Alfredo Bryce Echenique: «El retiro ha sido una decisión personal»

El escritor peruano anuncia su retiro

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Alfredo Bryce Echenique: «El retiro ha sido una decisión personal»

Por Yasmin Rosas

Alfredo Bryce Echenique es su ironía, sus anécdotas, su sentido del humor, sus anteojos redondos, San Isidro, el Country Club, Lima, La Punta y las calles de París. A sus 80 años, el escritor peruano es un hombre que se describe solo y que ha marcado la literatura contemporánea con un estilo muy propio.

El 30 de abril se iniciará la venta de su último libro. «Permiso para retirarme» es el tercer volumen de sus «antimemorias» compuestas por los títulos «Permiso para vivir» (1993) y «Permiso para sentir» (2005).

Bryce Echenique presentará su obra el 16 de mayo en Lima y en La Punta, Callao, el 25 de ese mismo mes. Antes, realizará algunos viajes en una especie de gira bautizada como «Despedida Literaria» en la cual visitará Argentina, Chile, Colombia y México.

Con una agenda dividida entre conversaciones con periodistas y reuniones con amigos, nos recibió en su departamento de San Isidro para conversar sobre su próxima publicación. «Son gajes del oficio», nos dijo esbozando una sonrisa.

¿Qué es exactamente una antimemoria?
La palabra viene del escritor y político francés André Malraux. Él escribió un volumen que se llama Antimemorias. Él dice y afirma que las antimemorias se deben a que ya no se pueden escribir memorias porque la memoria ha sido superada por el psicoanálisis. De allí he tomado yo la idea.

En algún momento, Bryce Echenique dijo que el nombre de su último libro sería «Arrabal de senectud», título tomado de las coplas de Jorge Manrique. Al final, se animó a cambiarlo porque el concepto le parecía «muy dramático y triste«. En referencia a su obra actual señaló: «Como ya es el último libro que escribo, creo yo, me pareció el título más acertado. ‘Arrabal de senectud’ he podido usarlo de subtítulo, la verdad no lo sé. Se me pasó, se me pasó«.

¿Cuál fue el proceso que siguió para escoger qué poner y qué no poner en estas páginas?
Fue algo muy natural. Realmente es una cosa que se ha venido sola, una idea tras otra ha surgido al momento y en el momento mismo yo las he escrito para trasmitir la sensación de que se está leyendo un libro muy familiar, muy íntimo, muy sincero y pues, lograrlo ha sido mi intención.

Esa intimidad y sinceridad se podrían asociar con el proceso en que se escribió el libro, usted ha dictado, ha sido casi como una conversación.
Sí, lo he dictado.

¿Cómo fue el proceso?
Ha sido la primera vez (que trabajo con la computadora). Yo he sido siempre muy tembleque y esto se ha agudizado con el tiempo, no podía escribir tranquilamente. Primero empecé a dictarle a la computadora, pero el invento de este aparato no está perfeccionado. Decías punto y coma, y [la máquina] escribía punto y coma. Entonces yo desistí y busqué a una persona para dictar.

¿Cree usted que será su último libro?
Yo creo que sí.

¿Ha sido difícil tomar la decisión?
No, ha sido fácil. En ningún momento he pensado que sería mejor no decir todo lo que he dicho. Yo lo siento así.

El hecho que el autor de ‘Un mundo para Julius’ pida su retiro, literariamente hablando, no significa que se va a mantener al margen de los círculos literarios. «Yo creo que si me piden ir a alguna presentación pública o a alguna feria del libro, iría encantado«, reflexiona. «(La idea) de pedir permiso de retirarme para no escribir ha sido una decisión personal. Bueno pues, hay que parar el carro». «A veces es bueno darse cuenta«, reflexiona.

En las páginas de ‘Permiso para retirarme’ se cuentan varias experiencias y se habla de todo y casi todo: de amigos, amores y situaciones diversas. «Yo lo he escrito con mucha tranquilidad, serenidad y sin pena de que sea el último», nos dijo.

¿Qué es lo más memorable que se ha escrito en esas páginas?
¿Lo más memorable? Pues, la evocación de una serie de personas que conocí cuando era muchacho.

La presentación de su libro incluye La Punta, que es para usted un lugar bastante memorable.
La Punta es un lugar que yo quiero mucho. Voy cada día más a La Punta porque ahí transcurrieron mis veranos de niño. Ahí pasaba los veranos hasta que me fui del Perú y, cuando venía a Lima de visita, siempre me iba a La Punta unos días. En los últimos años también alquilaba un lindo departamento con vista al mar y trabajaba allí, no me iba por cuatro o cinco meses y escribía y era feliz. Incluso he pedido que al morirme tiren mis cenizas al mar de La Punta, a la playa Cantolao. Sí, siempre ha sido, para mí, un lugar muy idílico.

¿Qué piensa de la política? Vemos que algunos presidentes están envueltos en temas judiciales…
Sí pues. Realmente es curioso y es increíble que los presidentes peruanos, todos los presidentes de los últimos años, estén de alguna forma en el candelero. Son todos, uno tras otro, y la verdad es deplorable que se haya llegado a esos extremos, es un fenómeno. Bueno, es la corrupción pura y dura. Y son Humala, García, y, ahora Kuczynski, todo un escaparate de monstruos, de seres abominables, realmente.

