Kive Staiff, el hombre que fue (el) San Martín

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Kive Staiff: gestor clave en la historia de la escena argentina

Por Alejandro Cruz 

No hay forma de pensar, analizar, desmenuzar la producción escénica argentina de estos últimos 50 años sin reparar en el aporte de Kive Staiff. Y habría que reconocer que en ese recorrido en el cual se articulan nombres de dramaturgos, actores, coreógrafos, directores de escena, bailarines y titiriteros como de ciertos acontecimientos colectivos él debe ser la única persona no vinculada directamente con la producción artística arriba de un escenario.

Kive Staiff (Akiva, según su DNI) fue, y seguirá siendo, sinónimo del Teatro San Martín. Impuso la marca de la gestión cuando, en 1970, pocos usaban ese término. Murió ayer, a las 20.30, de un paro cardiorrespiratorio. Ayer, en la sala Martín Coronado de este teatro que él dirigió por casi 30 años, se estrenó una obra de Matías Feldman llamada El hipervínculo. En el entreacto muchos de los presentes se enteraron de la noticia y la obra, cuentan varios de los presentes, fue adquiriendo muchos otros significados, tejiendo redes a raíz de la noticia. Imposible no recordar aquellos espectáculos internacionales que él programó en ese espacio monumental cuyas huellas están en el ADN de la escena local.

Hombre de detalles, de previsión, había aclarado a su esposa, la actriz María Comesaña, que de ninguna manera admitiría ser velado en la sala. De hecho, eso ayer no sucedió. Tampoco el cortejo fúnebre pasará hoy por ese lugar que él dirigió durante dos gobiernos militares y diversos gobiernos democráticos porque la avenida Corrientes, a la altura del San Martín, está en plena obra y el caos impone sus lógicas.

Tuvo dos hijas: Eliana y Débora. Deby, así conocemos todos a esta notable gestora, escribió lo siguiente en su muro de Facebook: «Era muy judío… pero también muy ateo. Su primer trabajo fue vender pastillas en la estación Constitución para comprarse los libros para el colegio recién llegado a Buenos Aires y con solo 10 años. Nunca supo lo que era vivir sin trabajar. Para él ningún trabajo era indigno. Indigno era no tenerlo. Vivió intensamente, como quiso, haciendo lo que quería, lo que amaba, lo que le gustaba. Fue incisivo como crítico, temido y odiado. Lo llamaron Mefistófeles y mientras tanto les salvó la vida a muchos actores en los años de plomo. Su mejor amigo fue su caballo de la niñez, ese con el que cabalgaba de la colonia al pueblo a buscar correspondencia en su Entre Ríos natal. Quiso ser jugador de fútbol, llegó a la quinta de River, el club de sus amores, y por un problema en la rodilla cambió los botines por los libros de Bernard Shaw. Sus ídolos fueron Perdernera, Pipo Rossi, Shakespeare, Distéfano y Brecht. Quiso ser director de orquesta, pero terminó dirigiendo un teatro. Era un hombre público al que no le gustaba figurar. Ese fue y seguirá siendo Kive Staiff, mi viejo».

Nació en octubre de 1927 en Escriña, pueblo de Entre Ríos. Su padre había nacido en Ucrania, que, por ese entonces, pertenecía a la Rusia zarista. Su madre era argentina de primera generación. Su mundo eran la cosecha, los caballos, el campo abierto. Siendo joven su familia se radicó primero en Villa Crespo y luego en otros barrios porteños. A los 11 años vendía lo que podía en el corso de la Avenida de Mayo. Se recibió de perito mercantil y luego ingresó en Ciencias Económicas. En ese época también era wing derecho. La lectura era su otra pasión, leer a Bernard Shaw lo ayudó a ordenar sus pensamientos. «¿Cómo se puede ser personalmente feliz en una sociedad injusta», se pregunta, influenciado por quien entendía como antecesor directo de Bertolt Brecht.

