“Yo escojo a gente inteligente para mis películas, para protegerme de mi estupidez”

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“Yo escojo a la gente más inteligente posible para hacer mis películas, para protegerme de mi propia estupidez”

Para ahondar sobre la construcción de un relato en el que se solapa su vida, hablamos con Franco Lolli sobre ‘Litigante’, su segundo largometraje. Además de sus estrategias como director y su proceso de trabajo con actrices no profesionales (como la escritora Carolina Sanín, protagonista del film), nos contó sobre el reto más grande de todos: recrear el cáncer de su propia madre en pantalla.

Por Felipe Sánchez Villareal

En Litgante, el segundo largometraje del director bogotano Franco Lolli, la curva degenerativa de la enfermedad de una madre irradia en un núcleo familiar en el que las peleas y los desacuerdos —producto de las complejas economías del cuidado y el amor parental— pulsan como una bomba de tiempo. Leticia (interpretada por Leticia Gómez, madre de Lolli) está enferma. Un cáncer de pulmón le ha hecho metástasis y, en los primeros minutos, el film anuncia su sino de fatalidad: lo suyo no tiene cura. Lo único que queda es volver a las quimioterapias, a las que se resiste con obstinación, y esperar que algo se contenga.

De cara a ese nudo ciego, su hija, Silvia (interpretada por la escritora Carolina Sanín) intenta mantener todo en orden en los espejos oblicuos de esa vida familiar, llevada al límite por la inminencia de la muerte de la madre y por lo que esa realidad aguza de las fricciones filiales con su hermana María José (interpretada por la curadora Alejandra Sarria). Porque, a pesar de que Leticia parece haber aceptado su destino rehuyéndole al tratamiento, debajo de todo, incrustado en las personas que tejen sus redes afectivas, palpita el anhelo de postergación de lo inevitable y el dolor va ensanchándose frente a su paulatina imposibilidad. Es en ese muro emocional contra el que las dinámicas del triángulo nuclear de mujeres de la película se estrella, habita e irradia sus fibras dramáticas.

Silvia, a la vez hija, madre y hermana, abogada como su madre, debe hacerle frente no solo al nervio familiar sino a las grietas que se van abriendo en su estabilidad profesional, de cara un escándalo de corrupción en el que termina envuelta de forma involuntaria, que la va quebrando en simultánea con la metástasis del cáncer materno. Hija, madre y hermana, pero también subordinada y luego amante, sobre su propio ejercicio como trabajadora se va amasando una crisis silenciosa. Una que la arroja a un deseo truncado, pero altivo, de justicia sentimental, familiar y profesional.

A pesar de que en el fondo se intuye el magma cáustico de la muerte y un colapso nervioso, la delicadeza del relato, su estructurada cotidianidad —enraizada de manera profunda en la vida misma de Lolli, que se solapa en la pantalla—, no le apuesta a los quiebres explosivos, sino a un contrapunto intenso, rudo pero contenido, entre sus personajes, del que emerge un doloroso fresco de dignidad y humanidad.

Litigante, seleccionada como la película de apertura de la Semana de la Crítica en el Festival de Cine de Cannes y altamente esperada por su ruido internacional, llega esta semana a salas de cine en Colombia. Para ahondar en estas tensiones entre vida y representación, entre lo íntimo y lo público en el cine, hablamos con Franco Lolli sobre su ejercicio como director en un relato autobiográfico, sobre su proceso de trabajo con actrices no profesionales y sobre el reto más grande de todos: recrear el cáncer de su propia madre en pantalla.

Franco Lolli, director de Litigante. Foto: Pilar Mejía.

Al hacer una película, uno como director trata de responderse preguntas. En tu caso, esas preguntas parecen inclinarse a pensar las relaciones familiares y sus tensiones: padre/hijo en Gente de bien; madre/hijo y madre/hija, en Litigante. En ese marco, ¿cuál era la pregunta fundamental que estabas tratando de responderte con esta película?

