlas”, dice Eli-u Pena, hija mayor del Príncipe y también música, en la página web que abrió para difundir la obra de su padre (imaginandobuenas.com.uy).

Y la vida del príncipe también llegó a las pantallas, en dos oportunidades. El documental “Ángel de la Ciudad”, fue la tesis de dos estudiantes de comunicación uruguayos, Diego Robino y David Silva Trías. “Lo más divertido fue ver el resultado del documental juntos con mi padre. Recuerdo que nos reímos muchísimo. Supongo que porque nunca creímos demasiado en las formas mediáticas de transmitir el espíritu de las cosas, pero siempre vale la intención. Creo que los chicos del docu lograron algo de eso y ahí está el valor de su trabajo”, dice Eli-u. La otra película es “La Cocina”, un documental del director argentino Willy Villalobos sobre los últimos meses del Príncipe, que no contó con la aprobación de Eli-u por considerar que no retrataba su esencia.

“No sé para quién hago la música pero sé para qué la hago. Hago música porque no puedo parar de hacerla. Siempre que dejo la música se me vacía todo, me va mal. Con la música puede ser que me vaya mal, pero me siento re bien y la gente también, me parece la forma más útil que tengo de servir a la gente”, contó en una de las pocas entrevistas suyas de las que hay registro.

Entre sus variadas influencias musicales estuvieron John Coltrane, Jimi Hendrix, Joao Gilberto, Luis Alberto Spinetta y Eduardo Mateo. Amante de la filosofía hindú, también disfrutaba mucho de escritores latinoamericanos como Jorge Amado, Gabriel García Márquez y Mario Benedetti. Pero como él mismo dijo en una entrevista, su gran maestro fue Jesús. Solía contar que cuando vivió de joven en la selva atlántica brasileña, tuvo una experiencia única donde vio una luz y que, de ahí en más, ninguna tormenta lo asustó.

“Transformaba cualquier situación aparentemente vulgar en una letra conmovedora. Era un bendito maldito, te provocaba constantemente. Era un genio, lo sabía y te lo decía. A veces parecía pedante, porque es raro que uno hable bien de sí mismo y él lo hacía, pero tenía razón”, recuerda Martín Morón, amigo y trombonista que lo acompañó en Autobombo.

“Para ser artista y figurar, hay que forzar la jugada. Hay que amigarse con los  periodistas. A él solo le preocupaba la música, pero jamás pensaba en comercializarla”, dice Rubén Rada. “No sabía cómo comunicar lo que estaba haciendo. Buena parte de ser incomprendido era por su incapacidad de meterse en el sistema. Tenía una gran paranoia de que lo cagaran”, dice Herman Klang y agrega que quizás el Príncipe pecó de no hacer lobby en el ambiente musical uruguayo.

Tal vez su entrega total a la música fue también la que no le permitió cuidarse de la diabetes que padecía y que lo terminó matando el 13 de mayo de 2004. En el último tiempo también padeció el síndrome de Guillain Barré, una enfermedad que afecta a los músculos y al sistema nervioso.

En los cuentos árabes la figura del príncipe suele estar relacionada con la búsqueda y el aprendizaje, y la del rey con la realización. El músico uruguayo Jorge Nasser cuenta que la última vez que lo vio al Príncipe, él le hizo saber que estaba en paz con todo lo vivido y muy agradecido al universo. “Era una especie de rey en el exilio”, dice Nasser. Y quizás su transición a rey haya llegado con su muerte y el reino que nos deja es su música sanadora, porque su paso por la tierra fue justamente una incansable búsqueda de enseñanza y aprendizaje.

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