Benesdra, el escritor maldito

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Por Ximena Tordini

El periodista argentino Salvador Benesdra quería que lo reconocieran como autor de ficción. Quienes trabajaron con él cuentan que era un analista político brillante. Escribió un libro mítico, colosal, El traductor, que retrató la crisis de la izquierda en los ’90. Reeditada hace unos años, su obra nunca entró en ningún canon, ni oficial ni alternativo. Se suicidó en 1996, a los 43 años. La vida de un hombre que sólo quería dedicarse a escribir.

Los papeles flotan en el azul del Océano Atlántico. La mujer, que acaba de tirarlos al agua, los ve hundirse.

Está cumpliendo el deseo de un escritor muerto, Salvador Benesdra, que no quiso que sus cuadernos escritos en alemán fueran publicados.

Los papeles se hunden.

Nadie va a leer esos cuadernos.

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A fines de 1995, Benesdra dejó su departamento en Buenos Aires y se fue a Arachania, un pequeño pueblo uruguayo sobre la costa atlántica. Alquiló una casa. Le gustaba escribir cerca del mar. Su novela El traductor había sido rechazada por varias editoriales: por ser demasiado extensa, demasiado compleja para el mercado.  Algunos dicen que estaba tratando de acortarla. Otros dicen que no, que Benesdra se había rendido y que únicamente quería concentrarse en Puntería, una novela nueva que pensaba armar con la lógica del zapping. Por un fuerte dolor en la espalda, no podía quedarse sentado. Pasaba las horas en la cama, inmóvil, deprimido. Volvió a Buenos Aires, intuía que se acercaba un nuevo brote psicótico pero no quería internarse. Pocos días después, el 2 de enero, saltó por el balcón de un décimo piso.

Su suicidio, las formas de su locura, su desmedida erudición y El traductor armaron la imagen de Benesdra que circula de boca en boca. Durante dos décadas la novela se difundió por las ganas de sus lectores de mantenerla viva. Con cada recomendación, el libro tuvo un nuevo aliento para enfrentar los dictados de la industria editorial.

En la prensa masiva sólo se publicó una nota, en 2002 cuando él hubiera cumplido 50 años. Ahora, diez años después, la editorial Eterna Cadencia re edita El Traductor y publica, por primera vez, El Camino total, un libro de autoayuda. En una de las contratapas se lo menciona como el autor de la “mejor novela de los años noventa”, una hipérbole incomprobable que intenta hacer justicia con un escritor cuyos textos, aún hoy, permanecen sumergidos.

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En el primer edificio en el que funcionó el diario argentino Página 12, un olor a cigarrillo se afianza en el ambiente. En un rincón, Salvador junta a varios colegas para anunciarles una importante noticia. Silencio incómodo. Salvador habla: esa noche seres de otro planeta vendrían a Buenos Aires a buscarlo. Había empezado una revolución interplanetaria y él iba a ser el interlocutor entre los dos mundos. Sus compañeros tratan de que cambie de opinión. No hay caso. Benesdra está convencido. Llaman a algunos amigos de Salvador. Lo acompañan al Obelisco. Esperan el descenso de una nave. Dice Benesdra: llegará a medianoche. Esperan. Siguen esperando. Se emborrachan. Terminan en la madrugada en casa de otro amigo: psiquiatra.

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Sus conocidos relatan la infancia de Salvador con unos pocos trazos magnificadores. Nació en 1952 en una familia de origen turco sefaradí. Su padre era dueño de Greco, una importante zapatería de la época, y de la biblioteca donde hizo sus primeras lecturas. Cuentan que empezó a hablar a los tres años y que fue tartamudo durante mucho tiempo, que hizo el secundario en dos años (o tres) y que a los catorce ya había leído las obras completas de Lenin (o de Marx). Que militaba en el Partido Obrero desde los trece años (o doce). Que había escrito su primer cuento a los doce (o trece) y que su hermana mayor le sugirió que se dedicara a otra cosa. Que muy joven aprendió los siete idiomas que manejaba.

