Memoria del fuego
Notas sobre el tema
Hoy Eduardo Galeano cumpliría 80 años
En el patio de la casa de Eduardo Galeano, en el Buceo, Sánchez I y Sánchez II dan por millonésima vez la vuelta al mundo. Para ambos –o ambas, se desconoce su sexo– el mundo se concentra en ese jardín salvaje, pensado por Helena Villagra en cada detalle. Como las viñetas de Galeano. Algo desmelenadas, pero trabajadas hasta la perfección.
Un estilo que ha llevado al montevideano a moverse en esa tensa cuerda floja donde se abordan temas documentales con herramientas literarias. Por algo alguna vez aseguró que su libro más conocido, Las venas abiertas de América Latina (1971), que combina historia, sociología y economía política, estaba escrito como una novela de piratas. El libro más conocido pero no el mejor. Es verdad que Las venas abiertas… fue una escuela de formación política y también de formación de la sensibilidad para varias generaciones. Pero el estilo de Galeano todavía no había cristalizado. Debía y podía mejorar.
La memoria familiar sitúa la patria chica de Sánchez I en Santiago del Estero, Argentina. Tan errada no está. Ese tipo de tortugas se conoce como tortuga terrestre argentina, aunque su nombre científico sea Chelonoidis chilensis. En todo caso es una especie “endémica de los arbustales y bosques en las regiones áridas y semiáridas del centro-sur y sur de Sudamérica”. Lógico entonces que se sienta como en casa en ese jardín donde hay vasijas de barro paraguayo y alguna que otra planta de ala de ángel, traídas también del norte argentino, colocadas para recordar a Helena su Tucumán nativo.
Fue precisamente Helena Villagra el punto de partida del Galeano que sus lectores más fieles reconocen apenas ven de lejos uno de sus textos. Se encontraron en Argentina y ese amor a primer contacto duró toda la vida. De inmediato partieron al exilio y ahí, en la costa catalana, Galeano fue escribiendo las páginas de su partida de nacimiento: Días y noches de amor y de guerra (1978). Ahí está la combinación de historias mínimas y de gran historia, de lo público y lo privado, del amor y la guerra. Empezar a mirar el mundo por el ojo de la cerradura, como afirmó en más de una oportunidad.
Si se las mira no se nota. Pero Sánchez I y Sánchez II tienen el secreto de su longevidad en sus telómeros, esas estructuras que protegen sus cromosomas desde adentro, así como la caparazón protege su cuerpo desde afuera. Los telómeros de Sánchez I y de Sánchez II se acortan mucho más lentamente que los nuestros. Por eso ellas vivirán unos 200 años, y los humanos alrededor de 80. Así lo averiguaron en julio de 2019 los investigadores españoles del Grupo de Telómeros y Telomerasa y lo publicaron en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.
El intercambio de ideas con Helena –que hacía mucho más que contarle sus sueños y era reconocida por Eduardo como su “editora en jefe, en el sentido británico del término”, es decir, la que ayuda a dar forma final al material– fue despojando cada vez más el estilo. Decir más con menos, acotaba el autor, y en eso se le notaba la veta periodística. Fue oxigenante “nueva pluma” en Marcha y en Época, moldeó casi a su gusto esa maravilla que fue Crisis, fue uno de los fundadores de Brecha y, más tarde, se contó entre los impulsores iniciales de la diaria. Se trató, no hay que olvidarlo, de una de las voces más precoces e importantes del periodismo narrativo en lengua española. Ese despojamiento, ese hallazgo de una manera de narrar y de un tema coral para ser narrado, alcanza su momento de mayor esplendor en los tres tomos de Memoria del fuego (1982-1986). Su mil años de soledad.
Aunque aseguraba ser primo de los cerdos –“los nadies del reino animal” –, al extremo de llenar de imágenes porcinas su escritorio y nombrar como Ediciones del Chanchito su editorial casera, Eduardo Galeano tenía telómeros de humano. Hoy, 3 de setiembre, hubiera cumplido 80 años.
Había nacido en Montevideo en 1940 y se había despojado de muchos ropajes para convertirse en el más latinoamericano de los escritores de la segunda mitad del siglo XX. No se pudo despojar, sin embargo, de su pasión por el fútbol, por las caminatas por la rambla y –aunque problemas cardíacos lo habían obligado a volverse vegetariano– tampoco abandonó nunca su arte de hacer inolvidables asados para sus amigos. Fueron sus amigos, precisamente, los que reunidos y reunidas en el Café Brasilero –la “oficina” de Eduardo– dieron nacimiento el año pasado a una asociación para recordarlo, con estatutos y todo. Para evitar la ira póstuma del homenajeado, decidieron no hacer grandes festejos por los 80 años y reservar la pirotecnia para el cumpleaños 81, en una cuenta regresiva que hoy comienza. La solemnidad no le iba bien al concubino de Sánchez I y Sánchez II.