Partí de mi madre para hacer Litigante. Esa pregunta que me hice tenía que ver un poco con qué significa ser madre, qué significa ser una buena madre y qué madre fue mi madre. Ella es el punto de partida, la piedra angular. Yo sentía que no había logrado contarla, que no estaba logrando contar algo de mi relación con ella. En la película me propuse narrar esa relación más profundamente, porque el amor materno es el amor más puro, más fuerte y más total. Sin embargo, aunque hay muchas mujeres que luchan por ser buenas madres, se les juzga mucho más severamente que a los padres. En algún momento hicimos el chiste de que la película podría llamarse Padres e hijos. Es cierto que se le podría colocar ese nombre a mi filmografía, porque ambos son las cosas más importantes de la vida de todo el mundo y de mis películas. Pero, en este caso, no usé el punto de vista del niño o del hijo, que era lo que había pasado en Gente de bien o en Como todo el mundo, sino que quise cambiarlo y ponerme en los pies de la madre.

Es una decisión que para muchos sería riesgosa, porque tú eres un director hombre y estas son relaciones entre madres, hijas y hermanas. ¿Cómo te fue en ese desplazamiento del punto de vista?

Mucho mejor de lo que pensé que me iba a ir. Me asustaba mucho porque es cierto: yo no soy mujer, entonces filmar a una mujer y tratar de narrar desde su punto de vista me parecía muy delicado. Yo también sospechaba que la gente iba a hacer críticas sobre eso: “Qué hace un hombre hablando sobre ser mujer”. Pero no fue así: la única crítica que nunca hemos tenido es esa. No ha habido nadie que diga “Esto es el punto de vista de un hombre sobre una mujer». Creo que ese proceso de desplazamiento fue muy fluido, porque de alguna manera yo he convivido más con mujeres que con hombres. Las personas mas cercanas de mi vida hasta el nacimiento de mi hijo han sido mi madre, mis tías y mi abuela, por eso me siento autorizado para tratar de contarlas. De pronto las conozco mejor que a los hombres, no sé (risas). Uno cree que uno se conoce bien a uno mismo y de pronto no.

Has dicho que ese proceso se dio en diálogo con las mujeres que elegiste para que interpretaran a tus personajes. ¿Cómo fue eso?

A mí me daba mucho miedo caer en una visión machista de los personajes. Me hice la pregunta de cómo proteger eso y la respuesta fue: dándoles a las actrices una voz que probablemente no se les da en la mayoría de las películas. Yo trabajo con la improvisación. Aunque son improvisaciones muy controladas, siguen siendo improvisaciones. Tengo la escena, tengo la situación, palabras o frases clave y, sobre eso, le permito a cada actor encontrar la manera de decirlo o de hacer las cosas. Las dejo decirme «Eso yo no lo haría» o «No creo en eso» o, en algunos casos, «Una mujer no pensaría así». Hay un diálogo en el rodaje que toma mucho tiempo —y por eso mis rodajes son tan largos—, que permite que los actores y actrices puedan tener una voz propia. Más que actrices, son intérpretes. Interpretan como un músico interpretaría una partitura: a su manera.

Eso me lleva a otro punto, y es el tema de la relación que estableces con esas intérpretes. En su mayoría no son actrices de formación académica en actuación o teatro, sino actrices no profesionales. ¿Cuál es el reto más grande de abordar así una película, de pensar en una persona y no un personaje?

Mi casting parte de dos cosas al mismo tiempo: uno, del encuentro con alguien, con una persona, y dos, de saber qué representa esa persona. Porque la gente representa algo. Yo de verdad creo que no podría haber hecho esta película con otras actrices. Lo creo profundamente. Especialmente en el papel principal, que interpreta Carolina Sanín, y en el de mi mamá. Ellas eran las únicas dos personas en el mundo capaces de interpretar esos papeles como lo hicieron, y es por algo: porque son las personas que son en la vida. Carolina representa algo en Colombia; mi madre, en un ámbito mucho más privado, representa otras cosas —unos valores, una manera de vivir, de entender la dignidad—.