Sobre lo ocurrido en Notre Dame, en Francia, ¿desde aquí que sintió? Usted tiene una relación estrecha con París, con sus calles, sus parques y su patrimonio.
En efecto. Yo en una época trabajé en un colegio que quedaba en el barrio Le Marais y para llegar de mi casa al trabajo pasaba por Notre Dame. Todos los días durante cuatro años más o menos. Me era muy familiar. Lo que ha pasado es espantoso, espantoso. Felizmente dicen que se va a arreglar y que va a quedar igual.

De todos los libros publicados, ¿a cuál le tienes más afecto?
De lejos a ‘Tantas Veces Pedro’. Tal vez por el tema, me pareció el más osado, el emocionalmente más difícil de escribir.

‘Tantas veces Pedro’, fue la segunda novela del escritor peruano. La obra fue publicada en 1977 y el título pensado por el autor fue: «La pasión según San Pedro Balbuena, que fue tantas veces Pedro, y que nunca pudo negar a nadie». Claramente, por temas editoriales tuvo que acortar el nombre. Para Alfredo Bryce, el proceso de escritura fue «una cosa muy especial» que ocurrió entre julio y setiembre de 1976 en el Puerto de Fornells, una isla de Menorca.

«Escribía durante el día y cuando terminaba, en la noche, iba a comer algo a un bar. Llegaba, pues, aturdido por la cantidad de horas de trabajo y de aislamiento. Prácticamente me tropezaba con las mesas al entrar. ¡Escoger tontamente una mesa, cuando todas estaban libres! Y un día el dueño me dijo: ‘señor Bryce, es el cliente más raro que he tenido en mi vida. Llega borracho, toma sus copas y se va sobrio’. Era que llegaba tambaleando de tanto escribir», explicó entre risas.

Por estos días a Bryce Echenique le da por pensar un poco en la cantidad de libros escritos. Con este nuevo título serían 29 sus obras publicadas. «Siempre quise llegar a 30, quizá si hacemos bien el cálculo llego», dijo.

Ahora que está pidiendo retirarse, ¿cómo es que va a pasar sus días?
¿Cómo voy a pasar mis días? Entre amigos, lógicamente. Viajando un poco, ajá, siempre he sido muy viajero y trataré de mantener el ritmo.

El Comercio


Lee un adelanto de la obra con la que Bryce Echenique anuncia su despedida literaria

Por Alfredo Bryce Echenique

En mi departamento tengo dos closets, uno grandazo y el otro normal. El grande es lo que en inglés se llama walking-closet, y en él he llegado a tener una bicicleta y un remo, estáticos ambos. Se me preguntará sin duda qué tiene que ver esta hermosa dama con mi departamento y conmigo.

Empezaré contando que ya la había visto años atrás y que apenas si me había fijado en ella. Era una mujer muy bonita y punto. Pero otra cosa era, ahora, en que había sido ella la que, a través de una amiga, me preguntó si podía concederle una entrevista. O sea, pues, que la bella señora, que para más inri se llamaba María Teresa, era una periodista que solía entrevistar a escritores para luego publicarlos en una revista cuya existencia yo ignoraba por completo. Pero no me quise negar porque era una buena amiga la que me pedía el favor y acepté la entrevista, con fecha y hora. Además, siempre puede ser agradable recibir a una mujer hermosa en casa.

María Teresa llegó muy puntual y resultó que era todavía mucho más bonita de lo que yo recordaba. Le ofrecí un café, pero resultó que no tomaba café y lo mismo sucedió con la Inca Kola y la Coca-Cola que también le ofrecí. E iba a ofrecerle sabe Dios qué más cuando me di cuenta de que la hermosa dama ya estaba grabadora en mano y lista para empezar a preguntar. Y así transcurrió una hora y pico en que la bella señora se iba poniendo cada vez más bella.

Francamente yo entonces empecé a desear que aquella entrevista no se acabara jamás de los jamases. Al final era yo quien empezaba a preguntarle tontería tras tontería en un loco afán de prolongar esa entrañable palabrería y convertirla en una conversación interminable. Pero la hora de la partida había llegado y no me quedaba más remedio que ponerle punto final a todo este juego entre el entrevistado y su bella entrevistadora. O sea, pues, que tuve que aceptar que la hora de la verdad había llegado y que María Teresa debía marcharse y dejarme ahí tirado sin una Coca-Cola ni una Inca Kola en el desierto de mi vida. En fin, algo siquiera para empezar la travesía del desierto. María Teresa se incorporó y yo me incorporé tras ella como un perro fiel.

Pero unas semanas después recibí el mensaje de una amiga que me invitaba a una fiesta que daba por su santo y luego, cual verdadera gitana adivina, agregaba que María Teresa había quedado encantada con su entrevista y que iba a estar presente en su fiesta.