Se hartó de Económicas cuando apenas le faltaba un año. Por su trabajo como contador fue a dar con Cecilio Madanes en los tiempos en que Madanes dirigía el Teatro Caminito, de La Boca. Así, de a poco, pasó de la dirección administrativa de esa cooperativa al trabajo periodístico, a la crítica teatral. En 1964 fundó la revista Teatro XX. En 1974 ya estaba en la redacción de La Opinión. El intendente Saturnino Montero Ruiz, durante la presidencia del general Alejandro Agustín Lanusse, le ofreció la dirección del Teatro San Martín. Al poco tiempo programó El círculo de tiza caucasiano, fue la primera vez que un texto de Brecht se estrenó en un teatro público argentino. Duró un año y medio. Otro gobierno militar, el de la dictadura, lo volvió a llamar en 1976. Aceptó. Fue el director de la sala durante todos esos años de plomo en una ciudad sitiada. En aquellos tiempos se hablaba del San Martín como una especie de isla. La apertura en 1979 del hall de la sala para espectáculos multitudinarios habrá entenderlo tanto un gesto artístico como político.

La época dorada

El gobierno de Raúl Alfonsín lo confirmó en el cargo. Fue Ernesto Sabato quien lo llamó en nombre del presidente para pedirle que continuara como director del mayor teatro público del país. En ese período se produjo la llegada de los grandes nombres de la escena mundial: Tadeusz Kantor, Marcel Marceau, Lionel Hampton, Susanne Linke, Kazuo Ohno, Philippe Genty, Lluis Pascual, Mummenschanz, Foolsfires, Kabuki, Théâtre de la Complicité, Salvador Távora o Dario Fo, con grupos católicos rompiendo los vidrios de la fachada de la sala. Nombres que han dejado tal impronta en la escena local y en el imaginario del ciudadano que nunca más, a lo largo de todas estas décadas, volvió a producir un efecto similar en un teatro público porteño. Todo so se producía mientras en la Martín Coronado Jaime Kogan montaba Galileo Galilei, en funciones en las que el público entraba en un estado de reflexión colectiva, mientras en la sala Cunill Cabanellas Ricardo Bartís estrenaba Postales argentinas y en la Casacuberta Alfredo Alcón protagonizaba un Hamlet que interpelaba a la platea. Fueron tiempos en que se creó el Grupo de Titiriteros y el de Danza Contemporánea (actual Ballet), de un Elenco Estable con figuras como Elena Tasisto, Alicia Berdaxagar, Horacio Peña, Ingrid Pelicorri, Roberto Carnaghi y Alberto Segado, entre tantos otros; de la FotoGalería que curaba Sara Facio, y, como siempre, de la mítica sala de cine Leopoldo Lugones. Durante ese período icónico la Casacuberta tenía funciones de martes a domingo. En la Cunill se hacía un laboratorio teatral abierto al público que dirigía Lorenzo Quinteros. Había conferencias de artistas internacionales. El Teatro San Martín en todo su esplendor.

Con la llegada del menemismo, Kive Staiff, trabajador incansable, pasó por otros sitios de la gestión pública (fue encargado de Asuntos Culturales en la Cancillería y del Teatro Colón, gestión que pasó un tanto inadvertida) y privada (Fundación Banco Patricios). En 1998, durante la administración de Fernando de la Rúa como jefe de gobierno, volvió a la dirección del San Martín, que, con el tiempo, pasó a convertir en Complejo Teatral de Buenos Aires (organismo que reúne al San Martín, De la Ribera y Sarmiento). Estuvo hasta 2010, durante la gestión del macrismo, que también lo había reconfirmado en su cargo.

