El cine de Guatemala se luce en el Festival de La Habana

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Por Daniel Cholakian – Nodal Cultura

El cine de Guatemala ha crecido lenta pero sostenidamente en la última década. Con documentales que sirvieron a la visibilización de los crímenes de lesa humanidad como La isla (2009) o con ficciones que buscaron nuevos temas y propuestas estéticas como Gasolina (2008) y Las marimbas del infierno (2010) de Julio Hernández Cordón, las películas guatemaltecas han ganado espacio y reconocimiento en el circuito internacional del cine.

Jayro Bustamante es parte de ese movimiento. Con Ixcanul (2015), su primera película, trajo a la pantalla la lengua del pueblo maya, la voz de las mujeres indígenas y  el registro de la dominación a la que son sometidas, a la vez que la situación de pobreza que viven muchas comunidades en su país. En su opera prima mostró un especial talento para la construcción del espacio narrativo a través del manejo plástico y sonoro consistente, a partir del espacio real evocado, que es a la vez físico, simbólico e histórico.

Este año Bustamente fue sin dudas la gran estrella de los festivales internacionales de cine, siendo el único realizador que participó de las selecciones oficiales de dos de los más importantes: llegó a Berlín con Temblores y a San Sebastian con La llorona. Ambas películas se presentaron en esta nueva edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.

El otro realizador guatemalteco presente en La Habana, César Díaz, estrenó Nuestras Madres en Cannes, donde fue premiado y también obtuvo en octubre de este año el premio como mejor director del Festival de cine de Pingyao (China). Este primer largometraje de Díaz se proyecta también en la capital cubana.

El genocidio en primer plano

No hay dudas que entre Nuestras madres y La llorona hay un vínculo profundo. Como ocurrió en Argentina entre los años ’80 y los ’90, y un poco más tarde también en Chile, el cine guatemalteco está en buscando nuevas formas y nuevos ejes narrativos para contar el terrorismo de Estado y el genocidio de comunidades indígenas.

Los documentales siguen construyendo un relato sobre el tema y alumbran espacios históricos específicos, ficciones como  La llorona y Nuestras madres dejan interesantes espacios abiertos, suman voces, lenguas, rostros y silencios. La verdad aparece muchas veces desde lo indeterminado, de esos espacios vacíos de la historia que el arte logra captar. Así el cine aporta a la construcción colectiva de la memoria.

El protagonista de Nuestas madres, Ernesto, trabaja en el centro de antropología forense del Estado, repartición donde se recuperan e intentan identificar cadáveres hallados en fosas colectivas. A partir del testimonio de una mujer indígena que llega a la capital a denunciar una matanza masiva, Ernesto cree haber encontrado el cuerpo de su padre desaparecido.

Díaz lo conduce por un recorrido sinuoso hasta conocer parte de la verdad, en una trama construida a partir de una ronda de voces de mujeres. Ellas, como en la Historia de la mayoría de las prácticas de resistencia del presente, son las figuras principales. Estas mujeres, que son blancas, indígenas, urbanas, rurales, académicas, iletradas, fuertes o débiles, construyen lenta e íntimamente un relato colectivo, una polifonía que habla de violencia extrema, del robo y de las violaciones sistemáticas, torturas y muerte. La búsqueda que emprende Ernesto lo lleva por un camino algo inesperado incluso para él, que trabaja en contacto directo con los cuerpos y sus historias.

La palabra y el silencio son las herramientas centrales del relato. Las palabras develan aquello que se puede decir en cada momento de la historia, tanto desde una perspectiva colectiva y como personal.  En este sentido Díaz incorpora dos temas claves: cuáles son las condiciones para que las víctimas puedan hablar –y de ahí la importancia de la imprescriptibilidad estos delitos- y el valor del testimonio como herramienta eficaz y legítima para la construcción de la memoria histórica.

El llanto que llega desde la noche más oscura

Como dijimos entre La llorona, la última película de Jayro Bustamante y Nuestras madres hay importantes coincidencias. Acá también la acción la impulsan las mujeres y aquí también las voces, las lenguas, los silencios, las identidades étnicas, religiosas y de clase permiten construir un relato no líneal.  Además la película de Bustamante logra a través de expandir los límites del realismo a través de una puerta abierta al terror psicológico.

El mito de La llorona es uno de los más extendidos en toda América Latina. Con las diferencias y especificidades que se cuenta desde México a Argentina, se basa en la historia de una mujer que cada noche sale a llorar por sus hijos desaparecidos o muertos. A través de los tiempos tuvo sus adaptaciones culturales o religiosas y sus adecuaciones con la inclusión de personajes históricos reales. Si bien la madre llora por su responsabilidad en la muerte, en esta película el mito se altera para cambiar la identidad del victimario. Ahora son los perpetradores del genocidio del que fue víctima el pueblo maya Ixil en los primeros años ’80.

La llorona es la madre que llora por sus hijos e interpela el sueño del genocida, pero también es una voz que les habla desde sus conciencias aterrorizadas del general y su familia. ¿Es la presencia externa la amenazante y la verdad que rompe la barrera del inconsciente y emerge al interior del propio hogar y lo convierte en un caos? ¿Qué puede aterrorizar al hombre que infundió el terror en la población a través del genocidio? ¿Qué ocurre cuando el orden que subsiste a la dictadura parece quebrarse con una sentencia?