el-traductor-salvador-benesdra_colMirta Fabre lo conoció a comienzos de los setenta en un aula de la Facultad de Psicología. “Salvador tenía una obsesión con el uso del tiempo. Yo era militante, divorciada, dos hijas chiquitas. Había que hacer un trabajo en grupo y los horarios de nuestros compañeros no nos iban. Él me encaró y me dijo: “a mí no me gusta perder el tiempo y vos me parecés bastante inteligente, ¿hacemos juntos el trabajo?””.

Fueron amigos hasta que, en una mesa del bar La Paz, Salvador le propuso a Mirta que fuera la primera mujer de su vida. Así dijo: “la primera mujer de mi vida”. Aunque un poco apabullada ante semejante responsabilidad, ella aceptó. En 1977, un año después de que empezara la dictadura militar, huyeron a Francia. Mirta volvió en 1980. Él había sido internado en una clínica psiquiátrica, la Maison Blanche, porque después de una operación en la que le sacaron las glándulas paratiroides habría tenido su primer brote psicótico. Luego, lideró una rebelión antipsiquiátrica entre los pacientes. A principios de 1982, un amigo lo fue a buscar.

En Buenos Aires, trabajó en La Voz, el diario que los Montoneros crearon en 1982. Luego escribió para La Razón y en 1988 ingresó a la sección de política internacional de Página/12. Cubrió acontecimientos que marcaron un cambio de época: la Perestroika, la caída del Muro, el fin de la U.R.S.S, la era Reagan, la guerra de Irak. Entretejía datos precisos con una gran capacidad para el análisis histórico y político. “Era brillante, tenía una sintaxis excelente y un gran talento para procesar la información. Era un obsesivo de las fuentes y de la escritura”, dice el periodista Walter Goobar que en ese entonces era su editor.

“Doscientos mil refugiados en los primeros siete meses de 1961 persuadieron a la RDA de erigir sorpresivamente un muro en la noche del 13 de agosto de ese año para cerrar el agujero de Berlín, por donde el país amenazaba despoblarse. En septiembre de 1989, la apertura de la frontera de Hungría con Austria volvió a dibujar en la Cortina de Hierro un boquete por donde la RDA perdió en pocas semanas esa misma cantidad de gente. En las condiciones de la guerra fría, el éxodo endureció el régimen; en los tiempos de la perestroika lo derribó.” (El Porteño, diciembre de 1989).

Ser periodista le permitía manipular a diario su vasta erudición en materia de historia, filosofía e ideas políticas. “Le daba mucho placer porque lo enriquecía. No se lo tomaba como algo rutinario, se lo tomaba muy en serio”, dice Mirta.

Sin embargo, su cotidianeidad en Página/ 12 no era sencilla ni fluida. Fue representante gremial de los trabajadores, pero los desequilibrios en su personalidad perturbaban el clima de la redacción. Algunos compañeros de trabajo, especialmente los jefes y dueños del periódico tenían miedo, dice Goobar. A la locura, al brote, a la irrupción del desequilibrio inesperado. Benesdra tenía rutinas. Trabajaba, leía sin parar y se ocupaba de que sus vacaciones coincidieran con las fechas del Carnaval de Rio: se iba a bailar mezclado con las scolas do samba.

Para Mirta, el insomnio constante y las crisis paranoicas que sufría Benesdra eran consecuencia de su hipertiroidismo. La base de los problemas psíquicos que habían empezado en París a principios de los ochenta y que se fueron agudizando en los años siguientes. Los brotes, el delirio.

En 1995, junto con ochenta de sus compañeros, Salvador fue despedido de Página 12. Si bien consiguió trabajo en una publicación institucional de la empresa Socma, estaba muy deprimido. Cuando perdió la esperanza de que las editoriales aceptaran publicar la novela, le pidió dinero a su padre para hacer una edición de autor. El padre se negó.