Fue admirado y temido. Cuando se acercaba a ver un ensayo general antes del estreno todos temblaban. El poder político sabía que, al convocarlo, él resolvía la gestión. «La casa estaba en orden», hubiera dicho Alfonsín. Con el paso del tiempo sus propuestas como curador perdieron la resonancia, el impacto, la trascendencia que había generado en los ochenta. También es cierto que la sociedad era otra. Durante sus últimos años a cargo del Complejo programó sus siete salas. Escribió ensayos y también se dedicó a la producción de obras privadas.

Fue despedido de la gestión pública con honores, con premios, con apropiados aplausos. Cuando en mayo del año pasado se hizo la reinauguración del Teatro San Martín, él estuvo en la platea de la Martín Coronado. Se hubiera merecido un homenaje, pero lamentablemente eso no sucedió.

Es imposible referirse a ese teatro icónico de la ciudad sin pensar en este señor lúcido, cascarrabias, inteligente, visionario. Las nuevas generaciones de artistas escénicos quizá no sepan de él, pero seguramente están siendo formadas por creadores a los que este señor tan judío como ateo los interpeló como espectadores.

«A mí me gustaría que el San Martín tome la bandera de militancia para llegar a convertir el teatro en una necesidad argentina. Para que alguien venga a golpear las puertas de este edificio a exigir: ‘Quiero ver teatro, quiero participar de una representación teatral […] porque sin el teatro me voy a morir'», dijo este señor en un reportaje en 1986 cuando el San Martín tenía publicación propia, cuando el Teatro Alvear estaba con funciones.

Su paso por el San Martín

Continuidad en la gestión

Fue director de la sala entre 1971 y 1973, 1976 y 1989, y 1998 y 2010. O sea, a lo largo de dos gobiernos militares (Lanusse y la dictadura) y durante las gestiones de Alfonsín, de la Alianza y del macrismo.

Su época dorada

En medio de la primavera alfonsinista programó textos de Aída Bortnik y Tito Cossa, autores que habían estado prohibidos, junto a la presencia de figuras inobjetables de la escena mundial, como Kazuo Ohno, Tadeusz Kantor y Philippe Genty.

Teatro en expansión

Durante su gestión sumó la sala Cunill Cabanellas, la FotoGalería y el Hall Central para espectáculos; y creó tres cuerpos estables: el de teatro (ya no existe), el de Títeres y el de Danza Contemporánea (actual Ballet) con sus respectivos talleres.

La Nación


Kive Staiff, figura central de Buenos Aires, en el recuerdo de hombres y mujeres de la cultura

Hay personas que prefieren mantenerse invisibles. Conscientemente se repliegan en su trabajo, en lo que específicamente les compete y sólo saben de su labor, de su capacidad, de su pasión quienes están cerca. El gran público no conoce a Kive Staiff porque no es famoso. Pero el mundo del teatro lo estima muchísimo. Ayer murió y una ola de dolor inundó la cultura.

Su historia comienza Entre Ríos, octubre de 1927, hace casi 91 años. Fue director del Teatro San Martín en tres períodos (1971-1973, 1976-1989 y 1998-2010), también del Teatro Colón aunque empezó como periodista, ensayista y editor. El teatro fue su vida y quienes lo conocieron lo reafirman: pocas personas supieron moverse entre artistas y funcionarios como él; pocas personas tuvieron su habilidad como gestor cultural. En esta nota, la palabra de diferentes personalidades y referentes del rubro que trabajaron con él, que lo conocieron en la formalidad y en la intimidad. Mejor que hablen ellos.

Una carta y los senderos que se bifurcan
Muriel Santana

A veces no hay explicación. El universo se mueve y las cosas suceden. Muriel Santa Ana estaba pintando su casa y reordenando cosas viejas que fue juntando con el tiempo, cuando encontró una carta de Kive Staiff. Fechada en junio de 2002, la recibió antes de estrenar La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca. «Imaginate para casi una debutante como yo, llegar al camarín y encontrarme con un sobre a mi nombre», dice y ahora, en diálogo con Infobae Cultura, lee la carta en voz alta. En su cadencia se percibe la interpretación actoral pero también el sentimiento espontáneo. «Por algo no la tiré, porque tiré de todo, eh. ¡Y ésta no la tiré!», cuenta la actriz y en su mente se bifurcan senderos llenos de anécdotas y recuerdos que aparecen a medida que charla fluye.

