Representaciones de lo indígena en el cine guatemalteco
El cine guatemalteco nunca alcanzó a tener continuidad en la producción de películas de ficción. Sin embargo, entre 1949 y 1994 se filmaron cerca de cuarenta largometrajes que podemos considerar guatemaltecos. La mayoría de ellos son coproducciones, casi todos con empresas mexicanas. Esto podría llevarnos a decir que se filmó casi un largometraje por año pero esto es un espejismo. Por ejemplo, en la década de los ochentas no contabilizamos ninguno. Esto significa que hubo épocas de “sequía” y otras de “ligera llovizna”. Tan intermitente producción fue incapaz de crear estereotipos, modas o siquiera filiaciones, como lo lograra el cine mexicano, para mencionar el caso más paradigmático en América Latina. Sin embargo, con todas las ventajas que presenta el cine como fuente histórica, estos largometrajes guatemaltecos son capaces de proporcionarnos abundante información de su época y su entorno. El estudio de los estereotipos acerca de los pueblos indígenas nos descubre la constancia de estas imágenes preconcebidas acerca de la nación y de “los otros”. Su revisión nos hace más conscientes de su utilización en otros medios: la educación, la política, la religión y la cultura. Dicho de otra manera: si el cine guatemalteco no fue suficiente carga ideológica para crear moldes, modas, estereotipos, si lo fue para su reproducción. Por tanto, vale la pena estudiarlos para acercarnos a ver no solo la naturaleza de los mensajes sino su aceptación por la sociedad.
Si hacemos un balance general de todos esos largometrajes, la primera constante que aparece respecto a los pueblos indígenas, es la invisibilidad. Si, en un país en el que los pueblos indígenas componen al menos la mitad de su población, estos sencillamente no aparecen en la pantalla. Su escasa representación en los fotogramas de las películas guatemaltecas tiene una alta implicación: el poco valor, importancia y significancia que se otorga a los pueblos indígenas en nuestro paísI. Algunas películas contienen representaciones irreales de la sociedad guatemalteca, en productos que parecieran tener la etiqueta de “solo para entretenimiento”. Tomemos un solo ejemplo. En Los domingos pasarán (Carlos del Llano, 1968), un joven cantante aborda en Quetzaltenango un autobús de una conocida empresa. El paisaje del altiplano guatemalteco sirve de marco a sus aspiraciones en su viaje a la capital de la república. En la ciudad, firma un contrato para grabar un disco y conoce a una muchacha de la cual se enamora. En una ocasión la invita a un restaurante de una Sexta Avenida que aún no tiene las huellas de la economía informal y era el centro comercial del país. Piden champán y caviar. La irrealidad de la situación (un muchacho que viaja en transporte público, viste modestamente y da la impresión de la subalternidad) es más que evidente. En esa Guatemala idílica las únicas congojas son las del amor. La cinta no hace sino seguir los patrones de las películas juveniles provenientes de España, Argentina y, como no, México.
Primer papel: la decoración
Dejemos aquella muestra del género musical y concentrémonos en los filmes que hemos seleccionado porque contienen imágenes de los pueblos indígenas. Cuatro vidas (José Giaccardi, 1949) es el primer largometraje de ficción que se atribuye a una coproducción mexicano-guatemalteca. Dos de nuestras fuentes la atribuyen a Guatemala Films, una productora guatemalteca que luego haría la primera producción nacional sin participación extranjera. La imagen que sirve de fondo a los créditos del filme, es el mapa de Guatemala. La película fue rodada en nuestro país y varios miembros del elenco, fueron actores y actrices guatemaltecos.
Cuatro vidas es un melodrama de sabor campestre en el que a una familia mexicana de propietarios rurales (ladina) reside en Guatemala y no le faltan los amores, la bondad y la maldad, la tragedia y el perdón, para estar en sintonía con el género. La comunidad familiar se compone de una pareja de hermanos (Fernando y Carmen) que fue adoptada por un matrimonio que también tenía un hijo y una hija (Gregorio y Marina). A falta del esposo, la madre, doña María (la guatemalteca Adriana Saravia de Palarea), es la jefa del hogar, imponiendo una cierta relación matriarcal, no solo en el núcleo familiar sino entre todas las familias trabajadoras. Sin embargo, son los hijos varones quienes manejan la finca y se enfrentan a los malhechores; las hijas, aunque a veces visten pantalones, usan sombrero y montan caballo solo asumen papeles directivos cuando no están la madre y los hermanos. Los roles están debidamente asignados de acuerdo a los estereotipos del varón fuerte que da órdenes y la mujer que socialmente vale menos. La trama se desenvuelve en torno a los cuatro hermanos (de ahí el nombre del filme) y la madre. Los hijos adoptivos se enamoran de los hijos naturales y las dos parejas parecen felices, pero… como el esquema del melodrama lo indica, pronto se delatan la envidia y la maldad de uno de los hermanos, lo que lleva a un desenlace de muerte, dolor y reivindicación. Bella historia, ¿no? Y más si se le agrega el paisaje del lago de Atitlán y sus volcanes, las procesiones de la Antigua Guatemala y las notas de Noche de luna entre ruinas, del compositor guatemalteco Mariano Valverde. ¿Pero, y los pueblos indígenas?