Punto G
La Asociación de Amigos de Eduardo Galeano se constituyó el año pasado en una asamblea en el Café Brasilero, que contó con Alejandra Casablanca como maestra de ceremonias y en la que Raquel Diana leyó alguno de sus textos. Su presidente es Pedro Daniel Weinberg. Hoy la asociación inaugura su cuenta de Twitter @AmigosGaleano para comenzar a preparar los festejos del aniversario 81, que se cumplirá en 2021.
Se cumplen cinco años sin el ‘hijo de los días’ Eduardo Galeano
El 13 de abril de 2015, el Café Brasilero, el más antiguo de Montevideo, se quedó sin su cliente más ilustre. Santiago Gómez Oribe, su dueño, revela cómo fueron las últimas noches al lado del escritor uruguayo
Por Alberto Aceves
“Quise, quiero, quisiera/ que en belleza camine/ que haya belleza delante de mí/ y belleza detrás/ y debajo/ y encima/ y todo a mi alrededor sea belleza/ a lo largo de un camino de belleza que en belleza acabe”. Es el canto de la noche, del pueblo navajo: el poema final de Eduardo Galeano, antes de su último viaje. Todos en el Café Brasilero lo echan de menos. El café con leche de las mañanas, las medias lunas, el jugo de naranja, las mozas (meseras), los libros, la primavera. Aquella mesa de madera que fue siempre su lugar, pegada a la puerta y con vista a la esquina, donde las ilusiones de verlo están rotas.
“Los dragones del mal” –como solía llamarle al cáncer de pulmón–, reaparecieron por Montevideo hace cinco años. “Ando algo congestionado”, decía, tratando de mantener el buen ánimo. Las últimas veces que lo vieron pasar por el café lo notaron tranquilo, tomándose un tiempo para estar a solas. Era amigo de todo el equipo de trabajo. Pasaba una, dos horas, compartiendo generalmente charlas con escritores. Muchos se juntaban con él ahí. También gente que lo quería y le coordinaba entrevistas. Era su casa, su espacio, su oficina.
“Todo lo que quería reservar llegaba al café: libros, cartas, mensajes… Era también su correo. ‘Bueno, hola, ¿cómo andas?’, Llegaba y se acercaba a un lugar específico donde guardábamos sus cosas. ‘¿Tengo correspondencia hoy?’, nos preguntaba. Y usaba el café como una apertura para nuevas lecturas. A veces tenía que comunicarse telefónicamente con otros escritores para hablar sobre algunos libros. Los leía, les dejaba una dedicatoria y los devolvía con un chanchito (cerdito)”, recuerda Santiago Gómez Oribe, el dueño del café, en una charla con El Heraldo de México.
Alguna vez, en una de sus caminatas interminables, Galeano se detuvo para ver un partido de futbol en la calle. Los chicos que lo vieron a lo lejos dijeron: “mira, ahí está Picasso”. Y Picasso les pintó mejor que nadie al deporte que sacaba lo peor y lo mejor del alma humana. Les contó cómo podía ser explotado, y cómo servía de alivio y de esperanza. Lo buscaron muchas veces para contraatacar a otros escritores, pero él, como buen uruguayo, le escapó siempre al ruido. Supo siempre en qué equipo y en qué cancha jugar. Hasta el final de sus días.
“Todos los días leía los diarios. Nadie intervenía ni le preguntaba sobre lo que estaba haciendo. Muchas veces vinieron de otros países a hacerle entrevistas. Eran charlas de opiniones sobre otros escritores. Eduardo amaba el futbol. Decía que nunca había visto a un jugador como Messi. Siempre escogía el mismo lugar y se quedaba ahí por varias horas, mirando por la ventana y sonriendo. Al Café lo fundaron él y Benedetti. Benedetti era una persona muy asidua. Y Galeano le encontró un encanto que hasta en sus últimos momentos necesitaba estar presente”.
Las puertas del Café Brasilero abrieron en 1887. Fue el primero en ser declarado de interés cultural y es el más antiguo de la Ciudad Vieja. Por sus paredes, cuelgan fotos y recortes de Galeano y Benedetti. Imágenes de Carlos Gardel y de antiguos edificios montevideanos. Caminar por ahí es como moverse por un lugar donde todo es nostalgia. Es escuchar el rumor suave de la conversación, el crujir de los antiguos tablones del piso. Es buscar sobre la mesa un E y una G marcadas con algún cuchillo, tal vez una señal. Pero Galeano se fue de viaje. Y sólo queda el vacío.
