Daniel Cholakian para NodalCultura
En el mes de diciembre del año pasado DOCA (Documentalistas Argentinos) desarrolló unas jornadas de reflexión y me invitaron a participar de un panel a partir de la consigna que encabeza esta nota. Evidentemente como todo problema complejo, la dicotomía que se plantea en la pregunta es útil como punto de partida, pero insuficiente para pensarlo en su totalidad.
El escenario global en el que se plantea esta discusión debe considerar algunas cuestiones generales.
En estos tiempos “Capitalismo post-industrial”, no puede pensarse el cine sino como parte del complejo financiero global que incluido en la “industria del entretenimiento”, muy lejos del cine de producción de estudios de los gloriosos 30 años post segunda guerra mundial. El proceso de concentración que significó esta transformación incluyó a las empresas productoras y distribuidoras de cine, que actualmente son mega corporaciones productoras de contenidos en diferentes plataformas. Una de las consecuencias de este cambio es la hegemonía de los formatos y los discursos, que simplifican las propuestas para el consumo a nivel global, borran las barreras identitarias y facilitan la circulación de los productos audiovisuales en los mercados mundiales.
También es necesario considerar el impacto en la producción que tuvo la ley de cine, el crecimiento económico experimentado en los últimos años, la incorporación acelerada de tecnologías digitales tanto en la producción como en la exhibición y la creación de un subsidio dedicado a la producción de documentales en formato digital. El aumento de la producción y la recuperación del público en las salas es también un dato insoslayable.
A diferencia de la mayoría de los países del mundo, la tensión entre la tendencia hegemónica de los contenidos a nivel mundial y la producción de cine nacional existe. La hegemonía está puesta en discusión.
El documental, un particular modo de arte y narración, no debería ser pensado como un problema fuera de este escenario, sino como un caso particular en él. Por la capacidad de producción de los realizadores y por la especial búsqueda en la ruptura del canon narrativo, estético y político, es un elemento privilegiado en la tensión contra hegemónica. Pero es un error considerar su lucha separada del resto del cine independiente.
Quienes en general sostienen que no tiene sentido hacer películas que lleven poco público asumen el caduco ideario liberal de que todos los productores y distribuidores de cine acceden de modo igualitario al mercado. La realidad es que hay un acceso desigual no solo a las pantallas, sino también a los medios de prensa, a la difusión pública de las películas, a la cantidad de copias para garantizar una salida competitiva y a la distribución nacional de las mismas. Lamentablemente los años ’90 no pasaron en vano y la dimensión cultural del neoliberalismo ha dejado trazas en nuestro pensamiento que es necesario desarmar.
Por eso no dudamos en el rol del Estado promoviendo el acceso igualitario al sistema de distribución y exhibición, en defensa del derecho de los realizadores a que sus películas se vean. Pero ese no es ni el primero ni más importante de los pasos a dar, ni el derecho más importante a proteger. El Estado tiene que constituirse en un actor fundamental para desarticular los sistemas hegemónicos de representación, para construir y facilitar la circulación de discursos que propongan la emancipación ante tanta propuesta adocenada. Cuando es tiempo de ir por más, se requiere un Estado que sea vital para hacer frente a la hegemonía de un formato estandarizado que no deja lugar al espacio vacío, a la vacilación, al interrogante. Porque es menester que se dé al espectador la posibilidad de encontrarse con aquel pensamiento que surge de la conmoción del arte que lo sacude, lo implica, lo interpela.
Así, toda política pública debe comenzar pensando en el público. En la mayoría de los discursos, el público es mirado solamente como gente que compra entradas. Solo es considerado en su dimensión de consumidor. El problema central es que el pueblo en tanto espectador carece de acceso a una oferta diversa, pues la distribución nacional de las salas es desigual y concentrada. Las salas están doblemente concentradas: están concentradas regionalmente y concentrada en el circuito de las multi pantallas. Por es necesario problematizar la distribución y la exhibición desde el interés del pueblo de acceder igualitariamente a las películas, y no desde el derecho de los realizadores a que se proyecten a como de lugar.
