Falleció el premiado escritor mexicano Sergio Pitol

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Pitol y el llamado del viaje

 La experiencia del viaje no sólo marcó gran parte de la vida de Sergio Pitol, sino también su producción literaria. El escritor consideraba que viajar de manera mental era indispensable para “no ponerse límites, no cerrarse y crearse formas aldeanas, sino concebir el mundo como amplio y diferente, saber que uno es un granito en ese inmenso mundo y que no hay nada eterno”.

Pitol murió este jueves a las 09:30 horas en Xalapa por complicaciones de una afasia progresiva que le afectaba desde hace varios años.

Desde muy joven sintió el llamado del viaje, que con el tiempo se convirtió en uno de los móviles de su obra literaria, la cual ha marcado a varias generaciones de lectores y escritores de América Latina y el mundo.

Nació en la ciudad de Puebla el 18 de marzo de 1933. A la edad de cinco años contrajo paludismo, al que le llamaban “malaria consultiva”, lo cual le condujo desde pequeño a la lectura debido a los largos periodos de reposo que debía guardar. Comenzó con Verne, Stevenson, Dickens y a los doce años ya había terminado La guerra y la paz.

A los dieciséis o diecisiete años estaba ya familiarizado con Proust, Faulkner, Mann, Wolf, Kafka, Neruda, Borges, los poetas del grupo Contemporáneos, mexicanos, los del 27 españoles, y los clásicos españoles.

Vivió en Europa durante 18 años. En México estudió derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y fue titular de esa carrera en la Universidad Veracruzana de Xalapa y en la Universidad de Bristol, en Estados Unidos. Pitol fue traductor, profesor, editor y también diplomático en París, Varsovia, Budapest, Moscú y Praga.

En una entrevista con La Jornada en 2010, el escritor mexicano confesó: “Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes”.

En una entrevista con Carlos Monsiváis, Pitol explicó que recurría con frecuencia a Jorge Luis Borges cuando se estancaba en un texto y no lograba continuarlo pensaba en una frase del autor argentino para cerrar su párrafo.

“Yo descubrí en 1952 a Borges en un suplemento cultural, donde se publicó La casa de Asterión. Creo que el mayor descubrimiento de una prosa fue ése. Parecía otro idioma. Nunca había conocido tal maravilla. ¿Te acuerdas que en los años cincuenta llegaba a las librerías la revista Sur, donde escribía frecuentemente Borges? Compraba la revista casi sólo por leer sus cuentos, sus reseñas de cine y sus ensayos.

“En México sólo tenía un puñado de lectores. La revista Sur me acercó a la literatura argentina, casi más que a la mexicana. Ahora si abro algunas novelas de entonces me asombro de qué malos eran, qué solemnes, qué huecos. Sólo logro admirar a Guiraldes, W. H Hudosn, los ensayos y las novelas cortas de Bianco, los cuentos de Silvina Ocampo”, contestó a Monsiváis.

Sergio Pitol pertenece a la generación de Medio Siglo y la comparte con los escritores Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Juan Manuel Torres y José de la Colina, entre otros.

Con motivo de la publicación de Una autobiografía soterrada, bajo el sello de Almadía, comentó a La Jornada: “Soy un hijo de todo los visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, desde la más prestigiosa a la casi deleznable…Escribir ha sido para mi, si se me permite emplear la expresión de Bajtin, dejar un testimonio personal de la mutación constante del mundo”.

Para el escritor la autobiografía siempre estuvo presente desde sus primeros cuentos y en la Trilogía de la memoria (2007), simplemente buscó una forma distinta de abordarla, convirtiéndose en el personaje que deambula por todas sus páginas. “Releerme significó revivir experiencias de mi relación con la música, la ópera, el cine, el teatro y, por supuesto, la literatura”, dijo el Premio Miguel de Cervantes de Literatura 2005 a La Jornada (6/05/2010).

En su libro ‘El mago de Viena’, el autor nos muestra, con la maestría narrativa que lo caracteriza, pequeñas ventanas al mundo de sus memorias literarias, de su imaginación histórica, de su pasión inextinguible por la literatura, los viajes y la vida.

En las últimas presentaciones públicas, Pitol ya no hablaba, simplemente sonreía y abría sus brazos para agradecer los aplausos de sus lectores que acudían a verlo, como sucedió en el 2012 en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, cuando se presentó la antología titulada Elogio del cuento polaco.

En 2013 se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes con motivo de su 80 aniversario, el escritor y traductor permaneció sentado en una de las butacas de la sala Manuel M. Ponce, ahí escuchó la intervención de sus amigos, alumnos y especialistas en su obra, quienes lo definieron como un hombre libre, vital y de humor, autor a contracorriente y solidario que todo lo convierte en literatura.

También ese año recibió otro homenaje en Xalapa, en el Hay Festival, y su editor Marcelo Uribe le entregó un ejemplar de El tercer personaje, que en ese entonces acababa de salir de la imprenta, publicado por Ediciones Era. El argentino Andrés Neuman, quien participó en el evento, señaló que en Pitol “uno encuentra una especie de sustrato memorístico, lo que no es verdadero parece serlo; esa duda de si es o no es verdadero es parte de su encanto”. Se refirió a Pitol como autor de lo que ahora se menciona mucho en la crítica: la autoficción.

En Cuba, también en el 2013, el premio Cervantes 2005 asistió a la presentación de su libro El arte de la fuga, ante un auditorio que desafió una incesante lluvia sobre La Habana.

La obra del escritor mexicano ha sido traducida a diferentes idiomas (francés, alemán, italiano, polaco, húngaro, holandés, ruso, portugués y chino). Entre sus títulos más conocidos se encuentran: Tiempo cercado (1959), No hay tal lugar (1967), Infierno de todos (1971), El tañido de una flauta (1973) y Asimetría (1980), El arte de la fuga (1996), El desfile del amor (1984), y La vida conyugal (1991).