“Al Café le falta Galeano. El espacio que él nos daba, la posibilidad de compartir, de sentirnos parte de su vida, de sus libros; el ser testigo de las personas que venían de otras partes del mundo, sin importar la edad, de sus lectores, de la gente que se quedaba esperando horas y horas hasta que él llegaba… Sí, hay un vacío muy grande. Y nunca se va a poder reparar con nada, por más que pongamos fotos, recortes de periódico o lo que sea. Estar con Eduardo era como sentirse parte de algo. Y hoy es el vacío que nos queda. Somos sólo partes rotas”, agrega Gómez Oribe.
Una bandera de Uruguay cubrió su féretro el 14 de abril del 2015, en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. Pocos saben que, dos semanas antes, Galeano pasó una de sus últimas noches con los empleados del café, en un show organizado por la escuela de música. Para ellos, más una despedida, fue un encuentro: “Conocimos a un hombre, de 74 años, que se reía como un adolescente y que tomaba whisky sin inhibiciones, por primera vez ante nosotros. Fue como abrir la última puerta: la del amigo, antes de que se fuera”.
Galeano vivía en Malvín, a 20 minutos del centro de Montevideo. Desde ahí, durante algún tiempo, llegó caminando a la Ciudad Vieja, para ir al Café Brasilero. Los últimos 12 años lo llevaba un chofer, que era siempre el mismo y con el mismo auto. Una vez, encontró el lugar cerrado. Sucedió en el cambio de administración de los antiguos dueños. Eduardo llegó y les dejó una nota, que reflejó su molestia: ‘¡No puede ser! ¡El café no puede estar cerrado nunca!’. Tan pronto como la escribió, fue noticia.
“Salió en los diarios y en los programas informativos, causó un revuelo increíble (se ríe). Desde entonces, no cerramos nunca. Sólo en fechas importantes: 5 de mayo, Navidad y Año Nuevo”, afirma Santiago. Pero el Café Brasilero cerró también unos días por el COVID-19, la enfermedad conocida mundialmente como Coronavirus. “Esta semana cerramos, la pasada abrimos un poco. Pero lo estamos haciendo sobre todo porque tenemos algunos clientes que trabajan y vienen. Serán tres o cuatro mesas por día, no más que eso”.
Cuando venían momentos especiales, Galeano preguntaba a las mozas: ‘¿Van a cerrar tal día? Voy a estar por Montevideo’. Si tenía una entrevista en la que debía estar por la noche, así estuviera cerrado, se lo abrían. “A nosotros nos llegaban las notas por los clientes: ‘Oye, ¿viste que Galeano estuvo hablando del Café Brasilero?’. ‘No, ni idea’, les decía. Era algo que hacía naturalmente. En el contrato que tengo como dueño, está escrito que él es el cliente más ilustre. Y lo será siempre, aunque ya no esté”, añade.
Galeano se dedicó a recoger pequeñas historias que regalaba como dulces. “Soy hijo de los cafés”, decía. “Todo lo que sé se lo debo a ellos. Sobre todo, el arte de narrar. Lo aprendí escuchando, en las mesas de los bares”. Por eso, la muerte miente cuando dice que ya no está. El 13 abril del 2015, “Los dragones del mal” reaparecieron. Pero Galeano se fue de viaje. Y su mesa lo espera vacía, y triste.
A 5 años de la muerte de Eduardo Galeano
Con cada uno de sus libros, el escritor y periodista, autor de Las venas abiertas de América Latina y Memoria del fuego, logró transfigurar las conciencias hermanadas de la región.
Por Silvina Freira
El hombre de los abrazos era un “testigo de ojos abiertos y oídos atentos” que ayudaba a mirar. El pretérito imperfecto no anula la electricidad de una escritura que enciende los fueguitos de la memoria; historias que indagan en el sufrimiento y la esperanza de quienes han sido despojados de sus riquezas por obra y desgracia de la explotación y el saqueo sistemático de las potencias capitalistas. Si se puede ser desobediente cada vez que se reciben órdenes que humillan la conciencia y violan el sentido común, también vale ser insumiso con los tiempos verbales. A cinco años de su muerte, Eduardo Galeano es uruguayo y argentino, pero también podría ser chileno, colombiano, guatemalteco, mexicano, boliviano o paraguayo; un curioso fenómeno de ciudadanía múltiple porque con cada uno de sus libros logró transfigurar las conciencias hermanadas de América Latina.