Si se supera la invisibilidad de los pueblos indígenas en las películas guatemaltecas, el siguiente papel que les corresponde es el de servir de decoración. Tal como la finca, los volcanes y el lago, los indígenas aparecen como un elemento más del paisaje. Con sus trajes “típicos”, son parte de los estereotipos con que se ha construido la imagen de Guatemala, que se completa con las procesiones de la Antigua, las ruinas de Tikal y el lago de Atitlán. Adviértase de pasada que en Cuatro vidas se utilizan tres de esas cuatro imágenes que se han utilizado este siglo para representar “lo verdaderamente guatemalteco”, lo que nos diferencia de los demás países del mundo.
En la realización de Giaccardi, la manipulación de la imagen de los pueblos indígenas como mera decoración nos pone al tanto del asunto. Un día de tantos, los hermanos invitan a los trabajadores a una fiesta. Los gritos de “viva el patrón” no se hacen esperar. Si fijamos la atención en estos laborantes, notamos que son varones que visten como ladinos. Gritan (porque casi todos sus parlamentos son gritos) en español. No hay nada que nos permita identificarlos como indígenas hasta que llega la fiesta. Hay marimba que toca aires yucatecos o chiapanecos (esto se explica porque la sonorización se hizo posteriormente en México con técnicos mexicanos); las dos hermanas, ataviadas con trajes tradicionales de las mujeres indígenas, bailan con sus hermanos y un caporal; rodean a los protagonistas, los trabajadores varones de pie. La cámara se desplaza horizontalmente y descubre a la madre cómodamente sentada en una silla. Sigue el desplazamiento y descubre a las mujeres de la finca; están sentadas en el suelo; son indígenas verdaderas que usan los trajes que han usado sus madres y sus abuelas y las madres de estas, y no como los usan en ocasiones las ladinas para parecer guatemaltecas. Otro emplazamiento de la cámara nos descubre a otros hombres vestidos con trajes como los que usan algunos meseros en restaurantes de al menos tres tenedores y hoteles de no menos de cuatro estrellas. Usted los ha visto, ¿no? Son ladinos o indígenas que luego de su trabajo se quitan el traje y se ponen la ropa “occidental”. Completan la manipulación los rostros sonrientes de estos indígenas, mujeres y varones, cuando oyen y ven las gracejadas del caporal o las infaltables interpretaciones musicales de los hermanos. Eso es todo lo que hacen los indígenas en la fiesta de Cuatro vidas es eso: ver, oír, reír. Decoración, ¿coincide usted en esto?
El indígena obedece, la indígena obedece, ellos y ellas obedecen
En Cuatro vidas, un indígena tiene un papel importante en una de las curvas dramáticas de la película. Observa desde su lancha santiagueña el asesinato de Carmen a manos de Gregorio, el hermano adoptivo. Es el testigo clave del crimen. Sin embargo, su actuación es de segundos. Jamás habla, pues el cura del pueblo lo hace por él. A esta forma frustrada de actuación, casi decorativa, sigue un tipo de participación de los y las indígenas donde ocupan un poco de más espacio, pero en la que la manipulación sigue siendo determinante. Se trata de representaciones en las que se presenta al indígena como un sujeto robotizado que sólo sigue instrucciones, por inercia o por temor. Incapaz de dirigir, es dirigido. En la película de Giaccardi que hemos venido tomando como desbrozan un terreno. “Vamos flojos, a trabajar”, les dice; y agrega: “Adelante muchachos, que no hay monte que resista a los machetes de la finca Maravilla”. Los trabajadores tumban los árboles, los cargan, limpian el espacio que recibirá las matas de café… todo ello sin proferir una palabra. Una campana tañe y los mozos ordenadamente se dirigen al casco de la finca. La música pone el toque de heroísmo al trabajador que obedece sin chistar.
