Quiroga y todas sus muertes

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Todas las muertes de Horacio Quiroga: la vida trágica del gran cuentista rioplatense

Por Juan Batalla

Hace 81 años, el autor de “Cuentos de la selva” se quitaba la vida bebiendo cianuro. Finalizaba así un derrotero de desgracias que lo persiguieron desde que era bebé, con el suicidio de su padre, y que se mantuvo hasta aún después de su partida, con sus hijos y amigos cercanos, como Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni

No fue un «escritor maldito». Más bien, maldecido. La vida de Horacio Quiroga, surgida en Uruguay, desarrollada gran parte en Argentina, fue una larga sucesión de desgracias. Su amigo, el escritor Ezequiel Martínez Estrada, la definió en dos oraciones: «Ha sido, sin ninguna duda, la más dramática y tremenda de sus obras.

En parte es reconocible en ella la mano del Destino (en su biografía esto es impresionante y hasta evidente), pero en gran parte fue forjada por él, por su carácter, por su daimon incontrastable». La maldición comenzó ni bien llegado al mundo, apenas dos o tres meses, cuando su padre Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino afincado en Salto, se pegó un tiro en la cabeza en un accidente de caza. Esta experiencia no fue terrible, por lo menos desde el costado de la conciencia, pero el destino, ya ensañado con él, la hizo regresar, cuando su padrastro Ascencio Barcos, tras quedar semiparalizado, apuntó el cañón de una escopeta a su frente y jaló el gatillo. Tenía 16 o 17. Y, según algunos relatos, habría presenciado el desenlace.

Para entonces, ya era un ciclista empedernido, había fundado la Revista de Salto, pero luego del suicidio y de un desengaño amoroso esperó la mayoría de edad para tomar el dinero de la herencia paterna y partir en primera clase a París, recorrer la ciudad, la Feria Mundial, para luego volver en tercera, ojeroso y hambriento, tal como cuenta en Diario de un viaje a París. Antes del viaje, piensa: «Yo soñaba con París desde niño a punto de que cuando decía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejara morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra». Ya en sus últimos días en la ciudad de la luz: ¡Oh mi América bendita… Cómo te adoro en París!» o «París, será muy divertido, pero yo me aburro».

Gracias a sus colaboraciones en el semanario Gil Blas de Salto conoce a Leopoldo Lugones, con quien formaría una amistad que cambiaría su vida.

Un año después publicaba su primer libro, Los arrecifes de coral (1901), pero la alegría fue silenciada cuando la muerte volvió a danzar a su alrededor al llevarse a sus hermanos Prudencio y Pastora, quienes nunca se recuperaron de la fiebre tifoidea en el Chaco. Aquel año, otra calamidad. Su amigo uruguayo Federico Ferrando se iba a batir a duelo con el periodista Germán Papini Zas, por unas críticas literarias.

Ferrando fue uno de los fundadores de «Consistorio del Gay Saber», un movimiento que buscaba nuevas formas de expresión a través del modernismo. Quiroga, preocupado, se ofrece a ser su «padrino» y cuando limpiaba el arma un tiro impactó directo en la boca de su compañero. Muerte instantánea. En esta oportunidad, por vez primera, él había sido el instrumento. Detenido, interrogado y liberado a los cuatro días, cuando se comprobó que el infortunio había sido un accidente.

Había sido demasiado. Abandona Uruguay y se radica en Argentina, definitivamente.

En 1903, siendo profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires, acompaña como fotógrafo a Lugones en una expedición a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, Misiones. Encuentra su lugar en el mundo.

De aquel viaje saldría Los perseguidos (1905) y uno de sus cuentos más famosos, El almohadón de plumas, publicado en Caras y Caretas en 1905. Las colaboraciones con esta revista argentina le valieron reconocimiento, prestigio, pero eso no cambió su suerte fuera de las letras. En 1908 se muda a la selva. Sobre la orilla del río Paraná construye una cabaña. No va solo. Junto a él está la adolescente Ana María Cires, una de sus alumnas, a quien dedica su primera novela, Historia de un amor turbio.

De la unión nacen Eglé y Darío, a quienes educa en su casa y enseña cómo sobrevivir allá afuera. Ana María también se suicida. Lo hace ingiriendo líquido para revelar fotos, en 1915. Fueron ocho días de agonía, en los que estuvo a su lado. Aturdido, regresa a Buenos Aires con sus hijos. La fotografía lo llevó a Misiones, ahora lo alejaba. De aquel amor no queda nada, o casi nada. No hay cartas, apenas un par de fotos.

En su obra la muerte de Ana María es fantasmal, hasta que escribe en El Desierto (1924): «… recordó entonces — revivió como si no hubieran pasado desde aquella tarde mil años — , la inacabable fijeza con que contempló a su mujer tendida en el catre, cuando el día antes de su muerte (…) la llevó afuera a respirar. Y ya caído el crepúsculo, levantó en brazos a su mujer como a una criatura y la llevó adentro». El dolor se tradujo en dejar de escribir. Estuvo un año sin publicar, ni cuentos, ni columnas en diarios, ni nada, hasta que el el 31 de Diciembre de 1915 vuelve a colaborar en Fray Mochó. Le dice al editor: «Le mando artículo que salió bastante largo. Como el haber escrito, después de un año de gran depresión en todo, es ya mucho para mí, no hago ni poco ni mucho hincapié en la cuestión pago».

En una de sus últimas cartas a Martínez Estrada -12/8/36- menciona el incidente de manera somera: «Por fortuna todo pasa, como pasó el trastorno formidable que fue para mí la muerte de mi primera mujer».