Un modo de echar en falta su prosa al hueso, despojada y tan precisa que parecía construida por un demiurgo de las palabras, en las contratapas de Página/12 como en sus libros, consiste en preguntarse qué hubiera escrito el autor de Memoria del fuego sobre el avance de las derechas neoliberales latinoamericanas, encabezadas por Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, con discursos que fogonean el odio y que vulneran derechos. Este planteo contrafactual, que tal vez sólo propone una especie de juego intelectual, puede resultar al menos interesante para obligar a pensar alternativas a los hechos considerados “inevitables”, como podrían ser los respectivos triunfos electorales de Macri y Bolsonaro. Galeano tampoco fue testigo del ascenso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. El inventario de acontecimientos significativos que no vivió podría extenderse más. Si se incluye la pandemia global de coronavirus como un parteaguas del tiempo y el espacio, pareciera que los cinco años transcurridos de su muerte son muchos más porque no se sabe cómo será el mundo que él y sus lectores conocieron. Entonces, en tiempos de perplejidad y desorientación, se extraña su voz y sus historias como dardos que interpelan, que invitan a medirse con el prójimo como esperanza y no como amenaza. Si no fuera por el derecho de soñar, “los demás derechos se morirían de sed”. ¿Qué escribiría sobre el distanciamiento social, ese lenguaje de la asepsia y el disciplinamiento y control de los cuerpos aislados, que ven en los otros siempre al “enemigo invisible” portador del “mal”?
Eduardo Germán Hughes Galeano –que nació en Montevideo el 3 de septiembre de 1940 en el seno de una familia de clase alta y católica de ascendencia italiana, española, galesa y alemana- fue un niño muy creyente. Sabía que esa búsqueda de dios en los demás permanece, aunque la figura de Dios con mayúscula se cayó “por el agujerito del bolsillo y nunca más lo encontró”, como él mismo recordaba ese período místico de la infancia. Pudo convertirse en un Picasso rioplatense cuando empezó a garabatear dibujos en la adolescencia. Sus primeras caricaturas las publicó en El Sol, un semanario socialista de Uruguay, con el seudónimo de Gius. En los años 60 fue editor del semanario Marcha y luego director del diario Época. Tenía 31 años cuando publicó Las venas abiertas de América Latina (1971), un texto que encarnó la educación sentimental y política de varias generaciones, un clásico de la izquierda latinoamericana por el cual fue censurado por las dictaduras uruguayas, chilena y argentina. ¿Cuántos escritores son capaces de cuestionar en retrospectiva algunas de sus obras más emblemáticas, esas que los proyectan para siempre en una comunidad o en el mundo, admitiendo que han envejecido mal?
Voces jamás escuchadas
Galeano cultivaba una honestidad intelectual infrecuente para el “egómetro” de escritores y periodistas: él mismo afirmaba que no podría volver a leer ese texto canónico anticolonial y anticapitalista. “Las venas abiertas intentaba ser un libro de economía política, pero yo no contaba con suficiente entrenamiento o preparación”, reconoció el escritor en la II Bienal del Libro de Brasilia, un año antes de su muerte, y agregó que “no sería capaz de leerme el libro de nuevo; me desmayaría. Para mí esa prosa de la izquierda tradicional es extremadamente pesada y mi mente no la tolera”. Él combatía el maniqueísmo de la ortodoxia ideológica con la heterodoxia. “La realidad es mucho más compleja precisamente porque la condición humana es diversa. Algunos sectores políticos para mí cercanos pensaban que dicha diversidad era una herejía. Incluso hoy, hay algunos sobrevivientes de ese tipo que piensan que toda diversidad es una amenaza. Por fortuna no lo es”, argumentaba el autor de Vagamundo y otros relatos (1973), Memoria del fuego (1982), El libro de los abrazos (1989), Las palabras andantes (1993), Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998), Espejos. Una historia casi universal (2008) y Los hijos de los días (2012), entre otros.
