Veinticinco

Foto: Julio Menajovsky
1.958

Las ideas detrás de «Veinticinco»

Por Milton del Moral

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Rosa Barreiros perdió a su hijo Sebastián el 18 de julio de 1994 en el atentado a la AMIA. Veinticinco años después abrazó a Paula Cernadas ante el lente del reportero gráfico Julio Menajovsky. Paula no conocía a Sebastián, pero estaba a veinte metros de él cuando murió. Paula y Sebastián tenían cinco años en aquel instante trágico. El retrato habla de una reparación y de la vigencia de una causa. Rosa dice que cada 18 de julio es el mismo de 1994 y cuestiona la naturaleza del tiempo: evidencia, en su relato, que todo sigue igual de impune desde hace veinticinco años.

«Veinticinco» es, justamente, el nombre de la muestra fotográfica que atenaza ese encuentro. La exposición se nutre de 19 historias -19 encuentros- representadas en 38 imágenes. Son postales de Menajovsky, uno de los primeros reporteros gráficos en fotografiar las consecuencias del desastre, curadas por Elio Kapszuk, director de Arte y Producción de AMIA.

El trabajo de Menajovsky es complementario a su prestación profesional del atentado. «Cuando uno recuerda lo que sucedió -expresó Kapszuk-, uno recuerda sus imágenes, que ya son parte de la memoria colectiva de cada uno de nosotros. Casi siempre uno se agarra, pide ayuda de esas imágenes para ejercitar la memoria, pero solamente esas imagenes te sitúan en ese momento». El curador manifestó que sus fotos carecen de fecha de vencimiento, pero acumulan deudas: «Por eso es que veinticinco años después le propusimos a Julio que las pusiera en diálogo con otras imágenes. En concreto, lo invitamos a hacer retratos de estudio, perfectos retratos, inmaculados, que mostraran un encuentro de personas que se hayan vinculado a partir del atentado, a través de diversas circunstancias. Una excusa para compartir relatos que permitan revisitar los hechos históricos y sus consecuencias desde el presente».

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Buscaron contar y recuperar las historias y los encuentros, esos que permiten dimensionar el paso del tiempo y el silencio de las respuestas. Kapszuk definió a las 38 fotos de la muestra como testimonios, no como retratos. Fueron el resultado de una sesión de fotos de quince minutos precedida por una charla -un encuentro- de dos horas. «El producto final es distinto porque el proceso es distinto. Las fotos del atentado son barrocas, están cargadas de drama y de información. Queríamos que, en este caso, el diálogo se produzca desde la simpleza y la teórica neutralidad, de la pureza y la perfección de un retrato», narró el curador de la exposición.

Kapszuk entiende que las fotos del 18 de julio de 1994 son la evidencia «de que él no quería estar ahí, ni estaba dispuesto a ponerse al servicio de ninguna espectacularidad». Cree que las tomó no desde el oportunismo sino desde su profesionalidad, su responsabilidad de inmortalizar el momento, y asegura que están despojadas de su sello. Los retratos de los encuentros sí tienen su autoría. «Ahora, en cambio, él sí está en estas imágenes», relató.

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El reportero gráfico coincide. «Después ese día, la sensación fue como si me hubiera quedado atorado con las imágenes que saqué esa mañana. Este proyecto me dio la posibilidad de abrir todo lo que había quedado obstruido. En cada encuentro que tuve con los protagonistas, se abrió un pesado paquete que estuvo cerrado estos 25 años». Sus fotos tomadas minutos después de las 9:53, minutos después de que una bomba asesinara a 85 personas y dejara más de 300 heridos, son estoicos retazos de un instante o, como dice Kapszuk, son «la señalética de lo inalterable e inmunes al trabajo corrosivo del olvido».

Las 38 imágenes del proyecto artístico de Julio Menajovsky recorren un sendero de impunidad de veinticinco años de duración. Hace de la fotografía un instrumento vital para reforzar la construcción de la memoria. Por eso, Rosa abraza a Paula: para no olvidar.

Infobae


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No hay manera de escaparle al reloj. Una vez por año, es 18 de Julio, y yo me veo atrapado en el ritual de contar mi historia.

La foto es parte de la muerta «25», de Julio Menajovsky. A mi lado, Ramón Pared, quien también faltó al trabajo ese día.

Mi nombre es Miguel Rausch y soy músico. Hoy estoy cumpliendo 25 años, aunque llegué al mundo hace 50. Mi vida se divide en muchos capítulos, contenidos en dos bloques: el antes y el después. La infancia y la madurez. La vivencia y la supervivencia.