Con eso en mente, las llevé a interpretar un personaje que tiene muchas de sus características. No creo, para nada, en esa idea de que un actor puede hacer algo diferente de lo que él es en la vida. Uno siempre interpreta un papel a partir de lo que es uno. Robert DeNiro, por ejemplo, en todas sus películas está haciendo de sí mismo en situaciones particulares, en papeles diferentes, pero todos son Robert DeNiro: DeNiro mafioso, DeNiro boxeador. Pero siempre es Robert DeNiro. Al Pacino no podría hacer el papel de DeNiro y viceversa.

Eso va un poco en contravía de cierta visión de la actuación como artificio, como un ejercicio en el que cualquier sujeto podría interpretar cualquier papel, porque son los personajes lo que importa y no las personas que están detrás…

Yo no creo eso. No veo cómo uno puede hacer algo que no tenga nada que ver con uno. Es que no veo cómo. Para que Philip Seymour Hoffman hiciera de Truman Capote debía tener algo de lo que era Capote en él. Lo mismo Heath Ledger con el Guasón: debía tener algo de locura en él para poder alcanzar la locura del personaje. Lo que te decía de Robert De Niro. De Niro es la virilidad absoluta, en todo el sentido. O Javier Bardem, que cuando hace un papel de gay hay un punto en el que uno dice “Hay algo ahí que estás como tratando de hacer y no te sale”. Lo contrario a Dolor y gloria: lo que es buenísimo es que Antonio Banderas hace tanto de Banderas como de Almodóvar. Antonio Banderas está haciendo de Antonio Banderas en el papel de Almodóvar, pero Almodóvar es él también.

¿Crees que eso sucede con el personaje de Silvia y Carolina? ¿Que sobre el personaje se solapa lo que es Carolina en la vida pública y en su ejercicio como intelectual?

Hay momentos en los que evidentemente se juntan y momentos donde se distancian. En la premiere de la película en el Festival de Cine Francés yo vi a Carolina y dije: “Ah, no se parece en nada a la persona que está en la película”. Pero después veo que en esencia sí se parecen mucho. Silvia igual es un personaje muy diferente: se viste diferente, tiene un apartamento diferente, piensa diferente. Es mucho más convencional que Carolina, en realidad. Pero Carolina tiene en ella, creo yo, a Silvia. Como tiene seguramente en ella a otros personajes que puede hacer.

¿Eso tuvo que ver con como pensaste el casting y el guion? ¿Pensaste primero en un personaje que Carolina podría encarnar bien o de alguna manera desde antes escribiste a Silvia teniendo a Carolina en mente?

Las dos cosas. Yo hice un casting que duró nueve meses. Para Silvia vimos a trescientas o cuatrocientas mujeres, pero yo siempre le decía al director de casting, Santiago Porras: “Necesitamos a alguien que sea entre Carolina Sanín y tal, entre Carolina Sanín y tal”, y cada vez me inventaba una cosa nueva. Primero queríamos que fuera una abogada, que hubiera tenido hijos en la vida real, pero al final nos dimos cuenta de que quizá esas cosas no eran tan importantes. Yo siempre decía: “Pero es que quiero que sea alguien como entre Carolina y otra”. A Carolina le pedimos que nos recomendara gente, esa gente vino y al final yo reduje el casting a cuatro actrices, pero no nos convencían.

Mi mamá me dijo: “¿Por qué no tratas entonces con Carolina?”. La invitamos y de ahí para adelante yo dije “¡Esto es!”. Me rendí ante esa evidencia, pero es una evidencia que además Carolina también vio antes, porque ella ya me había dicho: “Yo estoy segura de que yo soy la actriz de esa película”. Más allá de que ella lo quisiera hacer o no, yo creo, hubo una cosa que uno siente como de manera más metafísica: que la película solamente puede estar hecha por una persona. Y ella lo había sentido antes que yo.

¿Hay algo distinto en como te acercas a trabajar con actores de formación académica y con actores no profesionales?

No es muy distinto. Seguramente otros directores lo ven de otra manera, porque dejan que los actores hagan lo que les dé la gana. Pero como yo dirijo y controlo muchísimo lo que está pasando, da lo mismo con un actor profesional o no profesional.