Galeano se inscribía en la estirpe de escritores formados por el mexicano Juan Rulfo. Lo consideraba el maestro que le enseñó escribir con el hacha y la pluma en esa suerte de cacería de la palabra que huye y una vez que cree atraparla la descubre “muy vestida” entonces “hay que desnudarla”. La dictadura uruguaya lo encarceló primero y después lo obligó a exiliarse en Buenos Aires, donde dirigió la revista Crisis, entre 1973 y 1976. “Nosotros no sólo escribíamos para ser leídos, también tratábamos de recoger las voces de la calle y de la realidad. Mientras la revista duró sus 40 números, que por cierto dejaron una huella dentro y fuera del país, lo logramos. Fue una experiencia exitosa porque pudimos darles su espacio a las voces jamás escuchadas o rara vez escuchadas. Por eso siempre digo que discrepo con mis buenos amigos de la Teología de la Liberación cuando dicen que quieren ser la voz de los que no tienen voz. Eso no es así. Todos tenemos voz y algo que decir, algo que merece ser escuchado, celebrado o perdonado por los demás”. Como su nombre figuraba en las listas negras de la dictadura cívico-militar, se exilió en Cataluña, donde escribió Días y noches de amor y de guerra, una crónica rigurosa del horror político de las dictaduras, que obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1978.
Las mentiras de Adán
Heterodoxia y feminismo podrían ser las puertas principales (aunque no las más transitadas) para ingresar a la cosmogonía de Galeano. Pero no es el “feminista” gatopardista que se pinta de verde para acomodar su discurso al clima imperante y disimular su machismo. Mujeres, la antología póstuma que dejó preparada antes de su muerte, reúne textos que publicó en libros de los años 70, 80, 90 y la primera década del 2000, salió al mismo tiempo que se hacía la primera marcha convocada bajo la consigna Ni una menos, en junio de 2015. “Para que el amor sea natural y limpio, como el agua que bebemos, ha de ser libre y compartido; pero el macho exige obediencias y niega placer. Sin una nueva moral, sin un cambio radical en la vida cotidiana, no habrá emancipación plena. Si la revolución social no miente, debe abolir, en la ley y en las costumbres, el derecho de propiedad del hombre sobre la mujer y las rígidas normas enemigas de la diversidad de la vida. Palabra más, palabra menos, esto exigía Alexandra Kollontai, la única mujer con rango de ministro en el gobierno de Lenin. Gracias a ella, la homosexualidad y el aborto dejaron de ser crímenes, el matrimonio ya no fue una condena a pena perpetua, las mujeres tuvieron derecho al voto y a la igualdad de salarios, y hubo guarderías infantiles gratuitas, comedores comunales y lavanderías colectivas. Años después, cuando Stalin decapitó la revolución, Alexandra consiguió conservar la cabeza. Pero dejó de ser Alexandra”, escribió Galeano en un texto titulado simplemente “Alexandra”.
En esta perspectiva feminista –que no es la de un militante ni un teórico, sino de la de un narrador que posa la mirada en eso que antes no solo no se miraba sino que no figuraba en la agenda de prioridades mediáticas- se inscribe también un ejercicio de imaginar un punto de vista radical en el relato bíblico patriarcal, un texto que comenzó a circular en 1998 y que está en Patas arriba: “Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa”. En el segundo libro póstumo, El cazador de historias, que apareció en 2016, continuó buceando en la importancia de las mujeres en ciertas comunidades consideradas “bárbaras”: “Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro. Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés. Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían. Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad. Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres”.
Los mapas del alma
Diez años de trabajo y un total de mil páginas que abarcan toda la historia de América latina vista desde el ojo de la cerradura. Esta podría ser una síntesis de la trilogía Memoria del fuego, un audaz híbrido que mixtura elementos de la poesía, la historia y el cuento, conformado por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986), que recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, además del premio otorgado por el Ministerio de Cultura de Uruguay. La prosa de Galeano, por momentos, está más cerca de la esencia de la poesía que de cualquier otra forma literaria. Las palabras, en manos del uruguayo, son como centros de irradiación de múltiples vibraciones imprevistas; objetos de amorosa búsqueda del escritor que parece que logra reanimar cada palabra que pronuncia en la escritura, para dar mayor vivacidad al pensamiento. Como si estuviera sugiriendo que no es posible amar las palabras sin conocerlas profundamente.
Cualquier evocación no debería prescindir de una de las grandes pasiones de Galeano: el fútbol. Cuando era niño, quería ser jugador de fútbol, pero pronto descubrió que jugaba “muy bien mientras dormía”. En la biblioteca o mochila de un gran futbolero, no debería faltar El fútbol a sol y sombra, una obra excepcional de quien se declaraba “messiánico”, es decir admirador de Lionel Messi. Sus textos son como fuegos que alumbran con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear. Cuando en 2010 recibió el premio Stig Dagerman, en Suecia, por estar “siempre y de forma inquebrantable del lado de los condenados”, escribió una carta de agradecimiento que concluye así: “Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo”.
