¿Dónde escribí esto?

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Leila Guerriero: ¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?

Lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano.

Es cierto que buena parte de lo que se publica consiste en textos que son al periodismo lo que los productos dietéticos son a la gastronomía: un simulacro de experiencia culinaria.  Pero si me preguntan acerca de la pertinencia de aplicar la escritura creativa al periodismo,  mi respuesta es el asombro: ¿no vivimos los periodistas de contar historias? ¿Y hay, entonces, otra forma deseable de contarlas que no sea contarlas bien?

Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en  las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas.  En el comic y en Sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y Quevedo, en David Lynch y en Wong Kar Wai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas, no  creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas. Porque no creo crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte.

Excepto el de inventar, el periodismo puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad. Alguien podría preguntarse cuál es el sentido de poner tamaña dedicación en contar historias de muertos reales, de amores reales, de crímenes reales. Las respuestas a  favor son infinitas, y casi todas ciertas, pero hay un motivo más simple e igual de poderoso: porque nos gusta.

Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir  ficción. Yo podría morirme –y probablemente lo haga- sin quitar mis pies de las fronteras de ese territorio, y nadie logrará convencerme de que habré perdido mi tiempo.

Pero no han venido aquí para escuchar esa perogrullada en la que creo: que la escritura  creativa no debería ser excepción en el oficio sino parte de él. Se supone que, además, debo  contarles cómo se hace. O cómo creo que se hace.

Y es ahí donde empiezan todos mis problemas, porque no hay nada más difícil que explicar una ignorancia. Quizás la historia del mago ayude un poco.

Era febrero de 2007. El hombre y yo estábamos sentados a una mesa cubierta por un paño verde, en una cabaña de madera con vista a un parque desbordante de árboles y setos perfectamente diseñados. Una lámpara derramaba, sobre la mesa, un charco de luz que  iluminaba naipes, dados, una navaja. Dispersos, aquí y allá por el pequeño cuarto, había bastones con puño de plata, sombreros, velas encendidas. La escenografía era minuciosa, y yo no podía evitar la desconfianza: parecía un escenario armado para mí. El hombre me miraba sin bondad, con ojos de búho, y yo no podía entender por qué todos decían de él que era un maestro –el mejor mago del cono sur- si yo no veía más que a alguien que citaba a Borges sin haber leído a Borges, y para quien los bastones con mango de plata, las velas y  los sombreros eran sinónimos de buen gusto.

Hasta que le pregunté por qué, en toda su vida, no había tenido más que dos discípulos.  Suspiró, como quien va a decir algo importante, y dijo esto: “Porque estoy harto de los  discípulos que no quieren admitir que no saben nada. El discípulo llega acá con un desconocimiento inconsciente: no sabe nada, y ni siquiera sabe que no sabe nada. Trabaja, se esmera, transpira, y llega a tener un desconocimiento consciente: no sabe nada, pero sabe  que no sabe nada. Después trabaja, se esmera, transpira: ahora sabe, y sabe que sabe. Pero debe trabajar todavía mucho más, esmerarse y transpirar hasta lograr un conocimiento  inconsciente: hasta haber olvidado que sabe. Entonces, y sólo entonces, el conocimiento habrá llegado al músculo. Y hasta que no llega al músculo, el conocimiento es sólo un  rumor. Pero hay poca gente dispuesta a hacer ese camino: lleva décadas.”

Cuando escribía este texto recordé la historia del mago y pensé que, quizás, el verdadero  trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de  olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se  lleva, como la sangre y los músculos, pero en lo que ya no se piensa. En algo cuyo funcionamiento, de verdad, ignoro. En algo que hace que a veces, al releer alguna crónica  ya vieja, contenga la respiración y me pregunte, con cierto sobresalto: “¿Pero dónde estaba yo cuando escribí esto?”.


No soy partidaria del cliché de la tortura: de la imagen del periodista que sufre, que escribe  de noche sentado sobre una pila de clavos y de libros de Cioran. Yo escribo durante el día, hago gimnasia, casi no fumo, no tomo café, pero cada vez que me dispongo a escribir deseo, con todo mi corazón, ser otra cosa: cantante de rock, diseñadora de modas, doble de  riesgo. Abrazar cualquier profesión que me aleje del hastío que me producen esos días  monótonos en los que, de todos modos, ya he aprendido a internarme casi sin quejas, con resignación y confianza, y sin más luz que me guíe que las tres o cuatro frases del principio.

Que no es poco.

Un buen principio debe tener la fuerza de una lanza bien arrojada y la voluntad de un  vikingo: ser capaz de empujar a la crónica a su mejor destino, y caer con la brutalidad de un  zarpazo en el centro del pecho del lector. Con un buen principio lo demás es fácil: sólo hay  que estar a la altura, hacerle honor a esos párrafos primeros. Yo, que no obedezco nunca a nadie, obedezco a mis principios con sumisión arrebatada: sé que son el único leño al que podré aferrarme en ese océano de palabras donde no encontraré, por mucho tiempo, lógica, orden, ni prolijidad.