Sin embargo, debe haber alguna diferencia. Algo de tus películas parece consistir en llevar a las personas a ciertas situaciones emocionales límite, algo que un actor profesional manejaría de otra forma. Pensando en lo que dices de la imbricación entre el personaje y la vida del actor, ¿cómo se vive eso en tus rodajes?

Es muy intenso emocionalmente. Es muy, muy intenso… La única diferencia entre un actor no profesional y uno natural es esa que tú estás diciendo: los actores profesionales tienen la costumbre de que entran en escena y salen de escena. Pero los actores “naturales”, entre comillas, no tienen esa costumbre, entonces no saben muy bien lo que les está pasando cuando están actuando, o sí lo entienden, pero emocional y físicamente no están acostumbrados. Y en una película como esta, que tiene emociones tan fuertes, esas emociones necesariamente se quedan en la persona de alguna manera. Se quedan y te cansan. En eso sí hay una diferencia.

Sin embargo, la verdad yo veo que todas las películas son emociones. O sea, esta película es lo mismo que una buena película de Hollywood. Cualquier película que tenga que ver con emoción, y Hollywood es el sitio donde las emociones son lo más importante, funcionan igual. En términos emocionales Litigante funciona igual a una película de Scorsese.

Lo otro que veo es que a veces nos metíamos —y esto es en el caso más particular de las escenas con mi mamá—  en cosas que habíamos vivido nosotros. Todo lo que tiene que ver con el hospital, la rapada del pelo, el cáncer. En eso sí hubo momentos que para mí eran emotivamente demasiado fuertes. Yo lloraba en el rodaje. Dirigiendo a las actrices me ponía a llorar, muchas veces. Y muchas veces es muchas veces. Creo que era peor para mí que para ellas.

Además, tu mamá estaba en un doble rol: seguía siendo tu mamá, pero también era la actriz a la que estás dirigiendo. ¿Cómo hacías para conciliar ese rol de hijo/director?

Es imposible. Conciliarlo es imposible porque antes de ser una actriz es mi mamá y siempre va a ser más mi mamá que la actriz. Incluso con el tema del guion fue duro. Yo no les doy el guion a los actores por muchas razones, pero una de las razones es que no quiero que empiecen a juzgarlo todo, porque además escojo actores con mucha capacidad de juicio. Prefiero no darles el guion e ir contándoles lo que vamos haciendo, que ellos sepan en qué se están metiendo, pero no cada detalle, cada coma, cada diálogo. Por ejemplo, en la escena del cumpleaños del niño, mi mamá me decía: “No más cumpleaños de niños, eso en todas las películas que pasan en televisión hay cumpleaños de niños, es una pendejada”. Y yo le decía: «Pero tú ni siquiera sabes qué es la escena». Y el día de la escena dijo que no iba a rodarla, que era una güevonada. Fue y habló con todo el equipo y estuve dos horas tratando de convencerla hasta que supo de qué se trataba y aceptó. Pero en eso pasamos tres horas. Yo creo que si le pasaba el guion completo cada coma iba a ser un problema. Entonces al final también es evidente que ante todo la gente es lo que es en la vida, antes de ser el actor o el personaje. Entonces mi mamá, antes de ser el personaje de Leticia y antes de ser la actriz que interpreta a Leticia, era mi mamá.

En la premiere en el Festival de Cine Francés decías que con Carolina y Alejandra también te pasó: que en el diálogo contigo fueron cambiando cosas del guion. ¿Cómo eran esas conversaciones?

Yo escojo a la gente más inteligente posible para hacer las películas, para protegerme de mi propia estupidez. Hay una escena (esto es un spoiler de la película) en la que descubren a mi mamá muerta en la cama. Carolina tenía una teoría en la cual uno no puede filmar a un muerto. Entramos en una discusión larguísima en el rodaje en la que ella hablaba de la tragedia griega, de que ahí nunca se mostraba, que siempre se elipsaba la muerte hasta que la gente ya estaba enterrada y que el cuerpo nunca se ve. Entonces yo le contraargumentaba que había miles de ejemplos en el cine que hacían lo contrario. Eso duró horas.