La primera parte terminó el 17 de Julio de 1994. Brasil le ganaba el Mundial a Italia por penales, y dos amigos de la infancia me esperaban para cenar. Celebramos nuestros recuerdos y nos despedimos con un brindis en honor a la época de la vida en la que lo único que importaba era jugar y divertirse en el shule, nuestro querido Dr. Hertzl, donde nos habíamos conocido, muchísimos años antes de tener que preocuparnos por jefes, informes, oficinas o, como en mi caso, la auditoría que me iban a hacer al día siguiente en mi condición de empleado de la sección Compras de la AMIA. Hasta esa noche, la AMIA era desconocida por la gente en general. La mayoría, ni siquiera había oído hablar de ella. Sin embargo, al despedirnos tomé la decisión de no ir a trabajar al día siguiente. Sin motivo. Simplemente lo decidí así.

La segunda parte de mi vida comenzó a la mañana siguiente, apagando el despertador, para seguir durmiendo. Un llamado desde AMIA quería saber si yo tenía la llave del sótano, que efectivamente tenía, y todavía guardo, por lo que iban a mandar a alguien a buscarla a mi casa. Me volví a dormir. Un segundo llamado, también desde AMIA, me despierta otra vez. Era mi compañera, Rachi, para preguntarme si quería que me fiche, así no perdía el presentismo del día. Le dije que no, que era parte de mi decisión de no ir. Era parte de la cosa, perder el día de trabajo y el presentismo. El dinero no ganado no iba a ser una cuestión ese día. Cuando me volví a despertar, la locura ya estaba desatada. Yo no escuché nada, no sentí nada, no ví nada. Alguien me llamó y me preguntó si había ido a trabajar. Le dije que no, y me dijo que “algo muy malo había pasado” ahí. Salí corriendo, me subi a un taxi y cuando le dije la dirección al taxista me dice “No, pibe, no vamos a poder llegar hasta ahí”. En la radio del auto, un cronista lloraba y describía un paisaje de guerra. Me bajé y llegué corriendo hasta la casa de mis padres, a una cuadra de la sede de la AMIA. Nadie sabía si yo estaba vivo, si había ido a trabajar o no. Cuando escuché que los vecinos gritaban “Ahí está Miguel!!”, me desmoroné. Me abrazan, me tocaban. Mi mamá y mis hermanos gritan mi nombre y entre llantos, escucho que la gente me dice: Estás bendito! Estás bendecido! Lo que sigue, los diarios, la televisión y las crónicas varias ya se han ocupado de contarlo. No voy a redundar.

En esta segunda parte de mi vida me casé, tuve hijas, logros profesionales, viajé por el mundo gracias a mi arte, me frustré, me enojé, aprendí, enseñé, me caí y me levanté miles de veces. Pero el destino del sobreviviente es distinto al del común de la gente. Todo, absolutamente TODO, es un regalo. Es una yapa. Viene de arriba. Es imposible no sentir que alguien que murió esa mañana ocupó el destino que me correspondía. Alguien, con nombre y apellido, historia, amigos, una vida por delante, se sentó en mi escritorio, atendió el teléfono que anunciaba la llegada de los cafés con leche que todas las mañanas iba a buscar yo y se encontró con el destino. Mitad suyo, mitad mío. El de ella, su destino, la convirtió en un segundo en un recuerdo doloroso y permanente para su familia y sus amigos. Sus historias que ya no habría de vivir. Sus hijos que no habrán de nacer. Solo queda su recuerdo, y las enseñanzas que pudo haber dejado en lo poco que le tocó vivir.

A mí me toca la otra parte del destino, la de la supervivencia, la del compromiso con la vida a ser vivida con toda la intensidad posible. La de la conciencia de que cualquier día de la vida te encuentra la muerte en las circunstancias más inimaginables posible. La de rendir tributo a nuestros muertos y saber que sus muertes son más que efemérides dolorosas. Son recuerdos de que estar vivo es milagroso, maravilloso digno de ser celebrado día a día. La posibilidad de vernos crecer, hacernos mejores, colaborar, enseñar, compartir o alegrar, no es un derecho. Es una posibilidad que se nos da. Un regalo, tal vez. Depende de cómo cada uno entienda la vida. Elijo vivir la mía de esta manera: como si me hubiesen regalado tiempo extra para poder disfrutar de las cosas que me tocan vivir, con el compromiso de recordar y honrar a los que no tuvieron mi suerte, y esforzarme lo más posible, para que mis vivencias den algún sentido a tanto dolor.

Escrito por Miguel Angel Rausch, sobreviviente del Atentado a la AMIA. Link original

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