Estallido social en Chile y el arte como resistencia

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El arte como resistencia

El arte se volvió importante. Capaz de resonar, potenciar, alterar, condenar, contener y provocar. El arte dejó de ocupar su lugar en el oasis, donde no era una necesidad, sino a lo más un ornamento o un carrito celeste en un emporio al aire libre.

Por Alberto Fuguet

Uno de los efectos colaterales e impensados de declarar una guerra inexistente y sacar a los militares a la calle es, tanto a nivel estético como ético, convocar a los espectros de la dictadura (empecé a rever Missing, de Costa Gavras después de tantos años y no pude seguir). El Presidente pidió que la ciudadanía tomara un bando y, sin esperarlo creo, muchos apostaron por el bando contrario al suyo. Eso sucede cuando la polarización está en tu ADN y confías en gente sin vuelo como narrador de tu épica. La erotización de La Moneda por los conversos (sumado a su propia paranoia de perder algunos de sus privilegios y creer que “todo el mundo” son aquellos que fueron al asado del primo-zorrón-loser-gordo) ha llevado a muchos que estaban de acuerdo con el modelo (o que votaron por la actual administración) a dudar, abandonar filas, desertar y consumirse por la ira. Esto es, de alguna manera, el material con que se construye el gran drama. Estamos viviendo muchas cosas al mismo tiempo, hay descalabros, rupturas, caídas, ahogos, pero los que ridiculizan la epopeya reivindicativa se equivocan y solo destilan el nuevo resentimiento de aquellos que no toleran perder o aceptar que su momento y su epopeya se está hundiendo.

Se sabe: quienes solo tienen aspiraciones individuales jamás entenderán una lucha colectiva. Aquí es donde entra el arte, lo pop. Quizás es creado por aspiraciones (y miedos y ansias) individuales, pero solamente funciona cuando termina siendo colectivo y, a veces, se vuelve un instrumento de lucha o al menos un artefacto que pueda aclarar, calmar, provocar y potenciar. El drama de estos días quizás no está tan en la calle como en las cocinas, balcones, dormitorios. El drama se está volviendo doméstico y la angustia está dejando de paralizar para crear un nuevo tipo de espectador. Este es el momento en que el plano secuencia general se cierra en un primer plano de aquellos que dudan, que deciden zafar, que salen y se hacen visibles, que bloquean a sus cercanos y ponen en cuestión sus afectos, lazos, creencias. El drama consiste en conectar, para citar a E.M. Forster.

Es pasar de ser uno más a ser uno mismo.

Convocar o revivir o teñir el paisaje moral de símbolos siniestros ligados a la dictadura puede también llevar al arte al lugar que suele tener y brillar cuando los tiempos no solo no son mejores, sino francamente oscuros (aunque alguien cercano me dijo: “Quizás sí estamos viviendo tiempos mejores, porque ahora somos parte, ahora estamos influyendo, ya no estamos ciegos, aunque intenten balearnos los ojos”). De pronto, y sin necesidad del siniestro ministro negacionista Rojas que cree que fue demonizado, o la sobrepasada y pasiva ministra Valdés que no ha sido capaz de renunciar o atinar o entender la función del arte de manera pública, el arte es algo que importa. Querer hacerlo, sí, pero verlo, devorarlo, necesitarlo. Se ha remecido lo que implica ser artista (¿qué hay que hacer?), pero, a la vez, se ha logrado que una obra de teatro o una película resuene, remueva, una.

Nunca el arte fue tan importante para mí como en dictadura. Se leía, se iba al teatro, se veían las películas con más fuerza. Éramos necesitados, agradecidos, conmovidos. Me sentía importante como espectador, ir al Ictus me parecía una subversión, devorar películas en el Normandie ayudaba a iluminar el apagón cultural. Uno quería más, todos querían definitivamente más. Consumir arte era resistir, era de alguna manera socavar el sistema. Ciertas señales me dicen que, luego de años, el arte vuelve a importar. Lo vi en Patti Smith. “People have the power” dejó de ser un tema progre o buena onda y pasó para muchos a transformarse en una suerte de cántico autobiográfico que emocionó hasta las lágrimas. Patti Smith levanta el brazo de Nona Fernández como dos campeonas y el gesto es claro: escribir novelas importa y deben ser celebradas y puedes alterar vidas escribiendo y noqueando, pero también leyendo, escuchando, mirando puedes ser parte de algo mayor.

De pronto, incluso Netflix vuelve a ser importante y necesario y The Crown, con Olivia Coleman, ahora pasa a ser relevante (un gobernante debe entender lo que es la empatía o cómo una tragedia natural es política para el gobierno de turno) y lleno de códigos y señales secretas. Hasta algo estúpido y banal y sexy y basuriento como la serie El Club, acerca de chicos guapos decadentes de la ultraclase alta mexicana, termina explorando la desconexión y la corrupción de las élites encerradas en sus burbujas. O eso es lo que uno cree. Todo se altera y todo emite señales ¿Es The End of the F***ing World acerca de lo que está sucediendo? No, pero quizás sí. ¿Es una serie acerca de la resiliencia, la importancia de los afectos en momentos duros, la necesidad de resistir ante un adversario? No creo que tanto, pero por qué no. Una ruptura de este tipo cambia el modo de leer y, por lo tanto, todo se lee como si no fuera algo lejano, sino personal. Intensamente cercano y todo, de pronto deja de ser ruido o escape y pareciera que todo hace sentido. ¿Cómo se leerá entonces The Irishman, de Scorsese?

Así las cosas, sin que lo hubiéramos previsto, el arte se volvió importante. Capaz de resonar, potenciar, alterar, condenar, contener y provocar. El arte dejó de ocupar su lugar en el oasis, donde no era una necesidad, sino a lo más un ornamento o un carrito celeste en un emporio al aire libre. Más que crear, lo que hay que hacer es leer. Más que filmar, quizás hay que mirar más y mirar atento las películas chilenas que no vimos y captar que a veces las que denunciaban no decían nada y las que hablaban de manera más tangencial quizás captaron más o se adelantaron incluso.

Un poeta amigo me dice: el arte se confunde a veces con el presente, pero florece cuando mira hacia el pasado o hacia el futuro. Es muy pronto aún para pronosticar desenlaces, pero el otro día, en la sala de teatro de la Universidad Finis Terrae, viendo lo conectado que estaba el público en una función de La apariencia de la burguesía, inspirada en Gorki, pensé en cómo el pasado a veces puede iluminar el presente y la capacidad que puede tener el arte de anticipar. La obra, reescrita con inspiración por Luis Barrales mirando muy bien un cierto sector de la clase media, fue dirigida por Aliocha de la Sotta con la genial idea de puesta en escena: un gran ventanal que separa lo que sucede afuera (una revolución) con lo que está ocurriendo dentro de una pensión. La obra parece tan de nuestros días, que creía que se había escrito y montado durante el toque de queda y los diálogos cortaban la piel y resonaban en la mente y nos fuimos caminando en silencio, pero remecidos.

De pronto se lee de nuevo o se lee mejor o se ve lo que antes no se veía. Se decreta el estado de emergencia y lo que cambia es el estado interno y emerge el arte como resistencia, como derecho humano, como escudo, como cabildo, como posibilidad, como punto de partida.

La Tercera

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