¿Cómo es el racismo en América Latina?
Notas sobre el tema
‘El racismo es, ante todo, un hecho político’
El historiador Jean-Frédéric Schaub rompe varios mitos sobre el racismo y su lectura en la historia.
Por Daniel Gigena
De visita en Buenos Aires para presentar su nuevo libro, ‘Para una historia política de la raza’ (Fondo de Cultura Económica), el historiador Jean-Frédéric Schaub, especialista en el estudio del desarrollo de España y Portugal, revela que se interesó por ese controvertido objeto teórico que es la raza al analizar los procesos de construcción política en sociedades sin Estado.
“Por más que no lo tuvieran, esas sociedades conocieron la circulación de la autoridad y la obediencia (…). Así cobró cada vez mayor importancia, en mi visión de las cosas, el modo que tuvieron varias instituciones –puede ser la Iglesia, la corona, las ciudades o las corporaciones– de hacer política a través de mecanismos de segregación de diferentes grupos por razones religiosas, sociales o culturales”, dice.
Al apoyarse en prácticas de segregación “justificadas” por un discurso con pretensiones científicas, el racismo resulta, en opinión de Schaub, más sofisticado que la xenofobia. Ese discurso puede apelar incluso a la autoridad de una ciencia que, en realidad, no lo respalda. “Si consideramos que la capacidad para establecer la genealogía de las familias en el siglo XV era ciencia, entonces sí, el racismo tiene base científica, pero tengo una gran reticencia frente a la tentación de someter la historia del racismo a la agenda de la historia de las ciencias. Hitler y su gente jamás vieron un gen judío bajo el microscopio. El racismo es un hecho político, es decidir políticamente que determinado grupo merece ser discriminado y que los descendientes de ese grupo sigan siendo discriminados”, señala.
En los últimos cien años, el mundo ha conocido tres formas notorias de racismo: en Estados Unidos, con las leyes de Jim Crow; el antisemitismo nazi y el ‘apartheid’ sudafricano.
El nazismo fue una experiencia racista con base pseudocientífica, pero en Estados Unidos no hizo falta usar esos argumentos.
Una de las diferencias entre la negrofobia estadounidense y el antisemitismo alemán es que este último, en gran parte, está pensado para descubrir al ‘enemigo interior judío’, invisible porque se había integrado a la sociedad alemana. Mientras que en el caso de Estados Unidos, la ‘diferencia’ de los afroamericanos se evidencia por el color de la piel. A partir del momento en que el color de la piel delata un origen descrito como negativo, se necesita recurrir todavía menos a fantasías del tipo de una mala naturaleza que corre en la sangre, pero que no se ve, que sería el caso de los judíos.
El caso de Sudáfrica es muy parecido al norteamericano, aunque en Estados Unidos existió la creencia de que en cuanto los esclavos afroamericanos fueran liberados, como era impensable que pudiesen crear una nación común con los anglosajones protestantes, la mejor solución sería mandarlos de vuelta a África.
¿Y en América Latina?
En el Cono Sur, la idea fue el ‘blanqueamiento’, es decir, traer gente de Europa para que la presencia visible de los originarios y de los afroamericanos deportados se fuese diluyendo y que el paisaje social de la Argentina, Uruguay y Chile fuese el de una sociedad cada vez más blanca. Esa idea, sin ningún fundamento más que político y estético, proponía que una población blanca podía ser sujeto del progreso histórico. En Estados Unidos y en Sudáfrica, la solución ha sido la separación entre blancos y afroamericanos, o africanos en el caso de Sudáfrica. En algunos países latinoamericanos, la solución ha sido ahogar el elemento no blanco bajo una oleada demográfica de gente blanca de ascendencia europea. De alguna manera, eso funcionó en los estados del sur de Brasil y en Uruguay. Aunque sabemos que existe una ocultación del elemento afro en la Argentina y Uruguay.
¿Serían modelos de racismo distinto?
