Punk y anarquista

Guillermo Fadanelli, fotografiado en la cantina Covandonda de la colonia Roma, sobre la barra, plática filosófica, literaria y tequila.
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CATEDRAL: TRIBUTO A GUILLERMO FADANELLI

Lo siento, pero no hay referente en México que se le compare, ni pluma que pueda colmarse de su tintero; tal vez, solo algunas mujeres en el extranjero, únicas en portar su furia, novelistas de descendencia punk y anarquista, como lo son Kathy Acker o Virginie Despentes, que con sus novelas Aborto en la escuela (1987) y Lo bueno de la verdad (2001), alcanzan la imaginería y la furia de El día que la vea la voy a matar (1992), obra de un escritor que no le tiene miedo a los sentimientos (como diría Fante de Bukowski). Le siguen otras mujeres, no menos interesantes: Easton Ellis, Von Kern Kleist, Raúl Núñez y Boris Piniak, y nadie más, porque Guillermo Fadanelli es un estilo literario en sí mismo, una isla en sí mismo, desierta, al sur de Oaxaca.

El cinismo de Antístenes acarreado a la narrativa: historias de la Ciudad de México colmadas de impaciencia, obscenidad y falta de vergüenza. Un escritor que al igual que Diógenes (El Perro) considera que la civilización es un mal para el hombre, quien debe vivir de manera amistosa con su soledad.

Podrían quemarse todos los referentes de la “contracultura en México” (que se pudra José Agustín) y volveríamos a reformularla a partir de la obra de Fadanelli, sobre todo, de relatos como ‘Terlenka’ (1995), ‘Barracuda’ (19997), ‘Más alemán que Hitler’ (2001) y ‘Compraré un rifle’ (2003), de novelas como ¿Te veré en el desayuno? (1999), Lodo (2002) y Mis mujeres muertas (2012); Insolencia, literatura y mundo (2012) es quizás su mejor ensayo.

Foto: @AntonioCruz

Guillermo Fadanelli es una catedral, ¿Catedral?, sí, es lo más cercano que puede llegar a caracterizar a este hombre, que noto que no es de este mundo. Sus textos, aparentemente abovedados, son increíblemente altos, los aforismos (también abovedados para transeúntes o lectores incautos) que corren entre sus aposentos y sus largas páginas alrededor de su bibliografía, son innumerables; nos llevaría años explorarlos todos. Y no queda otra cosa, más que bebida, soledad e insolencia o cualquier otro placer disfrutable en la vida, que no requiera a otro lector o transeúnte más. Cada aposento, en cada nuevo libro, queda desgarrado entre el deseo de quedarse, donde se está, inmóvil. Fijando cada detalle en su memoria, y el impulso más fuerte de seguir soltando al andar (al escribir) como el perro, rápidamente, de una oscura impresión a la siguiente, para descubrir a dónde lleva cada pasadizo, cada aforismo, para trazar un mapa de la Catedral entera, construída en el subterráneo, y que lleva el nombre de Guillermo Fadanelli. Como si algo tan enorme se pudiera cartografiar, estudiar, definir o ensayar. Fadanelli, su obra, su Catedral, es un edificio solo, tiene el tamaño de una ciudad, de veinte ciudades; uno se podría pasar la vida yendo de una sala a otra, y quizás no volver más a aquella en la que se estaba.

Al contrario de lo que decía Kissinger, acerca de que “los intelectuales son cínicos y nunca han construído una catedral”, Guillermo Fadanelli ha levantado una sin la ayuda de nadie, construyó una iglesia, una Catedral, una torre, un brote, un corazón de piedra, en el que los escalones que llevan a la plataforma, cada noche son más numerosos. Se multiplican.

YaConic

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