El duende travieso

2.106

En memoria de Diego Sánchez, el duende travieso de Matacandelas

Fue uno de los emblemas del grupo y su capacidad histriónica se reflejó en personajes inolvidables.

Por Yhonatan Loaiza Grisales

El Teatro Matacandelas de Medellín se ha convertido en una especie de canal metafísico que se comunica con artistas incomprendidos en sus vidas y celebrados después de sus muertes. Por sus tablas, convertidos en personajes teatrales, volvieron a pronunciarse el inolvidable escritor paisa Fernando González, el controversial Ezra Pound, la trágica Sylvia Plath y el polémico Jorge Holguín Uribe.

El domingo pasado, Matacandelas, emblema del teatro colombiano, prolongó esa conexión con el más allá y tuvo que presentar su función más inesperada y dolorosa: en su sede se celebró el funeral de uno de sus actores más queridos, Diego Sánchez, quien falleció a los 51 años por causas que aún no se han revelado.

Los vestuarios y la utilería de los personajes más recordados de Sánchez rodeaban su ataúd, ubicado en el centro de esa sala en la que el artista se presentó desde que tenía 17 años. Era como si sus creaciones revivieran para darle una última venia.

“El escenario estuvo habitado y vestido escénicamente, con una dramaturgia lumínica, con un texto implícito, con un lenguaje muy hermoso. De alguna manera presenciamos una obra que tuvo 34 años de montaje: Diego estuvo 34 años en el Teatro Matacandelas, interpretó muchísimos personajes, y pudimos ver por primera vez juntas todas sus representaciones, que fueron realmente impresionantes”, recuerda el gestor cultural Sergio Restrepo, gerente del Claustro de Comfama y amigo de Sánchez.

Aquel domingo de luto estuvo precedido de un sábado teatral en el que Sánchez realizó su última función, en la piel del arqueólogo Jáiver van Helsing, personaje de la obra infantil ‘Hechicerías’, que fue parte del Festival El Gesto Noble de El Carmen de Viboral.

Al día siguiente, Matacandelas daba el triste aviso de su partida con un sentido trino: “Hoy domingo 29 de julio a sus 51 años se ha ocultado Diego Sánchez, alias Faustroll, Joe Flannegan, Pinocho, Lucas de Ochoa, Reinel, don Manoplas, Nando, Presbítero León Villegas, El Pretendiente… Una multitud. El resto es silencio (‘Neófito, no hay muerte’: Pessoa)”.

El grupo, que en unos meses cumplirá 40 años de trabajo ininterrumpido, perdía así a uno de sus emblemas y al apoyo fundamental de su director, Cristóbal Peláez.

“Tenía un don especial para animar la vida de este colectivo, era una especie de duende travieso y juguetón que le imprimía una picardía, un sabor, un todo; siendo una persona también muy crítica de la situación social, de las injusticias, porque siempre estaba pendiente de lo que pasaba en su país y en su ciudad”, apunta Jáiver Jurado, quien formó parte de Matacandelas durante una década y ahora dirige el teatro Oficina Central de los Sueños, de Medellín.

Jurado fue uno de los artistas que recibieron a Sánchez hace 34 años, cuando este era un estudiante de bachillerato del Inem de El Poblado que sacaba ratos para visitar el teatro. Su énfasis en aquellos albores en Matacandelas era musical, lo que calzaba a la medida de un grupo que privilegia la combinación de artes en la escena. Luego fue puliendo sus dotes teatrales bajo las lecciones de Peláez.

“Se fue comprometiendo cada vez más con las labores, con los oficios del teatro, y posteriormente ingresó, ya como actor, a tomar una responsabilidades que se fueron acentuando y lo hicieron un actor integral en todo sentido”, añade Jurado.

A medida que profundizaba sus composiciones musicales y perfeccionaba sus herramientas histriónicas, Sánchez también se iba consolidando como un cerebro administrativo del grupo –por ejemplo, creó el sitio web de Matacandelas–.

Además, firmó créditos como asistente de dirección en ‘La caída de la casa Usher’, codirector en ‘Los ciegos’, ‘La chica que quería ser Dios’ y ‘Las danzas privadas de Jorge Holguín Uribe’ y director de ‘Perspectivas ulteriores’, ‘Los bellos días’ y ‘Primer amor’.

“Era un actor con la capacidad de dirigir desde las tablas, era el sucesor natural de Cristóbal Peláez; obviamente, esperábamos que esa sucesión se diera en 20, 30 o 50 años; pero lo que no esperaba nadie era que Diego se nos fuera primero que Cristóbal”, asegura Restrepo.

Ese sitio web que impulsó Sánchez se ha convertido en una especie de memoria viva del grupo, que recoge programación, información de sus obras, entrevistas y otros documentos que profundizan en ese estilo tan propio de los ‘matacandelos’.