Y aunque aparecen cuando quieren, sin dejarse sobornar por lógica alguna, no empiezo a  escribir a menos que tenga, con mucha suerte, uno; con mala suerte, dos y, con pésima suerte, varios principios.

En 2006 escribí la historia de un transexual de 14 años que solicitaba una operación de cambio de sexo. El caso era inédito, no sólo por su juventud extrema, sino por el apoyo  público y combativo de sus padres, dos profesionales de clase media. Pasé días releyendo las desgrabaciones, imaginando posibles comienzos antes de dormir, durante la cena y en el metro, en el trabajo y en la calle. Hasta que una noche, mientras cocinaba, apareció.

Empezaba así:

“Esa tarde, toda la tarde, Amanda trajinó la casa escondiendo tijeras y cuchillos, navajas y hojas de afeitar. Porque la vio mal –nerviosa, diría después-, y sospechó: su hija, Eugenia, entraba y salía de los cuartos cerrando puertas con furia, los ojos dos ascuas vivas, y Amanda preguntaba “¿Qué te pasa, Euge, por qué, por qué?, Más por calmarla que por  esperar respuesta: hacía dos años que sabía por qué.

Esa tarde de agosto de 2005, Eugenia, 15 recién cumplidos, furtiva como un gato, encontró  al fin lo que buscaba: un filo. Entonces se encerró en el baño, se quitó la ropa y se hizo un  tajo –hondo- en esa parte suya que la asquea: el sexo que llevaba entre las piernas. El  pene.”

Aquella niña bruscamente fundida en varón que intenta mutilar el sexo que la asquea decía, de la ambigüedad, todo lo que yo era capaz de decir.

Claro que así como hay principios que cuestan lo suyo, hay otros que aparecen enseguida. Jorge González es un hombre de dos metros treinta de altura a quien apodan el Gigante y que vivió su minuto de fama jugando al básquet en los años 80. Estuvo a punto de ingresar  a la NBA pero, en vez de eso, decidió formar parte de un equipo de lucha libre en los  Estados Unidos, porque pagaban mejor. Las cosas salieron mal, y ahora vive paralítico, pobre, solo y diabético en el pueblo que lo vio nacer, rumiando la pena de todo lo que fue y de lo que ya no es. Pasé con él una semana y cuando regresaba a casa en un ómnibus  destartalado, mirando por la ventanilla, apareció el principio: vi esa tierra rala, pobre, a la que había ido a buscar a un hombre extraordinario, y que había imaginado, en cierta forma, igual de extraordinaria. Y vi que no era más que otro rincón de la vieja y gastada y pobre República de Argentina. Saqué mi anotador y anoté lo que después, pulido, sería esto:

“No. Ésta no es una tierra extraordinaria. La provincia de Formosa, en el noreste argentino, es una planicie sin elevaciones con una vegetación que fluctúa entre el verde discreto de las  zonas húmedas y los campos agrios de la sequía. No hay lagos ni montañas ni cascadas ni animales fabulosos. Apenas el calor del trópico mezclado con el polvo en una de las  regiones más pobres del país. Y sin embargo allí, a orillas de un río llamado Bermejo, un  pueblo de nombre El Colorado –donde 17 mil personas viven del trabajo en la  administración pública y la cosecha del algodón- tiene, entre todas sus criaturas, a una criatura extraordinaria: El Colorado es la tierra del gigante.

Son las dos de la tarde de un día de noviembre. Las calles del pueblo se revuelven a 43  grados de calor y en el hotel Jorgito una mujer joven, de andar cansado, dice ‘Pase, le  muestro su cuarto’. Los cuartos son así: cama, ventilador, la mesa, el baño. Cuando la  mujer se va suena el teléfono y una voz honda –la excrecencia del eco de una catedral o de  una bóveda- dice:

Al fin. Ahora estás en mi territorio.

Desde su casa, a cinco cuadras del mejor hotel del pueblo, Jorge González, el gigante se  ríe.”

La palabra “No” del comienzo negaba toda posibilidad excepcional y plantaba, además, la  primera de varias semillas amargas. El Gigante resultó ser un hombre despótico, dueño de  un resentimiento interminable, al que le quedaba una sola forma de dominio: su voz. La  usaba para ordenar, para exigir hielo, agua, cigarros, mate, gaseosa, una toalla, insulina, el teléfono, empanadas. Y pensé que eso, el último reducto del Gigante, tenía que retumbar a  lo largo de la crónica. No bastaba definir esa voz con un adjetivo como “honda”,  seguramente justo pero no suficiente. Había que rodear a la palabra de un círculo de fuego:  hacer que el lector se detuviera en ella. Y escribí eso de “Cuando la mujer se va suena el  teléfono y una voz honda –la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda- dice “Al  fin, ahora estás en mi territorio”. “Excrecencia”, además, no es palabra simpática: remite a  algo vagamente repulsivo. Y “criatura” se llama a los niños, pero también a las bestias de la noche y a las infamias de los circos.

Escribir es, a veces, como poner levadura en una masa: no hay que hacer nada, excepto  dejar que las palabras hagan su trabajo. Y hay que tener cuidado, porque lo harán con  eficacia aterradora.

Muy Waso

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