Aunque estos dos casos parezcan absolutamente opuestos (en el caso estadounidense, prohibiendo los matrimonios mixtos, y en el caso argentino, incentivando la desaparición del elemento negro por mestizaje con sangre blanca), ambos son modelos racistas. La diferencia jurídica fundamental es que en ninguna de las repúblicas de la independencia latinoamericana ha existido legislación que se compare a lo que fue la legislación racista y discriminatoria de Estados Unidos. Esto no quiere decir que no haya racismo en América Latina. Hay mucho. Pero no ha cuajado como una legislación. ‘Apartheid’ es la palabra holandesa más conocida en el mundo; el calvinismo en Sudáfrica, y también en el sur de Estados Unidos, con el Ku Klux Klan, ha albergado una de las formas más radicales del racismo político en el siglo XX. Habría que discutir también, y mucho, la acción del catolicismo.
En su libro se remonta al origen de la historia política de la raza. ¿Dónde lo sitúa? Hay buenas razones para decir que todo empezó en la antigua Grecia, porque había esclavos y el estatus de esclavo se transmitía de padre a hijo. Además, Aristóteles desarrolla el discurso del carácter natural de la inferioridad de los esclavos. Allí, entonces, tenemos todos los elementos del racismo. Sin embargo, si nos interesamos por el racismo como esa forma de convertir a la gente con la que convivimos en otros, es decir, de ‘fabricar otros’, merece la pena poner el énfasis en la historia ibérica, sin ensañarnos. Lo que ha ocurrido en la península ibérica es un modelo que tiene otras manifestaciones más tardías, un proceso que empieza empujando a gente diferente, en este caso a los judíos, a exiliarse o incorporarse a la cristiandad, abre paso a una segunda etapa en la que los cristianos ‘viejos’ dicen o sienten que aquellos feligreses cristianos que comulgan los domingos, pero son de origen judío, no son como ellos.
Entonces, la diferencia entre los cristianos de origen judío o musulmán y los inmemorialmente cristianos, al no ser de doctrina, tiene que ser de otro tipo: la sangre está infectada por una mala naturaleza judía o la mala raza mora. Pongo énfasis en esto porque es un mecanismo muy interesante, que visibiliza una diferencia que es invisible. El típico hidalgo español o el fidalgo portugués de aquella época son los actores de la gran expansión colonial europea un siglo y medio antes de que los ingleses, los franceses y los holandeses empezaran a armar su propio imperio colonial.
¿En las sociedades donde entraron los conquistadores no había segregación?
La de mis colegas decoloniales, que ven toda la culpa del mundo en el hombre blanco y toda la inocencia del mundo en el hombre no blanco, es una fantasía total. Primero, uno de los fundamentos que más se repiten en la historia de la humanidad para desarrollar políticas discriminatorias es la conquista. Conquistar es, en el fondo, establecer que en un territorio hay vencedores y vencidos, conquistadores y conquistados, y que la mancha, la inferioridad de haber sido vencido y conquistado, es algo que se traslada de generación en generación. Si cae Tenochtitlán bajo los golpes de Cortés, no es por los pocos cientos de españoles; el imperio azteca cae porque con Cortés combaten 20.000 guerreros locales que lo único que quieren es acabar con la tiranía de los aztecas. Lo mismo pasa con los incas. Es una visión increíblemente paternalista y, en el fondo, colonialista pensar que el mundo precolombino no tenía su propia historia, sus propias dinámicas, y que esas dinámicas podían ser de conquista y segregación. Es como si esos mecanismos hubieran sido importados de Europa y no hubieran existido en América o en Asia Oriental con la expansión del imperio chino, o del bantú en África. Es paradójicamente colonialista pensar que 1492 diseña un antes y un después radical absoluto para los pueblos originarios de América, como si lo anterior a 1492 hubiera sido borrado para siempre con la llegada de los españoles y que los españoles hubieran reformulado por completo la unidad indígena.
De visita en Buenos Aires para presentar su nuevo libro, ‘Para una historia política de la raza’ (Fondo de Cultura Económica), el historiador Jean-Frédéric Schaub, especialista en el estudio del desarrollo de España y Portugal, revela que se interesó por ese controvertido objeto teórico que es la raza al analizar los procesos de construcción política en sociedades sin Estado.
“Por más que no lo tuvieran, esas sociedades conocieron la circulación de la autoridad y la obediencia (…). Así cobró cada vez mayor importancia, en mi visión de las cosas, el modo que tuvieron varias instituciones –puede ser la Iglesia, la corona, las ciudades o las corporaciones– de hacer política a través de mecanismos de segregación de diferentes grupos por razones religiosas, sociales o culturales”, dice.