Eduardo Galeano: «La izquierda debe revitalizarse en la diversidad»
Por Tomás Forster – NodalCultura
A partir de las primeras décadas del siglo diecinueve, Occidente comenzó a engendrar uno de los parásitos indisolubles del capitalismo contemporáneo: la burocracia. La literatura rusa de esa centuria, con Nikolái Gógol y Fiódor Dostoievski como referentes esenciales, puso en el centro de la escena a ese hombre aparentemente anónimo, apático y gris que era el empleado administrativo. Pero fue, posteriormente, en la obra de Franz Kafka cuando lo burocrático apareció como un elemento omnipresente. Capaz de atravesar todas las esferas de la vida social. A los tres, el tiempo les daría la razón con creces. Los tres, sin dejar de estar condicionados por las complejidades de las distintas épocas que transitaron, fueron capaces de desentrañar uno de los rasgos más trágicos e inevitables de la era moderna.
Sin que sus reflexiones apuntaran directamente a un horizonte político, vislumbraron el sombrío desenlace que le esperaba a la humanidad a lo largo del siglo veinte. El poder burocrático, el saber técnico-racional que le otorgó razón de ser, no sólo se puso al servicio de dos guerras mundiales, sino que desfiguró a revoluciones que emergieron llenas de potencialidad creadora.
Pasada una década del siglo veintiuno, un escritor nacido en orillas alejadas y sureñas, de importancia ineludible para los pueblos que luchan y no se resignan, resiste a esa forma de vida desapasionada y gélida. Lejos de sentir indiferencia por el orden desigual que impone el sistema, en su faceta neoliberal actual, alguna vez Eduardo Galeano expresó que “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
Caminante incansable a través de diversos géneros literarios, constructor de frases que se arraigaron en el imaginario militante, geólogo de la memoria olvidada de nuestra América debajo de capas cimentadas a lo largo de quinientos años de opresión, Galeano mantiene una frescura y una sensibilidad extraordinarias. Llano y fraterno, simple y hondo, a la vez, de hablar pausado como buen oriental, el autor de El libro de los abrazos se entregó a una entrevista a fondo con Tiempo Argentino. Sin perder de vista el rumbo, se embarcó en un viaje con varias escalas: su relación con la escritura, la infancia, el exilio, la vida en Montevideo, la polémica que disparó la presencia del premio Nobel en la inauguración de la Feria del Libro, la actualidad política que vive Latinoamérica, los sucesos que conmueven a Medio Oriente y al Magreb e, incluso, motivado por su amor a la redonda habló sobre el fútbol uruguayo, jugó para el lado de los que defienden la técnica y la fantasía y les tiró un caño a los que sólo piensan en ganar a cualquier precio.
– En varias ocasiones, afirmaste tener el mismo pánico de siempre a la hoja en blanco, que escribir te cuesta tanto como la primera vez, ¿Ese rasgo explica la vitalidad que mantiene tu escritura?
– Así parece. Siento el mismo pánico de la primera vez. Es la prueba de que no me jubilé ni me burocraticé. En el momento de ponerme a escribir me tiemblan las rodillas, transpiró y se me seca la boca como en la primera vez. Es como no perder las ganas de hacer el amor e, incluso, sentir como sí fuera la primera vez. Al margen del paso del tiempo, de los muchos libros que escribí, cada página en blanco siempre va a ser la primera página, la primera vez, y así logro que mi escritura le escape a la rutina.
– ¿Cuál es el recuerdo del botija que fuiste?
– Tuve una infancia muy mística. Tenía metida la certeza de una especie de deber espiritual. Estaba muy influenciado por la educación católica que recibí. Pero ya de adolescente tome nota de que lo mío era el pecado (risas). También, como todos los uruguayos, quise ser jugador de fútbol pero era un patadura sin redención. Y ahí me quedé navegando sin agua hasta que empecé a tratar de dibujar y escribir. Lo primero que publiqué fueron caricaturas políticas, a los catorce años, en el semanario socialista El Sol. Pero por ese lado no prosperaba mucho la cosa y empecé a escribir y a sentir ese pánico a la hoja en blanco que me persigue hasta hoy en día…
– ¿Qué es lo que perduró de aquel niño y de aquella formación inicial en tu relación adulta con la escritura?
– Supongo que uno es la suma de todas esas búsquedas, que uno anda en la vida dando palos de ciego hasta que encuentra algo que lo envuelve y lo apasiona. Lo que más me ha marcado son las ganas que tuve y sigo teniendo de pintar y dibujar. Eso lo pude resolver porque pinto escribiendo. Así sea narrar un hecho que ocurrió, una sensación o una idea, tengo que cerrar los ojos y verla como imagen. Sino consigo convertirla en imagen no logró escribir sobre ella.