Lo mismo con Alejandra, que era la que mejor conocimiento tenía de todo lo que era médico porque ella había acompañado a su padre en un proceso similar al de la película. Ella nos decía: “El médico no diría eso así, no hablaría así”. Eso pasaba con todos los actores de la película. Yo no le puedo pedir a alguien que interprete algo que no se siente capaz de interpretar, entonces yo les hago propuestas, trato de guiarlos a ese sitio y, si nos damos cuenta de que no está funcionando, acepto que ellos me guíen hacia un sitio que va a funcionar. Porque lo que funciona para el actor va a funcionar para la película. Yo tengo esa «humildad», entre comillas, de decir: «Mi idea preconcebida hay que enfrentarla con la realidad» y si la realidad nos dice «Esto es mejor que lo que tú tienes pensado», pues hacemos lo que es mejor.

Creo que es desde ese diálogo que logras el tono casi naturalista, cotidiano, de Gente de bien y de Litigante, que a veces es tan difícil. ¿Cuáles crees que son esos elementos que hay que considerar siempre para conseguir esa textura cotidiana y que no salga mal, que no se sienta fingido? 

Hay dos cosas. Primero, que frente a esta idea de naturalismo y de lo cotidiano, en Litigante, a diferencia de Gente de bien, hay una búsqueda de algo más estilizado. Evidentemente estamos hablando de una realidad o de un cierto realismo, pero siento que la película, si uno la mira bien, sucede dentro de lo que uno podría llamar un realismo sublimado: los colores, el mundo donde sucede, esa Bogotá que a la vez es Bogotá, pero no es la Bogotá que vivimos todos los días, sino una Bogotá más bonita. Es todo un trabajo.

Yo tengo una cosa y es que ruedo mucho más tiempo que la mayoría de la gente. Esta película se rodó en cuarenta días, son casi ocho semanas de rodaje. Para ponerte un punto de comparación, El abrazo de la serpiente duró seis semanas. Y eso es porque yo privilegio el tiempo con los actores, el tiempo de la escena, el tiempo de tomar las decisiones. Siento que es eso lo que nos permite encontrar esa naturalidad, esa espontaneidad. La espontaneidad requiere, uno, de mucho tiempo y, dos, de profundidad. Yo no soporto una película mal actuada y como no soporto una película mal actuada necesito mucho tiempo para que las actuaciones queden bien. Soy muy lento, me gustaría poder haber hecho esto en cinco semanas, pero la verdad es que por ahora me toma ese tiempo.

El tiempo tiene mucho que ver en el estilo: es el tiempo de mirar a la gente. Muchas películas van y filman lo que está previsto, entonces no miran lo que está pasando; por el contrario, yo trato de mirar lo que está pasando, de mirar a la gente, de agarrar y también aprovechar el accidente, porque todos los días hay accidentes y esos accidentes muchas veces son milagros. Pero para que el accidente advenga y para poder uno aprovecharlo tiene que tener el tiempo de entenderlo.

Y se nota: los gestos que retratas son difíciles de conseguir si uno no está observando por el tiempo suficiente…

Sí, y es porque hago muchas tomas. Muchas son muchas. La escena donde mi mamá le entrega las joyas a Silvia, por ejemplo, se demoró fácilmente ocho horas de rodaje y es una escena relativamente sencilla, pero con una emoción que no es sencilla. La emoción que tienen que tener ambas ahí es una emoción difícil de encontrar. En la escena del kart, por ejemplo estuvimos desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Y esto es todo así. En todas las escenas de la película hay un momento mágico, pero ese momento mágico no aparece porque sí: es como un milagro que uno tiene que invocar. Es como rezar: entre uno más reza, más posibilidades hay de que Dios se le aparezca.

El otro tema de tus películas es cómo esas emociones también aparecen canalizadas a través de los niños: los niños están siempre condensando parte de esa fuerza dramática familiar que construye la película. ¿Cómo te acercas a trabajar con ellos?