Su debut en el San Martín fue en 1999 con Galileo Galilei de Rubén Szuchmacher, obra que había protagonizado antes su padre en 1984. Walter Santa Ana fue un emblema del teatro y, casi por consecuencia, amigo de Kive Staiff. «Mi papá tenía carácter fuerte. Kive también. Supe de muchas agarradas que tuvieron. Pero eran peleas con altura, que tenían que ver con la calidad. De la relación de ellos dos, tengo acá —dice Muriel del otro lado de teléfono mientras mira las páginas de un libro— un ejemplar de las obras completas de Borges. Se lo regaló Kive. Está fechado en diciembre de 1980 y dice: ‘A Walter Santa Ana con el agradecimiento del Teatro San Martín en su aniversario…» En la casa de mi papá tengo muchos libros dedicados por Kive».

La carta de Kive Staiff al elenco y trabajadores de “La casa de bernarda Alba” en junio del 2002

La carta de Kive Staiff al elenco y trabajadores de “La casa de bernarda Alba” en junio del 2002

«Mi papá lo último que hace en su vida como actor lo hace en el San Martín», dice, y narra el momento en que esas piezas calzaron exactas: «Yo estaba con él entrando a un estreno, se abre la puerta del ascensor y baja Kive. Nos saludamos los tres. Y le dice: ‘Walter, ¿cuándo venís a hacer algo acá?’ Y mi viejo le dice: ‘Sos vos el que no me llamás. ¿Cómo no voy a trabajar acá si este es mi teatro?’ Se cargaban, se abrazaban. Entonces Kive le dice: ‘Bueno, ¿qué querés hacer? Lo que vos quieras’ Y mi viejo le dice La última cinta de Krapp de Samuel Beckett. Al año siguiente mi papá estaba estrenando, y un año después se murió».

Muriel Santana se toma una pausa, como quien toma aire, y vuelve sobre Kive Staiff: «Él tenía el gesto de aparecerse en todos los estrenos y últimas funciones, y en la mitad de la temporada también, pero hacía una recorrida camarín por camarín preguntando cómo estabas, alentando. Era un tipo imponente. Era una persona que una, como actriz, quería actuarle, quería gustarle, quería su aprobación, porque te daba la tranquilidad del trabajo bien hecho. Era una figura inspiradora y de seriedad en el oficio. Él le daba al actor y a las actrices ese estatus que yo y muchas de mis colegas buscamos: el estatus de ser una comunicadora, una aportante de la cultura a la comunidad. Él le daba nivel, le daba categoría».

«Le estoy profundamente agradecida porque en el San Martín hice escuela. Y además, siendo espectadora con los títeres, el ballet, en el hall, ¡la cantidad de espectáculos que vi en el hall! Y, después, tantos músicos importantes, los ciclos de la Lugones. Durante mi juventud estuvo siempre el teatro San Martín, forma parte de una totalidad en mi formación. Al mismo tiempo que estudiaba teatro también me formaba mirando teatro, y mirando a los grandes actores que siempre tuvimos. Ahora también tenemos pero esa fue como una época de oro».

«Ayer supe la noticia por una fotógrafa del San Martín y lo primero fue una sensación de vacío por lo que representó y lo que representa como emblema de gestión cultural, de proyectos, de repertorios… lo abarcaba todo. Él, siendo director de semejante estructura, buscaba equilibrar, vinculaba sindicatos, gremios, la parte técnica, la parte artística. Era un tipo muy respetado y temido también, pero sobre todo respetado, porque se podía hablar», concluye.