Al apoyarse en prácticas de segregación “justificadas” por un discurso con pretensiones científicas, el racismo resulta, en opinión de Schaub, más sofisticado que la xenofobia. Ese discurso puede apelar incluso a la autoridad de una ciencia que, en realidad, no lo respalda. “Si consideramos que la capacidad para establecer la genealogía de las familias en el siglo XV era ciencia, entonces sí, el racismo tiene base científica, pero tengo una gran reticencia frente a la tentación de someter la historia del racismo a la agenda de la historia de las ciencias. Hitler y su gente jamás vieron un gen judío bajo el microscopio. El racismo es un hecho político, es decidir políticamente que determinado grupo merece ser discriminado y que los descendientes de ese grupo sigan siendo discriminados”, señala.
En los últimos cien años, el mundo ha conocido tres formas notorias de racismo: en Estados Unidos, con las leyes de Jim Crow; el antisemitismo nazi y el ‘apartheid’ sudafricano.
El nazismo fue una experiencia racista con base pseudocientífica, pero en Estados Unidos no hizo falta usar esos argumentos.
Una de las diferencias entre la negrofobia estadounidense y el antisemitismo alemán es que este último, en gran parte, está pensado para descubrir al ‘enemigo interior judío’, invisible porque se había integrado a la sociedad alemana. Mientras que en el caso de Estados Unidos, la ‘diferencia’ de los afroamericanos se evidencia por el color de la piel. A partir del momento en que el color de la piel delata un origen descrito como negativo, se necesita recurrir todavía menos a fantasías del tipo de una mala naturaleza que corre en la sangre, pero que no se ve, que sería el caso de los judíos.
El caso de Sudáfrica es muy parecido al norteamericano, aunque en Estados Unidos existió la creencia de que en cuanto los esclavos afroamericanos fueran liberados, como era impensable que pudiesen crear una nación común con los anglosajones protestantes, la mejor solución sería mandarlos de vuelta a África.
¿Y en América Latina?
En el Cono Sur, la idea fue el ‘blanqueamiento’, es decir, traer gente de Europa para que la presencia visible de los originarios y de los afroamericanos deportados se fuese diluyendo y que el paisaje social de la Argentina, Uruguay y Chile fuese el de una sociedad cada vez más blanca. Esa idea, sin ningún fundamento más que político y estético, proponía que una población blanca podía ser sujeto del progreso histórico. En Estados Unidos y en Sudáfrica, la solución ha sido la separación entre blancos y afroamericanos, o africanos en el caso de Sudáfrica. En algunos países latinoamericanos, la solución ha sido ahogar el elemento no blanco bajo una oleada demográfica de gente blanca de ascendencia europea. De alguna manera, eso funcionó en los estados del sur de Brasil y en Uruguay. Aunque sabemos que existe una ocultación del elemento afro en la Argentina y Uruguay.
¿Serían modelos de racismo distinto?
Aunque estos dos casos parezcan absolutamente opuestos (en el caso estadounidense, prohibiendo los matrimonios mixtos, y en el caso argentino, incentivando la desaparición del elemento negro por mestizaje con sangre blanca), ambos son modelos racistas. La diferencia jurídica fundamental es que en ninguna de las repúblicas de la independencia latinoamericana ha existido legislación que se compare a lo que fue la legislación racista y discriminatoria de Estados Unidos. Esto no quiere decir que no haya racismo en América Latina. Hay mucho. Pero no ha cuajado como una legislación. ‘Apartheid’ es la palabra holandesa más conocida en el mundo; el calvinismo en Sudáfrica, y también en el sur de Estados Unidos, con el Ku Klux Klan, ha albergado una de las formas más radicales del racismo político en el siglo XX. Habría que discutir también, y mucho, la acción del catolicismo.
En su libro se remonta al origen de la historia política de la raza. ¿Dónde lo sitúa? Hay buenas razones para decir que todo empezó en la antigua Grecia, porque había esclavos y el estatus de esclavo se transmitía de padre a hijo. Además, Aristóteles desarrolla el discurso del carácter natural de la inferioridad de los esclavos. Allí, entonces, tenemos todos los elementos del racismo. Sin embargo, si nos interesamos por el racismo como esa forma de convertir a la gente con la que convivimos en otros, es decir, de ‘fabricar otros’, merece la pena poner el énfasis en la historia ibérica, sin ensañarnos. Lo que ha ocurrido en la península ibérica es un modelo que tiene otras manifestaciones más tardías, un proceso que empieza empujando a gente diferente, en este caso a los judíos, a exiliarse o incorporarse a la cristiandad, abre paso a una segunda etapa en la que los cristianos ‘viejos’ dicen o sienten que aquellos feligreses cristianos que comulgan los domingos, pero son de origen judío, no son como ellos.