– ¿Cuáles son los ejes y elementos más esenciales de tu obra?
– Ante todo la libertad. Nunca me obligué a escribir nada, escribía y sigo escribiendo lo que voy sintiendo. Las pocas veces que cometí el imperdonable pecado de obligar a la mano a escribir lo que la conciencia dicta nunca me sentí bien. El resultado no era espontáneo ni verdadero. Con los años fui adquiriendo ese derecho a escribir lo que siento, de veras, y también la posibilidad material de hacerlo porque tengo la suerte, el privilegio en este mundo, de que mi vocación coincide con mi trabajo. Vivo de lo que escribo. La mayoría de la gente vive a contracorazón, en actividades que no tienen nada que ver con lo que quisieran hacer.
– ¿Cómo vas desarrollando el proceso de la escritura?
– Cada texto minúsculo, chiquito, de esos que me gustan escribir a mí, es el resultado de muchas tentativas. Escribo tachando. Eso me lo enseño Juan Rulfo. El escritor admirado y el amigo fraterno. Nos conocimos hace muchos años entre largas caminatas, charlas y silencios. Rulfo me mostraba los lápices que tienen la goma de borrar atrás y el grafo del otro lado y señalando el culo del lápiz me decía: “se escribe con este lado, y señalaba la goma, más que con este, y señalaba el grafo”. Luego, fui descubriendo un estilo propio. Construyo mosaicos en baldositas pequeñas, de diversos colores, que van armando una historia grande cuando se juntan entre ellas.
– ¿Estás preparando un nuevo libro?
– Sí, escribo sin cesar porque es lo único que sé hacer. Pero soy muy lento como las vacas uruguayas que son de parición lenta. Cada libro me lleva cuatro años, cinco, a veces más. Y no me gusta hablar de lo que escribo porque después pierdo las ganas de escribir y de contar historias sí las cuento demasiadas veces.
– ¿Qué significó el exilio en tu vida?
– El exilio nació como una penitencia y terminó como una etapa de creación muy importante. “Gracias” a la dictadura militar de mi país pude escribir la trilogía Memoria del fuego. Los milicos fueron casi los coautores porque me obligaron a desprenderme de mis ocupaciones diarias. Ocurre que cuando uno está tan enganchado en las urgencias de la tarea cotidiana y, en aquel entonces, yo estaba muy ocupado por el oficio periodístico y por tareas militantes, cuesta encontrar los huecos para la escritura más libre. Y el exilio me permitió armar ese rompecabezas de la historia americana que es Memoria…
– ¿Por qué volviste a elegir a Montevideo como tu lugar en el mundo?
– Me gusta vivir en Montevideo. Es la ciudad donde nací, aunque no es por eso porque nadie te pregunta donde querés nacer. Pero, en verdad, elegiría una y otra vez a mi ciudad porque se puede respirar y caminar, dos derechos que no existen en otras ciudades grandes.
– Grandes escritores, de diversas ideologías, lograron que sus prejuicios, su mirada individual del mundo e, incluso, su posición política se vieran superados por la profundidad y amplitud de su obra. En el caso de la llamada literatura comprometida, ¿Cómo lograr que la palabra no quede aprisionada por la realidad inmediata?
– Yo hago literatura comprometida, es lo mío. Me siento muy comprometido con el oficio literario que, para mí, es un oficio solidario. El peligro está siempre en el discurso de cotillón, en convertir lo que uno escribe en una pancarta y eso es completamente inútil porque uno terminaría escribiendo mensajes para los convencidos. Y nada más que eso. La literatura que llega realmente es la que transmite misterio, electricidad de vida y las ideas están adentro pero no se tienen que notar de un modo implícito. Por eso siempre digo que trato de plasmar una literatura senti-pensante. Mi lenguaje quiere ser capaz de unir a la razón y el corazón porque la literatura cuando es nada más que pensante corre el riesgo de ser frígida y cuando es sólo sentimental corre el riesgo de volverse cursi.
– En los últimos días se desató una polémica, en el ámbito intelectual y cultural nacional, respecto a la presencia de Mario Vargas Llosa en la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires, ¿Cuál es tu mirada al respecto?