Se puede voltear la pregunta y pensar: “¿Cómo es para un niño trabajar?”. Porque el cine es de los pocos sitios donde se permite legalmente que un niño trabaje. Para empezar estamos entrando en un absurdo: que un niño trabaje. Pero ellos ven ese “trabajar” de otra manera. A los niños les vale verga, la verdad. En Litigante a él no le importaba que la película quedara bien o mal: él o se divierte o no se divierte, le gusta o no le gusta. Y eso te obliga a ti a entender qué está pasando de verdad en tu escena, porque en general las escenas más divertidas son las que a él más le divierten también.

Y sobre esta idea de cómo los niños canalizan las emociones, yo creo que la visión de un niño sí cuenta algo de los demás. Un niño es sujeto de lo que sus padres deciden y a mí eso siempre me ha parecido muy interesante, porque uno como hijo, así los papás no lo vean, está entendiendo el mundo y está viendo todo, está viviendo cosas. En la película ese niño asiste a un millón de peleas entre la mamá y la abuela, pero también a un millón de momentos de amor súper puros. Al final él va a heredar tanto esa noción de conflicto, seguramente, como la de dar besos y amar mucho.

Yo acabo de tener un hijo y él me ve pelear a mí con mi esposa, pero también nos ve darnos besos todo el día y a él también siempre le están dando besos. Los niños son unas esponjas que terminan contando cómo es el mundo alrededor de ellos. Por eso me interesan tanto. Y me interesan, además, porque son divertidos y le dan un poco de aire y de luz a cosas que a veces son duras. Lo mismo los perros y por eso también hay siempre un perro siempre en mis películas.

Esa alegría contrasta con los temas dolorosos que estructuran la película: la enfermedad y la muerte de la madre. Decías en una premiere que tu psicoanalista debía estar muy feliz viendo Litigante porque, entre otras, como realizador estás imaginando, poniendo en escena, a tu madre muriendo.

Eso es horrible. Eso es horrible y al mismo tiempo es catártico. Es el chiste que hace mi productora francesa, una mujer mucho mayor que yo, la viuda de un gran cineasta que se llama Maurice Pialat: “Yo creo que tu mamá ganó diez o quince años de vida con esa película”. Enfrentarla a la posibilidad de su propia muerte, tener que ver en pantalla momentos de decadencia física, momentos duros, tener que decir “A mí no me importa vivir o morir” la enfrenta a ella a pensar si de verdad no le importa. Eso es algo que ella ya había dicho alguna vez cuando fuimos al médico. Yo creo verse en esa situación en la película la hizo entender que ella quería vivir mucho y ahora, emocional y físicamente, está mejor que nunca.

Pero, para llegar a eso, nos tocó enfrentarnos a lo más duro. Yo creo que tocamos fondo, porque en la película tocamos los miedos más fuertes que ambos teníamos. Fue horrible y al mismo tiempo lo recuerdo con muchísimo cariño. Yo estaba sobrepasado por mis emociones, porque a pesar del dolor era un momento en el que yo tenía la posibilidad de compartir con gente que quería mucho. Fue una experiencia que me sirvió para desdramatizar la enfermedad, que me ha ayudado a prepararme para la posible partida de mi madre. A través de esa cercanía con la muerte, de esa enfermedad que mi madre tiene en la película, yo siento que exacerbamos la misma vida.

Ese retrato emocional se intensifica, además, por como retratas el lugar en el que ocurre todo: Bogotá. En largometrajes colombianos, ese retrato sentimental de una clase particular bogotana parece escasear. ¿Cómo lo ves tú?

En largometrajes sí creo que es escaso. Pero depende porque Bogotás hay muchas. Esta es una Bogotá muy particular: mi Bogotá. Uno filma mejor lo que conoce, y así lo hago yo. Rodamos, por ejemplo, en una casa en el parque del Brasil y yo estoy a diez cuadras de ese parque. Filmamos al lado del Partido Conservador, por donde yo paso todos los días porque yo vivo detrás del Carulla del Parkway. Filmamos en muchos sitios que me son conocidos, y creo que eso también ayuda a que se sienta una autenticidad. Mucha gente filma turísticamente la ciudad, aun siendo bogotanos que viven en Bogotá. Yo lo que traté fue de filmar la Bogotá que conozco y sublimarla, volverla una Bogotá de cine. Trato de que incluso los trayectos sean reales, pero que sea tan sincera que sea al tiempo muy local y muy universal.