Cuando nos dicen: “El público elije ver los tanques”, se omite decir que la capacidad del público de elegir está mediada por lo que llega a las salas y por los hábitos de consumo cinematográfico. Comprender estas dos cuestiones dentro de un marco global, es central para articular políticas consistentes y exitosas.
Si se incorpora la dimensión del público y su derecho a acceder a la producción de contenidos variados, propios, que desarticulen los modelos hegemónicos y los formatos impuestos, será mejor el punto de partida desde el cual desentramar la discusión con los adalides del falso liberalismo cinematográfico.
A la pregunta ¿Muchas películas o pocas salas? Hay varias respuestas. La primera pretende poner en evidencia un supuesto oculto en la propia pregunta. Si las películas fueran muchas ¿Por qué las que sobran son las argentinas? Esta idea de que las que están de más son las producciones nacionales y especialmente los documentales, está enraizada en la dimensión cultural heredada de los noventa.
Salas siempre habrá pocas. Se necesitan más y menos concentradas. Muchas películas no habrá nunca. Renegar de la oferta en materia de cultura es una conclusión de orden despótico. ¿Cuál es el motivo por el cual 3000 personas valen menos culturalmente que 100000?
Las herramientas utilizadas por el Estado para regular la distribución y exhibición hasta el momento son pobres. La cuota de pantalla, que no se cumple o se cumple de un modo traiciona el espíritu con el cual la disposición fue creada, carece de fuerza para mejorar la distribución igualitaria del cine. Por lo tanto el Estado debe tomar otras acciones. Los espacios INCAA son un camino, pero no siempre se pueden articular con precisión la programación ya que las salas no son propias y no tienen recursos para publicidad o difusión. El INCAA debe asumir un rol competitivo en la distribución y exhibición a partir de su propia capacidad económica y su alcance nacional. Para ello podrá apelar a herramientas múltiples, desde la compra o alquiler de salas o incluso convertirse en un jugador del sistema como cualquier otro, desarrollando una empresa comercial de capital público. Es necesario apoyar el lanzamiento y comprometer a los realizadores a recorrer el país con las películas para encontrarse con ese público que hoy no accede a una oferta diversificada y sólo recibe el cine adocenado de la industria hegemónica.
El problema es de dónde salen los recursos. He aquí la decisión política necesaria acerca de cómo se reasignan los mismos. Cualquier reasignación puede impactar en la cantidad de películas producidas, pero también es posible que si el INCAA conforma una sociedad de distribución y exhibición obtenga recursos para financiar en el mediano plazo esa actividad sin recurrir a fondos de producción. Es difícil pensar una actividad efectiva del INCAA en la circulación de las películas, si no se afectan recursos destinado a otras actividades. Toda decisión podría consensuarse con la totalidad de los actores del medio.
No comparto la idea del uso de las nuevas plataformas para la distribución del cine, que se promueve como solución mágica. Desvirtúa la condición central de la experiencia cinematográfica en tanto hecho social. Pero también porque excluye a gran parte de las personas al acceso, ya sea por condición de clase, de educación o de edad.
Para terminar me importa señalar que no sorprende que quienes formulan la pregunta que da origen a esta nota sean periodistas bien diversos. Hay en el periodismo cultural ciertos viejos prejuicios elitistas, nacidos al calor del proceso de modernización oligárquica bajo la que se formó la tradición intelectual que nos funda. Por eso en el discurso periodístico el público aparece solo como espectador, como mero comprador de entradas. El público, el pueblo, es en ese sentido un sujeto excluido. Sin correrme del lugar que me toca, propongo que pensemos finalmente en el público al dar estos debates, a entender que el sujeto final de cualquier política pública es el conjunto del pueblo y no cada uno de nosotros y nuestros propios –y legítimos- intereses.