– Creo que, en todos los planos de la vida, las prohibiciones prestigian lo que prohíben. A este señor que no hay que hacerle el favor de atacarlo ni de tirarle huevos podridos porque, probablemente, es lo que más le conviene. La mejor publicidad que puede tener algo o alguien, un producto o una persona, lo que sea, es la prohibición. Los ejemplos históricos abundan. La ley seca fue el origen de la fortuna de Al Capone. Recuerdo, en mí caso, lo que paso con Las venas abiertas de América Latina. Apenas se publicó nadie le hizo caso, ni mi familia lo leyó (risas). Hasta que las dictaduras militares lo prohibieron y, a partir de ese momento, súbitamente el libro empezó a ser interesante y eso ocurrió como un año y pico luego de salir la primera edición.
– En esta última década, en este parte del mundo surgieron varias experiencias políticas novedosas y transformadoras, ¿Cómo crees que se insertó, en esta época, la Argentina gobernada por el kirchnerismo?
– Es parte de una ola existente que me parece muy positiva. Por suerte, esto está ocurriendo en muchos lugares de la región. Hay una energía de cambio que está dando resultado, con las formas y realidades propias de cada país.
– ¿Y por dónde pasan las posibilidades de cambio estructural para Latinoamérica?
– Hay que recordar que el país más independiente, del siglo diecinueve, fue el Paraguay de los López aniquilado por no estar atado a la banca británica, sin depender de esos préstamos que estrangulaban la libertad. Fue el primer país que tuvo un desarrollo hacia dentro, no orientado al mercado mundial dominado por el imperio de turno. Este es un momento muy importante porque, después de aquellos años, se está recuperando progresivamente esa tradición de dignidad. Hay numerosos signos de que este es el camino para seguir avanzando. Hay que decir, también, que el patriotismo parece un privilegio de los países ricos, que predican el librecambismo para afuera pero son ultra-proteccionistas puertas adentro. Cada vez que empezamos a preocuparnos por nosotros mismos, a defendernos, nos acusan de populistas, demagogos, porque buscan desgastar estos procesos políticos.
– ¿Cuál es tu balance de lo que viene siendo la presidencia de Pepe Múgica en Uruguay?
– El balance es positivo, sin duda. Pero Uruguay está teniendo la contradicción que más me preocupa y que se encuentra en todos estos gobiernos con ganas de cambiar la historia. Es la contradicción entre búsqueda de más justicia social y la causa ecológica. Les cuesta reconocer que los derechos de la naturaleza y los derechos humanos son dos nombres de la misma dignidad. Entonces, uno se encuentra con gobiernos que están aliviando la pobreza pero, por otro lado, siguen incurriendo en el tradicional pecado latinoamericano de entregar sus recursos a cambio de nada. En Uruguay, el gobierno de izquierda sigue recibiendo, como sí emanaran del cielo, a las plantas de celulosa que arrasan la tierra, te envenenan el aire y te secan el agua. Eso es pan para hoy y hambre para mañana. Es algo que debe cambiarse en toda la región. Por suerte, ahora, países como Bolivia y Ecuador establecieron constitucionalmente que la naturaleza tiene derechos.
– ¿Cómo analizas lo que está ocurriendo en Medio Oriente y en el norte de África actualmente?, ¿Cuál es la responsabilidad de occidente en esos acontecimientos?
– Es una sorpresa muy estimulante. Me parece estupendo ese reguero de fuego tan contagioso, que no hay quien lo pare. Nació de la paliza que recibió un vendedor ambulante de frutas y verduras en las calles de Túnez y se convirtió en un fuego popular que está quemando las estructuras de poder de un mundo muy despótico, enemigo de la libertad. Es un incendio emancipador que lleva adelante la gente que se hartó de ser nadie. Es una manera de decir que tienen derechos, que existen y que quieren terminar con esos regímenes absolutistas, absurdos. Dictaduras mimadas por Estados Unidos y Europa por su riqueza petrolera.
– ¿Cuáles son los mayores desafíos que atraviesa la izquierda contemporánea?
– La izquierda debe revitalizarse en la diversidad. Dejar atrás definitivamente los dogmas, la verdad única, los fundamentalismos y abrirse a la diversidad de la realidad. En eso me parece que se avanzó mucho. Se diluyeron ideas ridículas como aquella que sostenía que las mujeres se iban a liberar automáticamente cuando la clase obrera tomara el poder. Es una idea que ya no defiende nadie porque está claro que las mujeres se defienden por su cuenta. Otro dogma insostenible era el que profesaba que la única respuesta ante la omnipotencia del mercado era la omnipotencia de Estado. Esto derivó en la burocratización total de esos países. Por suerte la historia no dice adiós, dice hasta luego y las experiencias resucitan y se transfiguran.
(Esta entrevista fue publicada originalmente por el diario Tiempo Argentino y no está disponible en su versión online)