El terror entra en juego en la película cuando un elemento externo, el testimonio en lengua maya de una mujer indígena, pone en jaque al orden de la impunidad. En el orden blanco, hispánico, burgués y urbano esa mujer y su palabra, es “lo otro” externo y amenazante. En el terror como género ese “otro” pone en jaque a la normalidad y el orden. La clave de la lectura política en este caso es pensar quien es la figura amenazante y quien el que no puede controlar la realidad. Esa alteración que Bustamante hace del mito original (la madre de victimaria a víctima) es central para esa lectura.

A Enrique Monteverde –alter ego de Efraín Ríos Montt- el mundo se le derrumba cuando no puede evitar ir a juicio y escuchar y ver a las mujeres indígenas víctimas de las violaciones sistemáticas y las matanzas colectivas. Y más aun cuando es condenado por genocidio. No importa que pueda eludir con argucias el cumplimiento de la condena. Lo que importa es que ha dejado de ser impune, ha dejado de ser el general, el hombre poderoso, el que ordena el mundo dentro y fuera de su casa. El orden y el desorden, lo claro y lo oscuro e incluso la naturaleza de lo tenebroso -real o imaginario- son elementos que el director maneja con minuciosidad.

La llorona (plano inicial)

Bustamante construye un edificio narrativo donde muchas situaciones a lo largo de la película se emparetan. El plano inicial donde la esposa del general, familiares y esposas de otros acusados rezan como en una letanía, dialoga con el primer plano de la mujer indígena contando en su lengua, con una cadencia particular, la forma en que fue violada por el ejército cuando ingresaron a su pueblo (relato que es casi idéntico al que recibe Ernesto al comienzo de Nuestras madres). Con dos muy lentos zoom hacia atrás que se repiten en ambas planos cuenta también los mundos del hogar ordenado y del orden de la justicia. La violencia no se hace evidente en las imágenes, se construye entre las textualidades que dialogan en la mente del espectador.

La llorona – testimonio de mujer indígena víctima de la dictadura

Para aportar a la lectura política, y Bustamante trama lo terrorífico con lo documental, no es menor que entre quienes presencian el testimonio en el juicio esté sentada Rigoberta Menchú, premio nobel de la paz, víctima ella misma y su familia de las violaciones de la dictadura.

Pero nuevamente el plano inicial se resignifica hacia el final de la película. Aquel rezo cristiano ordenado, monótono y contado con un plano casi simétrico, se convierte en una invocación caótica y desesperada a dioses de tradiciones ancestrales como única posibilidad de salida frente al terror que se desató en la casa del dictador. El terror imaginario es La llorona, el terror real el hasta entonces amante esposo y padre de familia, enloquecido por sus propios miedos. Bustamente modifica el registro visual y sonoro con paciencia a lo largo de la película, atravesando géneros y tradiciones para permitir que lo sombrío, lo inenarrable del terror dictatorial, se haga reconocible.

Los diálogos pueden trazarse también a lo largo de la obra de Bustamante. En La Habana vemos como el rezo ritual en el primer plano en La llorona es la herramienta de ocultamiento y reproducción del orden en Temblores, su anterior película.

La sexualidad hace temblar al orden

Temblores  cuenta la historia de Pablo, un miembro de la alta burguesía guatemalteca. Esposo “ejemplar” y padre amoroso, tiene una pareja homosexual de otra clase y en un barrio popular y la película comienza en el momento en que su familia se entera. Entonces lo expulsa, lo rechaza, lo repele. Será en la forma de mirar, de hablar y de callar de su círculo íntimo que se expresa la violencia que permanece durante toda la película.

Pablo es un hombre que ama. A Francisco, su pareja, pero también a sus hijos. Los temblores de la tierra, que son corrientes en ciudad de Guatemala, parecen expresar todas las tensiones escondidas en la naturaleza y en la vida de Pablo. Al emerger, ponen en peligro los cimientos de todo aquello construido. Incluso la verdad hace temblar todo. El deseo de Pablo sacude la vida social, laboral y familiar del protagonista.

Como en La llorona, aquí también la aparición de la verdad desordena la vida familiar en la alta burguesía guatemalteca.

Pablo queda en una encerrona: no podrá acercarse nunca a sus hijos a menos que acepte el tratamiento que le proponen los pastores a los que acude su familia. Ellos tienen la llave para ayudarlo a rehacer su vida como un marido heterosexual y en el hogar familiar. Bustamante trabaja cada movimiento de Pablo desde la duda y la imprecisión, dejando siempre la puerta abierta a una posible jugada doble por su parte. El espectador queda, de esta manera, envuelto en las incertezas. Porque si el orígenes de temblores de la tierra y sus consecuencias tienen siempre una importancia cuota de incerteza, las implicancias de los temblores en la vida de Pablo serán igual de impredecibles.

La “normalidad” se intenta imponer sobre Pablo y los otros hombres con quien comparte el proceso de reeducación, a partir de la amenaza. Se quedarán sin su bienestar material, perderán sus afectos, serán eliminados de sus espacios de pertenencia y enajenados de su todo sentido de identidad.

Pero en la película la felicidad de Pablo es una tensión –aparente al menos- entre recuperar a sus hijos, el orden que lo constituyó como sujeto de la alta burguesía, y la libertad de vivir el deseo y el amor con libertad. Bustamante elude la respuesta épica, romántica e individual y este es un rasgo de inteligencia artística.

 

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