En su faceta como Traductor, Pitol se destacó por promover en nuestra lengua a autores como Henry James, Joseph Conrad, Jane Austen, Robert Graves, Witold Gombrowicz y el chino Lu Hsun, entre otros.

Sergio Pitol recibió diversos galardones, entre los que destacan el Premio Xavier Villaurrutia (1981) por su cuento Nocturno de Bujara; el Premio Herralde por su novela El desfile del amor (1984); el Premio de Literatura Latinoamericana y el del Caribe Juan Rulfo (1999); Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura 1983, así como el Premio Miguel de Cervantes de Literatura 2005.

Publicado en La Jornada

Sergio Pitol: un amigo con los brazos abiertos

Para Elizabeth Corral

No voy a mentir. Yo no había leído de Sergio Pitol más que Domar a la divina garza y El viaje cuando lo conocí. Otros hablarán de su obra con mayor pertinencia y conocimientos de los que yo pueda ofrecer. Hablaré –aún con el dolor de su muerte recién acaecida el día de hoy– del hombre que me ayudó a transitar un largo periodo de mi vida, cuando no encontraba salida alguna para mi profunda depresión.

Había visto a Sergio Pitol en los pasillos del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana, donde ambos trabajábamos. Yo acababa de llegar a Xalapa, él de recibir el Premio Cervantes. No me atrevía, siquiera, a saludarlo. Por obra del azar tuve que hacer la presentación pública de una gran amiga suya, Nélida Piñón, de visita en la Universidad. Él estaba sentado junto a mí en aquella mesa. No sé si le gustó lo que dije o le pareció interesante. Nunca me lo dijo, pero a la semana siguiente recibí una invitación para asistir a la tertulia de los domingos, que él presidía.

Llegan a mí fragmentos de aquellos domingos milagrosos. Los invitados –Elizabeth Corral, Nidia Vincent, Mario Muñoz, Alfonso Colorado y otras muchas personas que llegaban intermitentemente– hablaban de cine, de literatura, de pintura y de la obra de Sergio, que todos conocían a la perfección. Tuve que leerlo, pues me avergonzaba mi ignorancia y no podía comprender ni compartir los chistes que se hacían a propósito de la Falsa Tortuga, de Billie Upward, del niño ruso, o de aquel siniestro personaje de El desfile del amor, Martínez.

Un día –aciago para mí, como lo eran todos en aquella época–, llegué al café. Las calles que lo rodeaban habían estado cerradas durante varios meses, pues en Xalapa todo está siempre en reconstrucción –una falsa reconstrucción, pensaba cada fin de semana, cuando atravesaba por las aceras enlodadas y con la calle abierta en canal–. Aquel domingo la calle estaba al fin dispuesta para la circulación, pero aún estaba prohibido el paso de los autos. Para entonces yo ya no tenía miedo y despotricaba contra la ciudad en cada reunión. Cuando Sergio vio la calle sola, soleada, nueva, se apartó de nosotros; con gran ligereza se plantó en el centro y alzó los brazos al cielo, diciendo “¡qué maravilla!”. Con su sonrisa luminosa tomó el sol como si fuera la vida. Era la vida.

Muchas enseñanzas relacionadas con el placer de vivir me fueron impartidas sin algún ánimo profesoral en aquella tertulia. Sergio, cuya indulgencia resistía el peso de mis descalabros verbales, lograba oponer a mi soliloquio algunas frases simples como la sal, con esa firmeza con la que algunos árboles crecen, solos y airosos, en terrenos baldíos. Cuando iniciaba mis eternos reproches contra alguien o contra la vida misma, colocaba su mano sobre mi brazo y detenía así mi arenga rabiosa.

En aquellos tiempos, Sergio planeaba hacer una novela sobre una enana y tomaba apuntes que nunca leí. Yo decidí hacer también una novela y cada domingo le contaba mis avances –intrincados e imposibles pasadizos, estructuras ociosas– y Sergio, con una generosidad asombrosa para mí, siempre me preguntaba: “Y luego, ¿qué pasa?” Me regaló el libro de E. M. Forster, Aspectos de la novela, y me mostró un párrafo que subrayó: “A todos nosotros nos pasa como al marido de Sherezade: queremos saber lo que ocurre después. Esto es universal, y es la razón por la que el hilo conductor de una novela ha de ser una historia”. Nada más sencillo, me dijo. Luego me dio instrucciones precisas. Debía hacer anotaciones de mis personajes en unas tarjetas donde era forzoso escribir cómo eran, qué tomaban, cómo vestían, cuáles eran sus tics, dónde compraban la ropa, cómo tomaban el cigarro, qué pausas hacían en su conversación… “Después es muy sencillo. Al final ya tienes el esqueleto de la novela”, me decía, alzando las manos con un gesto característico en él, con el que parecía saludar al mundo, aunque me previno sobre la importancia de los diálogos, mi eterno Waterloo.

Desafortunadamente, la tertulia cesó. Nunca terminé la novela, a la que tentativamente había titulado Hoy es domingo y en cuya primera página aparecía un epígrafe de Pitol: “La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia solo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Su figura ideal es el oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega a sumarlos, ordena desordenadamente el caos.” Hoy no es domingo. Hoy es cumpleaños de mi padre. Hoy ha muerto Sergio Pitol y mi memoria no produce monstruos: recuerda con enorme tristeza el énfasis de Sergio al decirme que todo era sencillo y reproduce aquel gesto de amor por la vida –un gesto que de algún modo salvó la mía– en una calle del centro de Xalapa.

Publicado en Letras Libres

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