Una de esas entrevistas, concedida a tres estudiantes de Comunicación y Lenguajes audiovisuales de la Universidad de Medellín, recoge los pensamientos de Sánchez: “Para nosotros, lo más importante es la invención y la reinvención; como no nos gusta este país en el que vivimos, inventamos otro, que se llama Matacandelas; y como no nos gusta mucho este mundo que nos han creado, entonces creamos otros en nuestro escenario, de ahí la importancia de la creación”.

El amigo

Luego de la venia de sus personajes, la obra de teatro de 34 años de Diego Sánchez continuó la tarde del lunes con una especie de marcha, festiva mas no mortuoria, que partió del Teatro Matacandelas y llegó a la iglesia San Ignacio. Su ataúd estuvo rodeado de música, y los marchantes llevaban paraguas amarillos y pañuelos de colores, una idea de Diana Patricia Gutiérrez, amiga del fallecido actor.

“La tarea fue esa: nos vamos a poner el color en el cuerpo y en el movimiento, con la música, viviendo la alegría, como Diego asumió la vida”, dice Gutiérrez, miembro de la Corporación Cultural Nuestra Gente.

Después de bajar el telón de su función terrenal, los compañeros del grupo guardaron el luto alejándose de los altavoces de los medios de comunicación, aunque en las redes sociales cada tanto dejaban muestras de cariño y agradecimiento.

Cristóbal Peláez escribió una conmovedora nota sobre ese artista que podía, “como el diablo, disfrazarse cualquier cosa: Estoy muy agradecido, los dioses le dieron ese obsequio a mi vida. No era, como dicen, mi hijo ni mi hermano, esas son cursilerías. Éramos uno solo con dos nombres diferentes. Al ocultarse queda en mí la otra parte. El encuentro será, según la lógica de la existencia, inevitable. Y ambos seremos lo que antes fuimos, nada. ¡Qué belleza!”.

Igual que él, los amigos de Sánchez camuflaban el dolor recordando anécdotas. Restrepo, por ejemplo, cuenta que Sánchez era también la batuta de ese ritual infaltable de cada 23 de diciembre, día en el que se celebraba el cierre de los teatros de Medellín. Para el gestor cultural, ese ritual era especialmente personal, pues Sánchez contaba con la complicidad de sus dos pequeños hijos: Martín y Abril.

“Esa fiesta termina en la ruptura de un marrano que cada año tiene un nombre y que lo rompemos porque se rifa entre los asistentes. Para mí es muy extraño, Martín me dijo entre lágrimas y, Abril entre desconsuelos: ‘¿Con quién vamos a partir el marrano en diciembre?’ ”, añade.

Gutiérrez recuerda haber compartido por última vez con Sánchez en una noche de fiesta en la que su amigo demostró esa faceta de compinche cuando su acompañante le estaba ‘coqueteando’ a alguien. “Él validaba el amor –afirma–, el amor era una constante en todo, con las amigas, con los amigos, para compartir la alegría, la tristeza, las necesidades, las urgencias”.

Ahora viene para Matacandelas el reto de seguir creando sin Sánchez en el escenario, o tras bastidores, o animando la fiesta. Para Jurado, “el mejor homenaje para una persona como él es que el actor (que lo sustituya) sea creativo y cree su propio estilo de actuación y de trabajo”.

“El reto –finaliza Restrepo– va a ser estar con esa alma, porque nadie va a poder dejar de pensar en Diego cuando vea ‘Juegos nocturnos I’ o ‘II’ o ‘Velada metafísica’ o ‘Pinocho’ o cualquier obra de Matacandelas… El reto es muy grande porque encarar el personaje que Diego hizo es muy difícil, así como va a ser muy difícil pararse en la tarima del Cantadero, de esa sala grande del Matacandelas, y presentar una fiesta; el mismo reto que va a ser ir a almorzar al Matacandelas y que Diego no esté ahí con su comentario exacto, ácido, sarcástico o maravillosamente filosófico”.

El Tiempo


Un luto al ritmo de una caída

Para decirlo a la manera del poeta Huidobro: Diego Sánchez, intérprete y director de artes escénicas, agotó su vida en la vida. Tan coherente fue su trato discreto con la muerte, que acordó un turno de domingo para ocultarse en el silencio. Murió el séptimo día y su muerte comporta un extravío.

El Matacandelas fue la embarcación en la que estuvo a bordo con su cuerpo, voz y nariz durante treinta y cuatro años. Eso es una biografía al servicio de las tablas y de ese templo. En su adolescencia, a los 17 años, con un pantalón corto, calcetines visibles y pelo crecido hasta caer por los hombros, se entregó en una bocanada de humo a un capitán de apellido Peláez. Junto a él participó en el montaje de O Marinheiro, de Pessoa, en los 90, con funciones de medianoche en la Medellín del pleno toque de queda.