Y aquí viene un desenlace que yo jamás hubiera podido imaginar. ¿Creerán ustedes si les digo que fue en un solo instante que imaginé todo lo que viene a continuación? Y lo que viene a continuación se refiere precisamente a los dos closets que mencioné al empezar con estas páginas de mi vida real. De pronto me descubrí a mí mismo haciendo espacio para guardar toda la ropa que María Teresa iba a traer a mi departamento, de los pies a la cabeza, y como temí que el espacio no iba a ser suficiente empecé a abrir todo lo que había por abrir en el famoso walking-closet. Iba de cajón en cajón, de gancho en gancho, de puerta en puerta, y me preguntaba una y otra vez y con más angustia qué iba a hacer yo, mísero de mí, con la bicicleta y el remo, estáticos ambos, como recordarán. Bueno, siempre era posible bajar ambos trastos y guardarlos en el depósito del edificio en el que vivo. Pero ¿y la ropa de María Teresa? En fin, esta dama parecía ser elegante, muy elegante, tan elegante como el día aquel en que vino a entrevistarme en mi departamento y rechazó la Inca Kola, la Coca-Cola y hasta un café. Yo entonces recordé que ambas bebidas seguían como olvidadas ahí en la refrigeradora y esto realmente me partió el alma. Tenía que dejarme de tantas colas y resolver el problema de la ropa de María Teresa. Abría cajones y puertas y, lo que es mucho peor, no me quedaba más remedio que empezar con una verdadera mudanza para resolver el problema. Horas después, el walking-closet y el otro, mucho más pequeño, se habían convertido en un desastre total. Mi ropa, que ya casi no cabía en ninguna parte, empecé a guardarla a como diera lugar, por aquí y por allá y así hasta que al final ya no cabía nada más en ninguno de los dos closets. No tuve más remedio que irme a la cocina y servirme un vodka tras otro para relajarme y a los que añadí, ya bien entrada la noche, un buen somnífero que acabara con aquella verdadera tortura, al menos por unas horas.

Al día siguiente, fue mi hacendosa empleada, Elena López Rupay, la que puso orden a tanta calamidad y trasladó la mayor parte de mis cosas del closet grande al chico, con lo cual mi ropa, mis zapatos y todo el resto terminó todo apretujado y arrugado tras aquella loca mudanza.

Y aquí, como suele decirse, había llegado la hora de la verdad, para emplear palabras muy taurinas. Con mi terno, mi camisa y hasta mi corbata, muy bien planchados por la hacendosa Elena López Rupay hice mi llegada a la fiesta de mi amiga, dispuesto a todo con María Teresa. Debo confesar que iba impecablemente vestido, muy muy bien vestido para un fracaso. Y este comenzó con varios vodkas ya bebidos en mi departamento, y que estaban dispuestos a darme el apoyo que me sería indispensable para concretar la hazaña de enamorar a María Teresa, caiga quien caiga. Pues María Teresa estaba preciosa ahí, sentada en un sillón al lado del cual me instalé yo y le exigí un vodka al primer mozo que encontré. Pues ese mismo mozo pasó varias veces y yo hasta le di una propina para que me sirviera más vodka y nada más que vodka.

El resultado de este cambalache fue que yo empecé a exigirle una atención cada vez mayor a María Teresa, casi con derechos adquiridos, al mismo tiempo en que me fui poniendo más y más exigente y hasta subí el tono de voz autoritariamente. Y en esas andaba cuando miré y me di cuenta de que ya no había nadie a mi lado y que mi futuro me condenaba literalmente a cien años de soledad.

Ni recordaré nunca en qué estado me encontraba yo al llegar a mi departamento y caer pesadamente sobre mi cama. Lo cierto es que me encontraba más muerto que vivo cuando la hacendosa Elena López Rupay me despertó con una vasija llena de hielos que aplicó sin más sobre mi cabeza y mi cara. Me preguntó luego en qué líos había estado yo metido y que ya le contaría todo después de un buen duchazo con agua bien fría y un desayuno bien taipá. Salí de la ducha como quien se desangra y como quien comprende que no le queda más remedio que enfrentarse a una empleada gorda y hacendosa que no tardaba en arrancarse con el sermón de la montaña. Y así me encontraba, entre jugo de naranja, huevos revueltos, tocino y un buen tranquilizante, por lo de los muñecos, cuando Elena, la gorda y hacendosa Elena, me hizo saber o sentir que algo de lo que yo hacía andaba mal, pero qué importaba ya lo que sintiera yo, ya que había que poner manos a la obra. Total, que me levanté cuando empezó el interrogatorio al que me sometió Elena y empecé a responder lo más evasivamente posible a tanta pregunta mientras ella continuaba y llegaba al tan temido asunto de los closets, de mi ropa todita arrugada, en fin, el desmadre que había cometido el patrón y sin duda por una mujer y malvada todavía. Quise intervenir, pero era inútil, ya Elena se sabía enterada de todo y me recordó, «oiga usted señor, que ya a su alta edad debería saber que hay ciertas cosas que no se pueden ni deben hacer».

—Elena, ¿qué es eso de mi alta edad…?

—La respuesta, señor Alfredo, es que está usted tan viejo que ya ni se acuerda que dentro de una semana cumple los ochenta años…

El Comercio

 

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