En esa tensión entre lo local y lo global, ¿cómo la recibió el público europeo, donde se vio por primera vez?

El público internacional la ha recibido muy bien por tratar de temas que son tan cercanos: la familia, la maternidad, el trabajo. En el fondo Litigante termina hablando de cada persona acá o en Rusia. Mi mamá ganó premio a mejor actriz en Vladivostok (Rusia), que es literalmente al otro lado del mundo. Ganamos Mejor Película en Chicago y Carolina ganó Mejor Actriz en República Dominicana. Uno piensa que si funciona en República Dominicana, en Chicago y en Vladivostok, además de Cannes, es que la película es universal. Hay gente que al salir de la sala no puede parar de llorar durante horas. Es una película casi terapéutica para la gente y eso no me había pasado. Con Gente de bien me pasaba a veces, pero no tanto como acá. También creo que las cosas funcionan muy energéticamente, entonces la emoción que yo sentí o que sintió mi mamá o que sintió Carolina son emociones muy fuertes que ahora le estamos entregando al público y que el público ahora está viviendo.

Y es que Litigante sí es una película que, desde lo mismo que contabas de tu casting, está poniendo a dialogar lo íntimo y el espacio de discusión público. Las actrices mismas encarnan eso: Carolina es Silvia, pero es también Carolina como intelectual en Colombia; 

Sí, eso ha hecho que nos toque enfrentarnos a gente que no la ha visto y la critica, como los haters de Carolina. La gente se toma el tiempo de hacer memes y hacer mierdas y coger la imagen de la película e inventarse una güevonada. Es complicado, porque hay un odio irracional, me parece. Me doy cuenta del nivel de odio de la gente. Ese odio tiene que contar otra cosa, yo no sé qué es lo que cuenta, pero cuenta algo… Es como si la sintieran a ella como una amenaza: he sentido mucho esa violencia con la que Carolina debe convivir a diario. Creo que esa es la gente que no quiere que cambien las cosas. Es la misma gente que odia el beso de Claudia López y Angélica Lozano. A uno le molesta solo si uno dice: “Las cosas funcionan de una manera y no vamos a cambiar esto ahora”. Esa gente habla desde el miedo de que le cambien lo que conoce. En ese odio hay algo que uno puede leer desde la idea de transformación de país. Aunque yo no estoy de acuerdo con todo lo que hace Carolina, considero que ella hace parte de las personas que permiten que se cambien conciencias. Ella es un vector de cambio. Y eso a la gente le da miedo.

¿De qué otras maneras ves en Litigante ese diálogo entre lo personal y lo público?

Eso está en toda la película. Digamos, la película coge a Alejandra Sarria, que es curadora de arte, para hacer un papel que no tiene nada que ver con eso, pero al mismo tiempo Alejandra está ahí y todo lo que ella sabe de arte está en la película. Se atreve a coger a Carolina Sanín para hacer de abogada y de madre, cosas muy diferentes de lo que es Carolina, pero al mismo tiempo todo lo que ella es y representa por fuera de la pantalla está ahí en la película. El jefe de Carolina en la película es Gabriel Taboada, que fue superintendente de valores. Mi mamá es abogada, el papá del niño en la película también es un abogado súper prestigioso; el médico, el oncólogo, sí es oncólogo. Yo a veces me pregunto por qué esa gente acepta meterse en esto y al final creo que aceptan porque dicen: “Yo quiero que alguien cuente bien el trabajo que yo hago todos los días”.

Taboada, digamos, hace muchos años estuvo metido en un caso parecido a lo que pasa Silvia siendo él completamente inocente. Le cayeron las Contralorías, la Fiscalía, por una cosa política y estuvo años complicado por eso. Cuando le conté que quería hablar de eso, me dijo: “Yo también quiero hablar de eso y quiero ser yo el jefe malo”. Me ha sorprendido cómo hago para convencer a la gente. Este man tiene una oficina de abogados en la que trabajan cincuenta personas. Cada hora que perdía en mi rodaje, que yo le pagaba una miseria, él en su oficina ganaba millones y millones de pesos. Uno se pregunta: “¿Por qué aceptó?”. Y yo creo que es porque sienten eso: que aquí pueden representar algo que no sienten representado dignamente en el cine.