Entonces, la diferencia entre los cristianos de origen judío o musulmán y los inmemorialmente cristianos, al no ser de doctrina, tiene que ser de otro tipo: la sangre está infectada por una mala naturaleza judía o la mala raza mora. Pongo énfasis en esto porque es un mecanismo muy interesante, que visibiliza una diferencia que es invisible. El típico hidalgo español o el fidalgo portugués de aquella época son los actores de la gran expansión colonial europea un siglo y medio antes de que los ingleses, los franceses y los holandeses empezaran a armar su propio imperio colonial.
Brasil, un racismo sutil que lleva a la muerte
Por Nayara Batschke
A Liliane Rocha una infancia en la extrema pobreza no le impidió trazar una reputada carrera en el mundo corporativo. A sus 38 años, la empresaria tuvo que superar otro obstáculo, el del racismo, que en Brasil también se practica sutilmente y es muchas veces sinónimo de una muerte precoz.
Rocha creció y vivió hasta sus 9 años en una humilde choza de 18 metros cuadrados en Guarulhos, en la región metropolitana de Sao Paulo, pero su vida cambió después de que entró a la universidad y logró una práctica en una multinacional, donde iniciaría una exitosa carrera.
Fue solo cuando empezó la pasantía que se percató por primera vez del abismo racial que separa Brasil: «en mi familia hay negros, en los lugares que yo circulo hay negros, en el metro hay negros. Pero cuando entro en mi primera empresa, me doy cuenta de que no hay negros», reflexiona en una entrevista con Efe.
En Brasil, el país del mundo con más afrodescendientes, el 75 % de los pobres son negros. Muy pocos alcanzan la universidad y, entre los que trabajan, muchos lo hacen de forma precaria.
La vida le enseñó a Rocha que el racismo no depende de clase social, currículo o cargo profesional y se presenta en los más variados espectros, ya sea en el ambiente corporativo o en una noche con los amigos.
«Una de las historias que más me marcó fue cuando una supervisora me dijo durante una evaluación de trabajo que yo debería alisar mi pelo y usar ropas refinadas porque yo era negra», rememora Rocha, quien a la época ocupaba un cargo ejecutivo y gestionaba un equipo en diversos países de América Latina.
En ese momento, dice, se dio cuenta de que para los negros «no es suficiente la competencia técnica, la inteligencia o la experiencia», porque lo que se exige es que «seamos otra persona» y «escondamos trazos de nuestra etnia».
UN RACISMO SUTIL, VELADO Y PERPETUO
Rocha es graduada en Relaciones Públicas, tiene un postgrado en Sustentabilidad, una maestría en Políticas Públicas y es autora de un libro, además de ser premiada internacionalmente, hablar tres idiomas e impartir clases en algunas de las más reconocidas universidades del país.
Aún así, a menudo se ve obligada a lidiar con las miradas confusas y de reproche de quienes creen que ella no pertenece a determinados lugares.
«Fui a visitar una amiga en uno de los barrios más ricos de Sao Paulo y, cuando estaba en el ascensor, una vecina me mira, mira el reloj y me dice ‘¿te vas ya? Esta no es la hora que las empleadas domésticas se marchan», cuenta.
La propia trayectoria personal de Rocha es un ejemplo del abismo que separa blancos y negros en Brasil.
En los primeros nueve años de su vida vivió con su madre y sintió en la piel todas las dificultades y prejuicios que sufren los afrodescendientes, a pesar de que son más de la mitad de la población (56 %).
«Yo dormí en estaciones de autobuses, pedía dinero en la calle, pasé hambre. Viví todas las fragilidades que alguien que vive en la extrema pobreza pasa», afirma.
A diferencia de Estados Unidos, con un largo historial de lucha por los derechos negros, Brasil vive un «racismo sutil y velado» en el que influyeron casi cuatro siglos de esclavitud -fue el último país de América en abolirla en 1888- y una ausencia histórica de políticas públicas (las cuotas raciales se introdujeron a mediados de la década de 2000 con el Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva).