Benesdra escribía en una laptop, en los tiempos muertos entre noticia y noticia. También lo hacía en San Bernardo y en el muelle de La Lucila del Mar. Después de dos años, en 1994, terminó la novela El traductor, en la que, durante seiscientas páginas, narra la vida de Ricardo Zevi, el traductor de una editorial que produce títulos de la cultura de izquierda pero explota a sus empleados al uso capitalista.

La historia sucede en la redacción de esta editorial y relata las relaciones entre dueños, jefes, sindicalistas y compañeros de trabajo, las extenuantes asambleas. La historia también narra la relación entre Zevi y Romina, una joven que deja de ser una fervorosa evangelista el día que Zevi la obliga a prostituirse. La imposibilidad de Romina de tener orgasmos se transforma en una obsesión para Ricardo y los arrastra a una sexualidad que pasa por momentos de ternura, delirio, agresión, violencia, tortura. El protagonista quiere entender cómo cambiar el mundo y cómo tener relaciones con esa mujer por la que siente “el amor del amo, el amor del dueño, el amor del macho”.

La novela transcurre en los últimos meses de 1989, los alemanes saltan el Muro y la izquierda estalla en preguntas que la enfrentan a dos posibilidades: seguir repitiendo los eslóganes de siempre o volver a pensarlo todo. Ricardo Zevi pretende usar las armas de la crítica para procesar el agujero que se abre en su mundo cuando cae el bloque soviético. Lanzado a la intemperie ideológica piensa, piensa todo el tiempo. Discute con Marx, Freud, Darwin, Platón, Lacan, Kafka, Prygogine, Piaget, Nietzche y Chomsky. Sus diálogos mentales con el pensamiento occidental van armando una madeja de lucidez y delirio, en la que también hay lugar para el zen, y una constante alusión al mundo creado por Arlt.

Mientras la trama de la historia avanza, la editorial atraviesa una re estructuración que humilla a los empleados; la historia de amor se vuelve cada vez más intrincada. Cuando la novela se publicó, corrió el rumor de que la editorial era una versión literaria de Página/12. Ricardo Zevi, un alter ego de Benesdra en una novela autobiográfica.

El traductor comenzó a ser leída como una transcripción de la vida de Salvador, cada uno de los personajes como versiones de sus amores y amistades y cada una de las crisis psíquicas del protagonista como una traslación literaria de la enfermedad que aquejaba a Salvador.

Sin embargo, nunca ingresó en ningún canon, ni en los oficiales ni en los alternativos. Cada tanto en una página web aparecen lectores que se quejan porque Beatriz Sarlo nunca la tocó con la varita mágica de su crítica. Tampoco aparece en recientes planteos críticos sobre la nueva narrativa argentina como Los prisioneros de la torre de Elsa Drucaroff. Nada. Eventualmente, algún escritor joven que juega a ser díscolo menciona la novela como su libro favorito.

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Escribe Benesdra: “Lo lindo de Turba es que alude a una masa que no es una copia de un ejército, como la de los desfiles del Primero de Mayo en la Plaza Roja…El diccionario dice, Turba: una multitud desordenada… es una idea que sirve como todo un programa, una sugerencia de síntesis del individualismo y el colectivismo, de la justicia y la libertad, una intuición o como lo quieras llamar”.

 

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Dice Mirta Fabre: “Él pensaba que todos teníamos una tarea, que hay que aprovechar la vida para hacer algo. Él decía: ´¿uno para qué vive? ¿para respirar, comer y coger? ¡No!´ Puede parecer algo místico pero era más bien una idea de responsabilidad y de hiperexigencia frente a lo que hay que hacer en el mundo, una obsesión con el poco tiempo que dura la vida y la idea de que en ese tiempo hay que hacer algo trascendente. Después se había tranquilizado un poco con eso del aleteo de la mariposa, porque, bueno, podía hacer un poquitito y eso ya era importante”.