Claro, y es que esta también es una película de abogados que se sale de la convención de esa estética de los juicios, de la condena, de la onda CSI.

En esas películas de abogados todo es falso. Piensa, por ejemplo, en los tiempos. En una película normal uno llega y hay un argumento final. Pero en Litigante, como sucede en la vida, los tiempos legales son muy largos. Yo fui a ver cómo funciona esto de verdad. Fuimos a Paloquemao, filmamos en los juzgados, donde la gente sale de ahí y se va para la cárcel. Ese día de rodaje veíamos gente que salía llorando. Igual yo me tomo unas licencias dramáticas, porque si no ya se vuelve imposible, pero trato de generar esa sensación del tiempo extendido.

Desde el título mismo se manifiesta esa otra intención. El litigio es un conflicto, generalmente entre dos partes. En la vida de Silvia el conflicto está presente en la relación con su madre, en la relación con su jefe, en la relación con su novio, en su relación con el mundo. Pero, además del tema familiar, habla de cosas como la corrupción, por ejemplo: cómo en Colombia termina mucha gente metida en casos en los que no tienen nada que ver. Mi mamá está defendiendo en este momento a un tipo que era ingeniero al que la misma gente del carrusel de la contratación le creó un caso falso. Parecido a lo de Silvia en Litigante: él solamente era el ingeniero que tenía que revisar esas calles y hoy en día está jodido y esta gente está tranquila. El tipo no puede trabajar, está inhabitado porque los jefes cogen al subalterno y es al subalterno al que mandan a la cárcel.

Me parecía interesante contar eso, creo que la gente no es muy consciente de que eso pasa. Yo hice un trabajo de investigación muy grande para llegar a esta película, hablaba con los abogados también para entender cómo funciona la Procuraduría, la Fiscalía y la Contraloría, lo penal, lo disciplinario, lo fiscal. Al final nadie entiende. A mí me costó, porque no soy abogado, los nueve meses de preparación antes de la película para más o menos entender qué significaba todo eso. Pero uno en la W está oyendo todo el día «la Fiscalía no sé qué, la Contraloría…» y uno no sabe de qué están hablando exactamente. Saben los abogados.

¿Cómo ves Litigante de cara al circuito de exhibición de cine en Colombia ahora?

El mundo está cambiando y este no es un fenómeno exclusivo a Colombia. Todo está empezando a tener el mismo valor, desde el momento en que las producciones ingresan a las salas y a las grandes plataformas como “contenidos”, todo pasa a convertirse en “contenido”. Una película de Woody Allen, El Padrino, una buena telenovela como Betty, la fea o una porquería de serie como las hay por miles. Todo eso es “contenido” analizado por el mismo algoritmo. En ese punto, lo único que vale es qué ve la gente y que no, y nos dicen que lo que ve la gente es “lo bueno”.

Ahora, si como sociedad pensamos que lo bueno es lo que ve la gente, vivimos en una ingenuidad muy grande. Lo digno sería que a esta película le fuera muy bien, lo correcto como sociedad sería que estuviera en todos los noticieros, pero no ha sido así. Litigante es de las películas mejor financiadas del cine colombiano, y aun así no tiene la posibilidad de llegar a pagar para salir en los medios de comunicación más importantes. Mi película está puesta en el mismo sitio que películas muy malas, hechas sin cariño, sin dinero y sin trayectoria. Porque la gente no ve la diferencia entre Litigante y sus premios en Cannes y Chicago, y cualquier cosa puesta al lado. Hace falta un trabajo de educación de públicos.

Estamos en una situación muy difícil como industria colombiana. Este año es el peor en taquilla en mucho tiempo para las producciones colombianas y es, a la vez, el mejor en taquilla general. Y es porque cada vez hay más salas para las grandes producciones y cada vez hay más apoyo para esas producciones que se comen el mercado de espectadores. Lo sorprendente sería que a Litigante le vaya bien.

Revista Arcadia

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