Si en Cuatro vidas se da esta docilidad y dependencia, la situación llega a sus extremos en Paloma herida (Emilio “el indio” Fernández, 1962, también producida por Manuel Zeceña Diéguez). Aquí el paisaje es también el lago de Atitlán, solo que las locaciones se ubican en San Antonio Palopó. Esta película es una crítica a la concepción evolucionista que vimos antes, pero ese detalle quizás pasa inadvertido para los menos suspicaces (que sospechamos pudiera ser la mayoría entre el público). La historia es esta. Un despótico personaje (representado por el mismo “Indio” Fernández) que se hace acompañar de un nutrido grupo de prostitutas y de varios matones, se apodera violentamente de San Antonio Palopó. Los pistoleros hacen sonar las campanas y hombres y mujeres de Palopó acuden sumisos. El autócrata se dirige hacia los varones y les dice: “Todos ustedes han dejado su coraje y su valor; y lo que es más, su dignidad, colgados en el árbol de la miseria”. La perorata sigue, endilgándoles ser zánganos de la patria. Les advierte que ha llegado para llevarles la civilización y hacer de ese lugar salvaje un mundo nuevo; que si ha adquirido esas tierras es porque conoce el porvenir de las cosas; que les llevará el progreso y la felicidad; que para ello harán primero un aeropuerto y luego continuarán construyendo carreteras para levantar un gran pueblo, etc. No hace falta mucho esfuerzo para ver el discurso liberal acerca del indio al cual se opone el realizador y el guionista, nada menos que Juan Rulfo. La película, en plena época de desarrollo del integracionismo, es marcadamente contraria a aquella concepción. Pero la representación del indígena que oye sumiso y temeroso transmite un fuerte mensaje de compasión. Pero si las palabras son efectivas, las representaciones visuales lo son más.
Tendido en la playa, el tirano observa a los indígenas arrastrar un pesado arado entre la arena y las piedras. La fotografía de Raúl Martínez Solares (mexicano) explota todos los ángulos para evidenciar la violencia del trabajo forzado. Los latigazos de los sicarios agudizan la sensación de explotación inhumana. La imagen del indígena es la de la víctima sin espíritu. Es la imagen de la sumisión. Al final (que en la película aparece al principio) los desmanes del déspota son finalmente vengados por la hija rubia del líder ladino del poblado indígena. Aunque el filme tuviera una intención de denuncia, que lo es, el hecho de que el castigo a la maldad llegara por los “blancos” y no por el pueblo de Palopó, deja el sabor amargo de la frustración.
Los estereotipos visuales impactan profundamente en esta película. Comparemos estas imágenes cinematográficas con las de unos versos de Claudia Lars y veremos que no son sólo los recursos del séptimo arte sino es la idea de la sociedad. Esto también nos hará caer en la cuenta que no es simplemente que los mexicanos que hicieron la película pensaran así, sino la visión de la sociedad al menos mesoamericana de aquella época (como se recordará, Lars era salvadoreña). Citemos algunos de los versos de la poetisa:
“Corazón de Guatemala;
mudo corazón del indio;
semilla ciega de la dádiva;
brote robado y vendido…
Allí estás… triste y solemne,
¡indio de todos los sitios!
casi piedra, casi leño,
medio bestia, medio niño…
Sololá casi en las nubes,
con leve asomo ladino.
Un doble Panajachel:
el de la tierra y el vidrio…
Y en la distancia azulada
-llamas de lánguido ritmo,
errantes flores humanas,
gestos de agua y de camino-
las vírgenes de Atitlán
en un alargado friso…
Hierático sacerdote,
con su misterio y su brillo…
Corazón de Guatemala:
¡mudo corazón del indio
que arrastra heridas profundas
en agobio de vencido!II
Usted, como editor de Paloma herida, podría perfectamente poner estos versos en la pista de sonido de la película. La fusión entre texto, imagen y sonido sería perfecta. El encuadre sobre las mujeres marchándose del pueblo en larga fila, con el paisaje recortado al fondo; los rostros de los hombres (hieráticos) escuchando el llamado al progreso; los pies agotados por lo excesivo del trabajo. En fin, todo el ensamble es perfecto. Los estereotipos sobre los pueblos indígenas eran (¿son?) de aceptación universal en nuestra sociedad.