Además, se pretendió silenciar «las luchas y líderes negros de la historia» del país, lo que condujo a una falta de referentes para la población afrodescendiente.
CUANDO EL RACISMO ES SINÓNIMO DE MUERTE
Pero Rocha apunta que hay al menos una dura similitud entre los dos países: la violencia policial institucionalizada contra negros.
«Esa violencia que vemos ahora con las protestas en Estados Unidos (por la muerte de George Floyd), nosotros los negros ya la vivimos desde siempre», recalca.
Hace unos tres meses, la empresaria y un amigo fueron a un bar en el bohemio centro paulistano y, a la hora de salir, alguien les acusó de no haber pagado la cuenta.
«El guardia de seguridad agarró a mi amigo y empezó a ahorcarle. Yo llamé a la Policía y, cuando los agentes llegaron, la primera cosa que hicieron fue mirarnos y preguntarme si de hecho habíamos pagado», dice.
Los policías retuvieron los documentos de ambos y les condujeron a la comisaría, donde pasaron más de 10 horas «sin documentos, sin que nadie nos dijera una palabra y pensando qué nos iban a hacer».
«Si fuera la misma situación hoy, yo no llamaría a la Policía. El guardia iba a agredir a mi amigo y nos marcharíamos, porque la fragilidad de nuestros derechos sería la misma, pero no tendríamos el desgaste y todo el miedo que pasamos», señala.
Para la empresaria, ser negro en este país suramericano significa «nunca sentirse seguro, ni siquiera dentro de la propia casa».
En Brasil, un 75 % de las víctimas mortales policiales son negros y, solo en 2018, más de 4.000 afrodescendientes perdieron sus vidas a manos de la Policía, una cifra 21 veces mayor que el número de muertos por agentes del orden en Estados Unidos.
Recientemente, Joao Pedro, de 14 años y quien fue asesinado en plena pandemia durante una operación policial en el interior de su vivienda en Sao Goncalo, en la región metropolitana de Río de Janeiro, se convirtió en el símbolo de las protestas de las «Vidas negras importan» en Brasil.
Para Rocha, se trata de un caso más de cómo el racismo inveterado en el sistema estructural e histórico del país siempre «impactará a la población negra».
DEFICIENTE ACCESO A SERVICIOS SANITARIOS
Aparte de las muertes en operaciones policiales, la población negra brasileña es más proclive a tener más problemas de salud que el resto.
Según un informe de la ONU, la mortalidad en recién nacidos antes de los seis días de vida, infecciones de transmisión sexual, muertes maternas y tuberculosis afectan más a los afrodescendientes.
Y se debe a la influencia que desempeñan factores sociales y económicos externos, como la insalubridad de hogares y lugares de trabajo.
La pandemia también tiene un impacto mucho más grave entre los afrodescendientes que en el resto de la población: un negro tiene hasta cuatro veces más riesgo de morir por coronavirus.
Afrofeminismos: Una trenza de raza, clase y género
Por Romina Reyes
Ilustración: Silvia Caracuel
Diversas mujeres han interpelado al feminismo blanco por no representar la diversidad racial y hegemonizar la lucha en torno a un cuerpo que se percibe como blanco y privilegiado. Actualmente en Chile existe la Red de mujeres Afrodiaspóricas y Negrocéntricxs, entre otras agrupaciones afrofeministas, quienes luchan por la visibilización de la afro descendencia, afirmando que raza, clase y género atraviesan nuestros cuerpos al mismo tiempo, apelando a la interseccionalidad para posicionar su discurso.
La cuenta de instagram del colectivo afrofeminista chileno @Negrocentricxs, publicó una recopilación de casos que han resultado en la muerte de personas negras, a propósito de la muerte de George Floyd en Estados Unidos. El post, con más de 31 mil likes a la fecha, menciona, entre otros, la muerte de las haitianas Rebeca Pierre, quien falleció en la vía pública luego de ser dada de alta en el Hospital Félix Bulnes, y Joane Florvil, acusada y detenida por abandonar a su hijo, fallecida un mes después por reiterados golpes en su cabeza.