Desde entonces y hasta sus 51 años, Sánchez, con más de treinta montajes encima —como un demonio de siete brazos—, se convirtió también en el compositor de la banda sonora de esa república independiente. Vivió más allá de la vida y en carne propia dio asilo a un espíritu de etnia profusa, prófuga, excéntrica, vulgar y flamenca.

Su cuerpo desmantelado pasó la noche, ya con el telón de boca abierto, sobre el escenario del teatro. Entrado el amanecer, el ataúd descansó sobre otra peana, El Cantadero, y por las leyes que regulan las excepciones, de seguro hubo alguien, entre cientos, deseando que el hombre apagado se sentara y con la mitad de su cuerpo erguido, mirando a los presentes, diera así inicio a una Missa defunctorum.

El son de un cántico fúnebre con armonía de acordeón sería el coro desordenado que repetiría al runrún: “Es esto un espejismo, una fiesta silenciosa, un juego in illo tempore (sin tiempo definido) —música”, lo que daría para alabar la escena. Pero la hechicería no ocurre. Se fue muriendo con cada uno de los que era, lo que el colectivo escénico nombró, damnificado, ‘multitud’. Es hoy en su comarca apología o leyenda, y como añadiría en verso una poeta: a su tan breve vida.

El crítico y escritor Sandro Romero Rey, refiriéndose a Perspectivas ulteriores, la tercera obra dirigida por Sánchez y basada en un texto de Kroetz, justificaba que “cualquier puesta en escena del Teatro Matacandelas de Medellín se convierte en un acontecimiento, en el sentido más peligroso del término”. Y no mentía. Lo advertía en su vocación de espectador, porque además todo aquel que conoció en tarima a este monstruo de la dramaturgia no se salvó de ser miliciano en ese ambiente.

El caliwoodense, sin embargo, con cualquier puesta en escena, probablemente ignoraba ese peligroso acontecimiento que es morirse: Faustroll, Joe Flannegan, Lucas de Ochoa, Reinel, Pinocho, Ezra Pound, el presbítero León Villegas y una decena de personajes, ahora y momentáneamente incorpóreos, permanecieron en fila iluminados por una luz cenital al amparo del cadáver, un pedacito físico y patafísico de quien, como buen secuaz, hacía honor a Alfred Jarry: “Que a un artista muerto no se le encontrará alguien que le sea exactamente igual”.

Su ausencia comporta un perjuicio para el teatro nacional, no sólo por las obras en las que anduvo Sánchez en la cubierta del barco, que le merecieron loa y respeto: Los bellos días (1998), Primer amor (2016) y Perspectivas ulteriores (2017), todas favorables a la dictadura teatral; también porque tres monólogos, recónditos anímicamente e interpretados por sagaces actores del Colectivo: La Chava (María Isabel García), Juan David Toro y Margarita Betancur, respectivamente, garantizan vía libre en un tren latinoamericano o para cruzar el Atlántico y son producto de su ingenio.

Era el rey de la saloma, ese canto de marineros para aumentar serotonina en altamar. Y como el rey de la saloma, merecía un luto del tamaño de una caída. Banderas amarillas, pañuelillos de todos los colores, comparsa, cantos, gritos y polifonía, reprodujeron la risotada del artista que desde el cajón veía todo a través de un catalejo. Lleva en la valija un sombrero, su nada tímida insurgencia y su risotada como un golpe de ternura.

Y una mano amada, en tres actos, tomó el artefacto de hojalata y cometió el truco más peligroso: apagó una flama que se volvió ardiente, incandescente halo picante. Y ahora tendremos que seguir oyéndolo.

El mismo poeta que abrió este acto, Huidobro, que en Altazor o el Viaje en paracaídas encanta con un canto, dice: Cae / cae eternamente / cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer / Cae sin vértigo / A través de todos los espacios y todas las edades / A través de todas las almas de todos los anhelos y todos los naufragios / Cae y quema al pasar los astros y los mares / Quema los ojos que te miran y los corazones que te aguardan / Quema el viento con tu voz (…) Y una voz perdida aullando desolada / Nada nada nada / No / No puede ser / Consumamos el placer. Agotemos la vida en la vida”. Y eso haremos, porque a pesar de no caer en cuenta, el espectáculo debe seguir y nosotros en él, zarpando.

Cae de tu cabeza a tus pies / Cae de tus pies a tu cabeza / Cae del mar a la fuente / Cae al último abismo de silencio / Cae en infancia / Cae en vejez / Cae en lágrimas / Cae en risas / Cae en música sobre el universo.

El Espectador

También podría gustarte