El cronista bogotano

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Las travesuras de un cronista judicial del siglo XX

El bogotano José Joaquín Jiménez escribió crónicas en EL TIEMPO, algunas reales y otras inventadas.
Por Juan Rodríguez Pérez

El muchacho alto, con un bigote a medio crecer y un sastre que lo resguardaba tanto en las frías mañanas bogotanas como en los sofocantes calores de Barrancabermeja –lugar donde cubrió la huelga de trabajadores de la Tropical Oil Company de 1935-, caminaba siempre con serenidad por la Carrera Séptima. Sus pasos, resonantes, lo llevaban directo a las oficinas de EL TIEMPO sobre la Avenida Jiménez. Qué coincidencia.

Al llegar allí, el muchacho plasmaba una sonrisa picaresca en su rostro mientras se acercaba, con espíritu infantil, a una máquina de escribir que sobre un escritorio lo aguardaba. Aquel periodista, con ganas de divertirse, empezaba a presionar las teclas a gran velocidad, relatando historias, narrando hechos, imaginando anécdotas.

Ese era el diario vivir de José Joaquín Jiménez, uno de los cronistas más importantes en la historia del periodismo en Colombia. Ximénez –seudónimo con el cual firmaba sus textos- se convirtió en un ícono periodístico en los años 30 al narrar sucesos de los bajos fondos de Bogotá.

Para Juan José Hoyos, uno de los maestros del oficio periodístico, Ximénez es el mejor cronista judicial que ha tenido Colombia. Las páginas del periódico EL TIEMPO alojaron en aquellos años las sorprendentes narraciones que la pluma de este travieso periodista plasmaba.

Ximénez, sin embargo, tuvo una particularidad: en ocasiones trabajaba con fuentes o con lo que veía en sus recorridos por Bogotá y otras veces se valía de su llamativa imaginación al inventar lo que informaba.

José Joaquín causó gran revuelo en Bogotá al narrar los robos de un bandido llamado Rascamuelas. También, Ximénez conmovió el corazón de los lectores de EL TIEMPO al publicar los poemas que un tal don Rodrigo de Arce dejaba en las ropas de los suicidas que se arrojaban a las aguas del salto de Tequendama.

Lo cierto es que estos dos personajes fueron una invención del travieso Ximénez. “Con esa capacidad para crear personajes, atmosferas y situaciones, debió haberse arriesgado a escribir novelas y cuentos”, afirma el escritor Sergio Ocampo Madrid.

Ximénez gustó de jugar con la realidad desde sus primeros años, dado que una marca de su vida fue la alteración de lo cotidiano. Y es que cuando José Joaquín tenía 3 años aún no había nacido.

Resulta que el matrimonio entre Rafael Jiménez y María Antonia García –sus padres- no se había efectuado cuando Ximénez ya daba sus primeros pasos. Arraigados a los círculos sociales conservadores de la época, estar en concubinato podía considerarse una de las mayores ofensas por lo cual, mientras las argollas de Rafael y María Antonia no lucieran en sus dedos anulares, José Joaquín ‘no podía nacer’, a pesar de que ya estuviese rondando entre risas por su hogar.

“Esa es una teoría (…) lo cierto es que hay una clara intención de Ximénez por ocultar su edad”, dice al respecto Andrés Ospina, autor de ‘Ximénez’, una biografía de José Joaquín en clave de novela.

Sea como fuere, el nacido el 19 de diciembre de 1911 -justamente hoy cumpliría 107 años- empezó a jugar con su fecha de nacimiento para siempre, trasladando su natalicio al año 1915.

Travesuras de juventud

Ximénez supo convivir con sus cuatro años de más. Siempre era el más alto de los niños y aquel al que la ropa se le ceñía con mayor rapidez. José Joaquín desarrolló oficios varios y un día decidió, como si de una travesura se tratase, encerrarse en la biblioteca de su padre y devorar textos clásicos con un hambre literaria sin precedentes.

Desde ese momento su primer gran sueño fue convertirse en poeta.

Lo intentó sin éxito y de todas las maneras posibles. “Ximénez fue trabajar en la imprenta nacional, y empezó a robarse los tipos (las letras) de la imprenta para publicar su propio libro de poemas”, afirma Juan José Hoyos al recordar una de las anécdotas más fascinantes de la vida de José Joaquín. Los alcances de Ximénez, tan asombrosos como insospechados, tuvieron un aporte fundamental en su oficio periodístico.

Logró ingresar a EL TIEMPO en los años 30 y empezó a codearse con Germán Arciniegas, Roberto García-Peña y José Antonio Osorio Lizarazo; entre otros. Quizá Ximénez llegaba a la sala de redacción a complementar aquel olimpo del periodismo.

Para descrestar a Germán Arciniegas, Ximénez consiguió una historia llamativa que ocupó el primer plano de las ediciones: un venezolano afirmó tener los restos de Simón Bolívar en una bolsa y, con esta mentira, logró vender los supuestos huesos del prócer al dueño de un anticuario. Sorprendido por el relato, Arciniegas interrogó a José Joaquín sobre las fuentes que consultó para aquella historia. ‘La escuché en un café, debe ser cierta’, fue lo único que pronunció el travieso antes de partir de la oficina de un Arciniegas que palidecía ante los alcances del buen Ximénez.

Bogotá no está tan tranquila
Ximénez, fascinado con los sucesos criminales de los bajos fondos bogotanos, se nublaba en pesadumbre al no tener historias para contar a los fieles lectores de EL TIEMPO. Pero, de un momento a otro, la tranquilidad capitalina sucumbió ante las narraciones de los grandes robos que ‘Rascamuelas’, un criminal sustraído del hampa de la ciudad, efectuaba ante la inoperancia de la policía que estaba a cargo del General Alfredo de León. Rascamuelas, por supuesto, provenía de la traviesa imaginación de Ximénez.