Paola Palacios, afrofeminista y parte de Negrocéntricxs, comenta que como grupo quisieron visbilizar el racismo que hay en Chile, que muchas veces la gente prefiere no ver. “En las últimas semanas muchas personas han salido a condenar la muerte de George Floyd, pero en su cotidiano no están dispuestas a darle trabajo a gente negra, tratan a las mujeres negras de prostitutas o no se sientan al lado de una en el Metro o en la micro, reproducción evidente de la estructura racista”, dice.
Paola es colombiana y lleva cuatro años en Chile. Cuando llegó, se dio cuenta de que en nuestro país habitar una corporalidad negra era un tema. “Me vi envuelta en situaciones que no eran comprensibles. En el trabajo, por ejemplo, me tocaba atender público y había personas que no se querían atender conmigo porque no se atendían con gente negra”, recuerda.
Paola comenzó a sufrir ataques de pánico en lugares públicos, “porque tenía miedo a ser atacada en la calle. Esto me llevó a sentir la necesidad de buscar a mujeres que tuvieran las mismas vivencias que yo. En ese contexto llegué a un evento de mujeres negras y conocí a otras personas que habitaban mi corporalidad y que entendían lo que me estaba pasando. Ahí decidimos generar u n colectivo para darnos soporte y ayudarnos entre nosotras”, cuenta Paola.
Lo afro como lo extranjero
El aumento de la percepción de diversidad étnica entre los chilenos y chilenas se relaciona a la intensificación de la inmigración en nuestro país durante los últimos cinco años. El informe Estimación de personas extranjeras residentes en Chile, realizado por el INE y el Departamento de Extranjería y Migración en 2018, da cuenta de esta realidad. La comunidad haitiana en particular ha tenido un alzamiento en el periodo, ocupando el tercer lugar dentro de las comunidades de inmigrantes más numerosas (el primer lugar es de Venezuela y el segundo de Perú), representando el 14,3% del total de personas extranjeras.
De hecho, el último Informe anual del INDH, de 2018, en su capítulo sobre discriminación racial, muestra que un 71,3% se muestra de acuerdo con la afirmación “Con la llegada de inmigrantes a Chile hay mayor mezcla de razas” y que un tercio de la población chilena considera que los chilenos somos “más blancos que otras personas de países latinoamericanos”. La relevancia dada al concepto de raza tendría como efecto acentuar discursos y comportamiento hostiles, “en particular a quienes tienen rasgos afrodescendientes o indígenas, partiendo de un supuesto de la superioridad racial chilena”.
La extranjerización de la negritud sería uno de los cimientos sobre los que opera el racismo en Chile. María Francisca Medina, estudiante de psicología e integrande de la Red de Mujeres Afrodiaspóricas, lleva dos años en un proceso de reconocimiento y reivindicación de sus raíces afro, lo que la ha llevado a autodenominarse como afrochilena. “Para mí esto fue un largo proceso de búsqueda identitaria, porque pese a que nací en Chile, nunca me sentí parte de esta comunidad. Mi entorno era blanco y yo era la única con rulos y piel negra. Además, siempre se me señaló que físicamente no parecía chilena”, cuenta María Francisca.
Su pelo, uno de sus rasgos más visibles de negritud, le significaron una lucha, pero también el camino a la reivindicación de sus raíces. “Mi mamá es blanca-mestiza y siempre luchó con mi pelo, me lo cortaba para no tener que peinármelo. Hasta que en un momento le dije: no más. En ese momento yo tampoco sabía cuidármelo, así que me hacía un tomate con mucho gel, que finalmente era otra manera de ocultar esa característica que me hacía diferente”, cuenta María Francisca.
Actualmente su pelo es su forma de afirmar su ascendecia. “Soltármelo no fue de un día para otro. Mi cabellera significa resistencia, es una forma de decir aquí estoy, soy diferente, mis ancestras son negras”, dice María Francisca. Además, integra una comparsa de tumbe, danza afrochilena que reproduce movimientos de la cosecha de aceitunas de los valles del norte, y ha cambiado la forma en que se refiere a la trata esclavista. “Ahora hablo de que las personas fueron esclavizadas, no que eran esclavas. Eso me posiciona políticamente frente a esa historia”.
Interseccionalidad
Los colectivos de mujeres afrodescendientes en Chile trabajan en pos de visibilizar la afrochilenidad y, como feministas, se posicionan desde la vereda del afrofeminismo para hablar de la particularidad de la opresión y discriminación que vive la mujer afrodescendiente.