 

Escribe Benesdra: “El tipo dijo que el aleteo de una mariposa en Pekín puede desencadenar minúsculas turbulencias que terminen desatando por amplificación un huracán en San Francisco. Me gusta como síntesis superadora del individuo y la masa: sin aleteo no hay huracán. Pero sólo a una mariposa con delirios de grandeza paranoicos se le puede ocurrir que ella provocó el huracán”.

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Alrededor de un hombre que decide matarse hay ondas de silencio. Las voces bajan, cuentan algo pero piden que eso no sea repetido. Se enumeran causas que involucran responsabilidades de algunas personas más que de otras. Alguien dice que Salvador acomodó todo antes de tirarse por el balcón con tanta prolijidad que se llevó con él una llave para que luego pudieran abrir el departamento.

Con El traductor, Salvador quería ganar el premio Planeta . Se presentó en 1994 (lo ganó Antonio Dal Masetto), y en 1995 (lo ganó Vicente Battista). En el segundo intento llegó a ser finalista. Salvador quería el reconocimiento y el dinero. “Quería el premio para dedicarse exclusivamente a escribir. Le molestaba mucho tener que perder el tiempo trabajando en cosas rutinarias que no tenían ningún sentido mientras uno podía hacer cosas más interesantes para la vida de uno y para la de los otros”, dice Fabre.

Hernán Bayón, que comenzó a investigar la vida de Benesdra hace dos años con la intención de escribir su tesis de licenciatura, piensa que Benesdra había apostado todo a su deseo de ser escritor: “El problema con Salvador es que no tenía un plan b. El quería reconocimiento como escritor. Si hubiera esperado un poquito, en algún momento seguramente lo iba a lograr”.

Mirta enumera el dolor en la espalda que le impedía caminar, los sentimientos intensos de paranoia, el insomnio, la depresión. “Decía que sentía que estaba a punto de estallar. Freud, poco antes de suicidarse, dice en una carta que sufre mucho, que no soporta esa forma de estar en la vida, que no soporta los dolores y escribe haría cualquier cosa con tal de calmar este sufrimiento. Salvador solía repetir lo mismo”.

El día después de que Benesdra se suicidara, Claudio Uriarte (uno de los pocos amigos que el escritor tenía en Página 12 y que habría inspirado el personaje de Brockner, el sociólogo de derecha de El Traductor) lo despidió con una breve columna en el diario. Allí contó que había compartido cuatro días con Salvador en Arachania: “Las noticias que me trajeron hoy fue que tuvo que ser traído a Buenos Aires y que aquí tomó la decisión con la que había jugado y fantaseado durante toda su vida, en -como dice un bellísimo poema de Silvina Ocampo- ´el incumplimiento variado/ de sucesivos suicidios/ (saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen)´”.

Cientos de notas, dos libros terminados, uno inconcluso. Cartas. Y un diario que contenía las búsquedas intelectuales y los vestigios de sus enfermedades. Los últimos cuadernos, escritos en alemán, en el fondo del océano.

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“A veces –escribe Benesdra en El camino total– usted se queda mirando el vacío y pensando si no sería mejor terminar con todo de una vez y pegarse un tiro. En los últimos tiempos esos son los únicos momentos de verdadero alivio. Necesita ese alivio para poder pensar, para poder actuar. Necesita pensar en que el suicidio siempre está disponible como puerta de salida para poder enfrentar cualquier situación. Pero cuanto más se alivia con esas fantasías suicidas, más sufre al enfrentar la muerte real. (…) Saber caer es seguir actuando, trabajando, amando, danzando, sin pretender la impasibilidad, la indiferencia, la fortaleza ficticia de quien se queda paralizado por el esfuerzo inútil de no sentir su dolor, sino dejándose invadir con libertad absoluta por la sensación del derrumbe”.

Publicado en Revista Anfibia
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