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Garante de la zona de consagración
Alejandro Tantanian

Alejandro Tantanian recuerda a Kive Staiff como un padre. «No sólo para mí», dice, «sino para mucha gente. Él tenía esa cosa parental, porque era muy generoso y te ayudaba, pero también te castigaba. Abría y cerraba puertas. Fue un hombre de mucha cultura, una persona complejísima y también extraordinaria». Y no es un cliché, o tal vez lo sea, porque ¿cómo no volverse un cliché cuando de amor, respeto y amistad se trata?

Aquí el gesto inicial de Staiff y la gratitud de Tantanian: «Fue la primera persona que confió profesionalmente en mí. Allá por los comienzos de los años 2000. Yo estaba preparando una versión de La señorita Julia de August Strindberg que llamé Julia, una tragedia naturalista. Hice la versión y la dirigí. Y él me dijo ‘no lo hagas afuera, hacelo acá’. Para mi generación el San Martín es una especie de zona de consagración. Me generó mucha seguridad, fue muy importante ese espaldarazo».

Mauricio Wainrot, Kive Staiff y Alejandro Tantanian (Foto: Gustavo Gavotti)

Mauricio Wainrot, Kive Staiff y Alejandro Tantanian (Foto: Gustavo Gavotti)

«Todo lo que fue su última fase de trabajo, del 2000 al 2010, yo estuve muy cerca de él. Formamos un grupo de lectores que le acercaban textos para el San Martín. Teníamos una relación muy entrañable, charlábamos mucho de lo que leíamos, de forma muy periódica», cuenta quien hoy es el director del Teatro Cervantes, y agrega: «Hizo mucha fuerza para que yo lo heredara. Después no se dio pero tuvo mucha confianza en que yo podía hacerme cargo de ese teatro. Y cuando ocurre mi designación en el Cervantes, mi manera de entender la gestión, pese a que son tiempos diferentes, siempre estuvo ligada a cómo él pensaba el teatro. Por ejemplo, a cómo él entendía que la generación de los nuevos públicos es fundamental».

«Solía venir al Cervantes, cuando podía venía a algún estreno. En los últimos años empezaron los problemas de salud, sabíamos que el desenlace era inevitable. Esto es un dolor muy grande, porque realmente es una figura trascendente en la cultura de esta ciudad«, concluye Tantanian.

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Discutir como si fuese un sketch
Renata Schussheim

El teatro no es solamente un escenario iluminado con un público mirando expectante o aplaudiendo sin cesar. Detrás de la escenografía, incluso antes de que el show comience, hay un trabajo que lo desborda. Renata Schussheim es una eminencia en lo que a diseño y vestuario se refiere. Y desde ese lugar cuenta cuando conoció a Kive Staiff, varias décadas atrás.

«Lo quería mucho y lo respetaba mucho», le dice a Infobae Cultura horas después de enterarse de su muerte. «Lo conocía desde las épocas en que era crítico de teatro. Era muy culto y muy entretenido y con mucho sentido del humor. Como crítico no era temido, pero era muy culto y muy objetivo, y además escribía muy bien. Después durante toda su gestión en el San Martín tuve mucho trato. Su gestión de teatro, que pasó por diferentes gobiernos, fue muy especial. Se dio mucha obra de afuera y mucho teatro importante. Era una persona que estaba muy al tanto de cómo funcionaba el teatro. Aparecía en cualquier momento… en sastrería, en el taller… estaba siempre presente. Veía un pucho y lo levantaba. Era así», recuerda.

Continúa Schussheim con su memoria, rescatando anécdotas del tiempo: «Nos llevábamos muy bien. Siempre hacíamos chistes porque la negociación por el contrato era con él. No te derivaba, te recibía él en su salón, te invitaba un café y charlabas. Y siempre entrábamos en una discusión que era una especie de sketch, entre lo que me ofrecía y lo que yo quería ganar. Nos reíamos mucho».

Infobae

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