Abrazo a la popularidad

Viviendo en un sótano cerrado junto a sus niños en Buenos Aires, divide su tiempo entre su trabajo en el consulado y la recopilación de textos que saldrían en Cuentos de amor de locura y de muerte (1917). La publicación recibió elogios de la crítica y fue un éxito editorial. Era ya entonces el mejor cuentista de América Latina. Siguieron los libros Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1919), su única obra teatral Las Sacrificadas (1920) y Anaconda y otros cuentos (1921) y El desierto (1924). Escribe columnas y críticas de cine en diferentes medios. Junto a otros artistas, entre los que se encontraba su amiga Alfonsina Storni, crea el grupo Anaconda.

En 1926 se muda junto a sus hijos y sus animales a Vicente López. En mayo de 1927 le cuenta a su viejo amigo Isidoro Escalera: «El motivo de andar un poco urgido de plata, es que me caso, don Escalera. La novia en cuestión es íntima amiga de Eglé, pues es muy joven, y tan rubia como la guagua. Será para agosto o setiembre. Y aunque yo no soy muy rumboso, siempre necesito unas cuantas cosas en casa para tal salto mortal. Ya la ha de conocer Ud., pues ella lo conoce ya bastante a través de nosotros».

Enero de 1932, vuelve a San Ignacio con una nueva esposa. María Elena Bravo tiene 20 años entonces. En Regreso a la selva, escribe: «Después de quince años de vida urbana, bien o mal soportada, el hombre regresa a la selva […] Ha cumplido su deuda con sus sentimientos de padre y su arte: nada debe. […] ¿ Sobrevive, agudo como en otro tiempo, su amor a la soledad, al trabajo sin tregua, a las dificultades extenuantes, a todo aquello que impone como necesidad y triunfo la vida integral ? Cree que sí. Pero no está seguro».

El principio de prosperidad termina rápido, cuando pierde el trabajo con el consulado uruguayo y vuelve, como en 1917, a depender exclusivamente de lo que publica para ganar dinero. Su esposa no soporta la vida en la selva, la detesta, como también que la única hija que tuvieron, «Pitoca», no pueda tener una vida más plácida. Las discusiones son cada vez más frecuentes. El 10 de mayo del 35 escribe a un amigo: «Mi mujer ha vuelto hace una semana; y su poco gusto para vivir en el campo, ya exasperado en los últimos tiempos, se ha tornado irresistible. Como ella no se halla totalmente aquí — aún con su marido y hogar — y yo no me hallo en la vida urbana, se ha creado un impasse sin salida. Ni ella ni yo podemos ni debemos sacrificarnos». Luego a su amigo, Ezequiel Martínez: «Paréceme que hace mil años cuando una mañana casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los pájaros a un país más templado».

El final

La soledad no fue su mejor compañera. Sin su esposa y una mala relación con los hijos de su primer matrimonio, su estado de ánimo y, más que nada, su salud, comenzó un proceso de caída. «Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de estos que me abandona se lleva verdaderos pedazos de vida» y con respecto a sus hijos, explica: «Con la mujer — golpeada también [se divorció al año de casada] — me voy entendiendo poco a poco por carta; con el varón no nos entendemos casi nada. Así, pues, fracaso de padre, en los últimos años, y fracaso de marido ahora. Yo soy bastante fuerte, y el amor a la naturaleza me sostiene más todavía; pero soy también muy sentimental y tengo más necesidad de cariño — íntimo — que de comida».

Entiende que a pesar de fallar como padre, no se quedó nada para sí en su obra literaria. La muerte que ya no era una extraña, se representa como próxima y él no la niega. En una carta, explica a Martínez Estrada: «Yo fui o me sentía creador en mi juventud y madurez, al punto de temer exclusivamente a la muerte, si prematura. Quería hacer mi obra. Cuando consideré que había cumplido mi obra — es decir, que había dado ya de mí todo lo más fuerte — , comencé a ver la muerte de otro modo […] ; ella significa descanso […] La esperanza del vivir para un joven árbol es de idéntica esencia a su espera del morir cuando ya dio sus frutos».

En septiembre del 36 ingresa al Hospital de Clínicas de Buenos Aires. En las cartas de aquellos días revela la frustración de verse postrado, debido a que su salud «no prospera lo que desearía». Es operado, encuentran que la prostatitis es en realidad cáncer de próstata. En su última carta a Martínez Estrada, el nueve de febrero del 37, sostiene: «Ando con una depresión muy fuerte, motivada por el atraso en mi precaria salud […] Cama otra vez, harto de leer, y con el horizonte muy nublado […] casi cinco meses de hospital son mucho […] Escríbame cuando le haga falta desahogo como es mi caso».

Nueve días después, luego de recibir a su hija Eglé y su amigo Julio Payró, habla con sus médicos. Por la tarde sale a caminar, a la mañana lo encuentran muerto. Eligió el dolor, un vaso de cianuro. No hubo carta, no hubo disculpas, siquiera una expresión de culpa de puño y letra. Aquel momento, no le pertenecía a sus lectores, no merecía ser escrito.

A fin de cuentas, ya había escrito todo.

El eterno retorno de la desgracia

Una de las particularidad de la vida trágica de Horacio Quiroga es que aún después de muerto los suicidios se siguieron produciendo en algunas de las personas que más estimaba. Ese mismo año, Eglé, su primogénita, se quita la vida.

Un día antes del primer aniversario de su muerte, el 18 de febrero de 1938, su gran amigo, Leopoldo Lugones, también se quita la vida, el poeta nacional lo hizo también con cianuro, pero rebajado con whisky. El 25 de octubre de ese año, se les unió quien fuera su amor imposible, Alfonsina Storni, quien en la ciudad balnearia argentina de Mar del Plata desaparece luego de ingresar caminando al mar. Para cerrar el círculo, en 1951, también se suicida Darío, su hijo.

Publicado en Infobae

 

 

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