“Es interesante cuando Ximénez aterrorizó a Bogotá entera con un criminal llamado ‘Rascamuelas’, casi de fábula”, dice Andrés Ospina sobre este magnífico suceso, y en la misma sintonía está Sergio Ocampo Madrid, aclarando, por supuesto, que un personaje como Rascamuelas es maravilloso desde la ficción y no desde el periodismo. “Crear un personaje que pone en aprietos a la Policía de Bogotá, que persigue a un criminal que no existe e inclusive terminan presentando a un raterillo corriente como el famoso Rascamuelas… Me le quito el sombrero a Ximénez por ello”, expresa Ocampo Madrid.

Porque en definitiva, el general de León realizó todo un operativo en las inmediaciones de la Plaza de Bolívar para capturar a aquel bandido, invitando a los periodistas para que estuvieran al tanto del suceso. Ximénez estuvo en primera fila todo el tiempo, divirtiéndose al ver a los policías buscar un ladrón que jamás existió.

Tras ello, Ximénez volvió a ‘su’ normalidad.

Esta vez, los suicidas del salto de Tequendama eran reseñados por José Joaquín en sus crónicas. Sin embargo, junto con el relato del suceso, EL TIEMPO publicaba poemas que aparecían en las ropas de los desafortunados que se arrojaban. Todos los firmaba don Rodrigo de Arce, un poeta desconocido. Ximénez, como siempre, tenía la clave: él escribía los poemas y los colocaba en las ropas antes de la llegada de la policía o de otros medios.

“Había publicado varias noticias en EL TIEMPO diciendo que los ‘mensajes’ eran dejados por esos suicidas”, dice Juan José Hoyos al recordar otra de las particulares ‘travesuras’.

“Ximénez incluso se inventó un perfil de Rodrigo de Arce que se publicó en EL TIEMPO. Es una cosa maravillosa, él mismo es un personaje literario”, afirma Sergio Ocampo Madrid.

Don Rodrigo de Arce, después del revuelo que causó al hacer omnipresencia en escenas de suicidio, se convirtió en el protagonista de la primera y única novela que Ximénez publicó. ‘El misterioso caso de Herman Winter’, fue publicada en seis entregas por la revista Cromos en los años 40.

Lo que el Tequedama se llevó

Ximénez tuvo un triste final ligado al oficio periodístico. En una ocasión, un taxi cayó al salto de Tequendama –que se convertía en el escenario principal de las famosas crónicas de Ximénez- y José Joaquín fue al lugar de los hechos. El intrépido cronista decidió bajar al corazón mismo del salto, guiado por su curiosidad, abriéndose paso en una nueva aventura que sería narrada en las páginas de EL TIEMPO.

Pero Ximénez estaba delicado de salud al momento de realizar el descenso. Abajo contagió una pulmonía que terminó con su vida. Alcanzó a retratar los hechos en un reportaje que fue publicado en 1946. Sería el último escrito de Ximénez a los 31 años, aunque verdaderamente fallecía con 35 tácitos años.

Para Andrés Ospina la muerte de Ximénez, a día de hoy, continúa -¿continuará por mucho tiempo?- siendo un misterio. “Me inclino por creer que él sabía que iba a morir (…) yo creo que el asunto era más que un tema de adivinación, algo de un síntoma muy claro: él sabía que estaba enfermo de algo (…) me he puesto a leer y en las cosas que él publicó el año anterior a su muerte había una sensación de tragedia”, afirma el escritor.

En el funeral de Ximénez, Roberto García-Peña fue el encargado de dar las últimas palabras en la despedida de uno de los cronistas que, en medio de sus travesuras, dejó una imborrable huella en la historia del periodismo colombiano.

El legado de Ximénez
Andrés Ospina publicó en 2013 una novela a modo de biografía de José Joaquín titulada como ‘Ximenez’. También, se realizó en 1996 una antología titulada ‘Las famosas crónicas de Ximénez’, libro que reúne algunos textos que el travieso cronista publicó a lo largo de su vida; el prólogo de esta compilación fue escrito por Juan José Hoyos.

Hoyos define la labor de Ximénez en el periodismo de la siguiente manera: “Cuando Ximénez escribía crónicas judiciales, mezclaba siempre la ficción con la realidad (…) cuando publicó en Cromos su novela, escribió solamente literatura y todo lo que escribió era verdad. Ximénez solo mentía cuando hacía periodismo, pues cuando escribía literatura decía siempre la verdad. Por eso es uno de los novelistas olvidados de Colombia que consumió su vida en este oficio miserable que es el periodismo”.

El escritor Sergio Ocampo Madrid afirma que “Ximénez era un hombre ubicado en el lugar que no debía: él era un escritor de ficción trabajando en un periódico. Habría que imaginarlo haciendo literatura, ¿cómo le habría ido?”.

Ximénez fue a parar entre los silenciosos callejones de tumbas del Cementerio Central de Bogotá. Su cuerpo está allí, por supuesto, pero su legado permanece intacto en la historia de la crónica colombiana.

“El eje de Ximénez es que nos va a poner a pensar sobre su vida durante mucho tiempo, pues él escribió sus vivencias como quiso. Esa es su grandeza (…) la maravilla de la ‘X’ de Ximénez es que es una incógnita (…) José Joaquín siempre será un fantástico interrogante”, asegura Andrés Ospina.

***

Quizá, al pasar por las inmediaciones del salto de Tequendama, se observe el rostro risueño de don Rodrigo de Arce, las maniobras picarescas de Rascamuelas y se escuche una risa tenue que proviene de la bruma de las aguas. Un sonido de alguien que continúa divirtiéndose, esta vez, desde lo más recóndito del salto.

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