Volver a Macondo

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Volver a Macondo en tiempos de pandemia

Por Julio Moguel

Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire…:
Óscar Chávez.

I

Por estas fechas, en mayo de 1967, hace 53 años, apareció la primera edición de Cien años de soledad, la obra maestra de Gabriel García Márquez. La portada mostraba un enorme galeón flotando en medio de la selva, imagen mitológica de una Latinoamérica instalada a lo largo de su historia en ese mágico limbo de calores encendidos donde una abrumadora excedencia de follaje es, a un mismo tiempo, promesa de alcanzar los placeres más diversos y augurio de pobrezas y desgracias.

La gran obra de García Márquez cuenta la historia de un siglo en la vida de la familia Buendía en el pueblo de Macondo, comunidad sin duda prototípica de muy diversos localismos antiguos de casi cualquier punto geográfico de América Latina, pero tan universal a la vez, desde su estructura y perspectiva ficcionales, como la Yoknapatawpha de Faulkner o la Comala de Rulfo.

Ahora, en tiempos de pandemia, volver a la lectura de esas páginas resulta particularmente pertinente, pues el texto nos lanza fuera del encierro y del ensimismamiento egocéntrico que llega a petrificarnos y a hacer mezquina la memoria, para permitirnos recordar que somos raza milenaria en medio de un igualmente milenario tiempo colectivo y universal de altibajos, triunfos y desgracias.

II

Gabriel García Márquez teje la primera parte del relato desde dos coordenadas de sentido: la que recoge la historia toda de la familia Buendía y de Macondo, y la que nos hace leer en distintos momentos, y entre líneas, sobre ese mismo eje narrativo, una secuencia de hechos propios y más o menos comunes del ciclo de vida de prácticamente cualquier ser humano en el tránsito de su condición infantil a su condición adulta. De tal forma que lo que pudiera aparecer como algo absolutamente inverosímil se presenta con una naturalidad que el lector hace suyo de inmediato.

El centro de la escena desde las que empiezan a cruzarse esas dos coordenadas de sentido es la carpa circense –espacio privilegiado de los asombros primeros de los niños– de un grupo de gitanos que enseñan a los habitantes de Macondo los “últimos descubrimientos” y las “maravillas” provenientes de lugares improbables como Macedonia, Ámsterdam o Memphis: el imán y las bolas de vidrio para quitar el dolor de cabeza, el catalejo y la lupa, el astrolabio, la brújula y el sextante, un rudimentario laboratorio de química, la dentadura postiza de Melquíades y el hielo. Este efecto posible de lectura se extiende aún más, en las páginas que siguen, con la aparición de la estera voladora, los juegos de suerte y azar, los tiernos caballitos amarillos del insomnio o los juguetes prodigiosos de Pietro Crespi.

La misma trama secuencial permite que emerjan las imágenes brumosas o los dejà vu de nuestra adolescencia, con la aparición mágica del daguerrotipo, el gramófono de cilindro, el cine, la planta eléctrica y las bombillas, el teléfono, o los experimentos alquímicos de José Arcadio Buendía; a lo que se agrega el descubrimiento de la redondez de la tierra o los intentos de construir la máquina de la memoria. No sin considerar, en esa secuencia temporal que nos lleva a la edad adulta, el mágico sonar de la pianola, la idea de aplicar “los principios del péndulo” a todo lo que pueda ponerse en movimiento, el descubrimiento de los fundamentos esenciales para la invención de los helados o la llegada del ferrocarril a las tierras de Macondo. No menos relevante es, en esa secuencia de lecturas íntimas que nos lleva de la niñez a la edad adulta, el descubrimiento, en la historia propia de Macondo, de los placeres corporales y el desciframiento de dos o tres enigmas del amor iniciático.

III

El sentido de la sinrazón y del “ser inmanente” es otra de las claves precisas de la obra. Como cuando José Arcadio Buendía se vuelve loco porque descubre que siempre es lunes: “Pocas horas después, estragado por la vigilia, [José Arcadio Buendía] entró al taller de Aureliano y preguntó: ‘¿Qué día es hoy?’. Aureliano le contestó que era martes. ‘Eso mismo pensaba yo’, dijo José Arcadio Buendía. ‘Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer’ […] El viernes, antes que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes”.

El tema se inscribe también en diferentes reflexiones y perplejidades de Úrsula Iguarán, quien no logra entender por qué, una y otra vez, suceden cosas que parecerían repetir historias vividas desde los primeros tiempos de Macondo.

¿Y qué decir del “Aleph macondiano”? Novela de muchas resonancias literarias, Cien años de soledad no podía dejar de hacer un cierto guiño a la figura mágica de El Aleph de Borges –o del “Aleph” de La Araucana–, que, recordemos, es la esfera capaz de concentrar y permitirnos ver en un único instante todos y cada uno de los puntos o acontecimientos ocurridos en el tiempo y el espacio.

En el final de la historia de Macondo, cuando a Aureliano Babilonia se le revelan las claves definitivas de Melquíades y puede entonces descifrar sus pergaminos, descubre que en ellos se integra: “[…] la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito […] y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante […]”

Se trata aquí de un regreso fuerte en la novela al tema de las “trampas” del Tiempo humano. Cien años entonces circulares o de ciclos temporales repetidos (la intuición de Úrsula); cien años en los que siempre es lunes (la visión enloquecida de José Arcadio Buendía); cien años vivos de Macondo inscritos en un único e indivisible instante (la revelación final, en los pergaminos de Melquíades).

IV

García Márquez fue muy generoso en un momento dado cuando reveló “la verdad poética” de su escritura: “Tuve que vivir veinte años y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se le estuviera cargando el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción.”

Aristegui Noticias

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