El maravilloso mundo de Martín Chambi
Por Jorge Paredes Lao
El maravilloso mundo de Chambi
La foto debe haber sido tomada a fines de los años veinte. La cámara apunta desde abajo, contrapicado, y un hombre aparece de pie como si estuviera en un escenario. La silueta menuda, oscura como una piedra, deja ver un traje de explorador, un sombrero de fieltro y unas botas de montar. A la derecha, bajo el claroscuro del cielo encapotado, se dibuja levemente la cumbre del Huayna Picchu y en el otro extremo emerge la pétrea y afilada punta del Intihuatana, el ancestral reloj inca. Quienes vemos esta imagen asistimos a la solemnidad de un rito. A la comunión entre un hombre y la naturaleza, a la síntesis entre un personaje y la arquitectura incólume que lo rodea. Es el autorretrato de alguien que quiere permanecer en el horizonte de uno de los espacios más sagrados del mundo andino, en el centro mismo de la montaña, entre la soledad y las piedras. Años más tarde, en 1936, este mismo hombre dirá: “Me siento como representante de la raza. Ella habla en mis fotografías”.
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Martín Chambi Jiménez tenía 15 años cuando le dijo a su padre, un campesino de Coaza, uno de los distritos más alejados de la provincia de Carabaya, en Puno, que quería ser fotógrafo. Hubiera podido ser minero, agricultor o tal vez obrero, pero había decidido ser fotógrafo. No se sabe a ciencia cierta por qué llegó a esa determinación, solo se tienen conjeturas. Lo más probable es que, años atrás, aquel niño haya quedado impresionado con un retrato que le tomó un fotógrafo extranjero que pasó por la mina de Santo Domingo, como parte de una expedición de trabajo. No hay rastros de aquella imagen pero, como recuerdan sus nietos, ahí, en ese deslumbramiento inicial, puede haber estado el origen de todo. Otro motivo puede ser el espíritu sensible de este muchacho que creció viendo esos amaneceres intensos, fulgurantes, de Coaza, a más de 4.000 metros de altura, en el majestuoso encuentro entre el altiplano andino y el verde exuberante de la montaña.
Lo real es que Martín Chambi, cuando todavía era un adolescente, y después de haberle anunciado a su padre que quería ser fotógrafo, se fue para siempre de su pueblo natal. Tiempo después, hacia 1908, lo encontramos trabajando como ayudante —en tareas de limpieza, primero, y luego como asistente— en uno de los estudios más reputados de Arequipa, un escenario estimulante donde la fotografía cobraba auge de la mano de retratistas como Max T. Vargas. Fue él quien le regaló a Chambi su primera cámara y lo hizo sentirse fotógrafo. Y fue él también quien le enseñó los trucos del positivado y las primeras técnicas del encuadre, mientras lo alentaba a salir por la espléndida campiña arequipeña a capturar imágenes.
Ahora sí estaba seguro. Esa era la actividad que le iba a cambiar la vida.
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Pero ese milagro llamado Martín Chambi (Coaza, 1891- Cusco, 1973) no surgió de la nada. A inicios del siglo XX se vivía toda una efervescencia cultural en el sur andino peruano. Arequipa, Puno y Cusco eran focos de actividad artística, donde la pintura y la fotografía de estudio vivían tiempos de esplendor. A Max T. Vargas se sumaban los nombres de Emilio Díaz y Juan Manuel Figueroa Aznar. Y como telón de fondo estaba el indigenismo. Ideas como las del joven José Uriel García cobraban sustento a partir de la valoración de la raza indígena como heredera del pasado prehispánico. Ese es el ambiente en el que se gesta y se desarrolla la obra de Martín Chambi, primero en Arequipa y luego en Sicuani, la rica ciudad de la exportación de lanas de alpaca, donde abrió su primer estudio independiente; y finalmente en el Cusco, donde se estableció a inicios de 1920. En esta ciudad, símbolo del pasado precolombino, Chambi construyó su segunda patria. Se quedó a vivir ahí con su familia —su esposa, la arequipeña Manuela López Visa; y sus hijos Celia, Víctor, Julia y los que nacerían después allí, Angélica, Manuel y Mery—. En este lugar levantó su estudio, en la calle Marqués, y lo convirtió en un punto de inflexión en la vida cultural de la ciudad. Ahí realizaba veladas sazonadas con música y bebida, y recibía a artistas, escritores e intelectuales, y también a gente del pueblo, a la que hablaba en quechua e invitaba a retratarse.
Sentada en una oficina de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, en San Isidro, Peruska Chambi, hija de Manuel Chambi, recuerda el tiempo en que conoció el estudio fotográfico de su abuelo Martín. “En el primer piso se atendía y se recibía al público, y al fondo había una galería en la que se realizaban exposiciones y se organizaban tertulias y recitales de música y poesía. En el segundo nivel estaban su oficina, su escritorio y sus ponchos… una colección preciosa, me acuerdo porque muchos de ellos estaban cubriendo los sillones. Y en el tercer piso se tomaban las fotos y también estaba el laboratorio. Él modificó este atelier y le puso vidrios pavonados para poder trabajar de día y evitar la luz fuerte del sol serrano”, dice. Resulta paradójico que alguien que no pasó por la escuela se convirtiera en animador de la vida cultural cusqueña. Un autodidacta que no solo aprendió a escribir sino que, además, tenía una letra bonita, como recuerda su nieta.
Entre las décadas de 1920 y 1950, ese muchacho que un día soñó con ser fotógrafo se convertiría en un pionero y un adelantado, en un prestidigitador en el arte del retocado y el positivado, que produjo cuidadosos y hermosos retratos por encargo y también postales que vendía a turistas y curiosos. Chambi fue varios fotógrafos a la vez: el reportero que enviaba imágenes a «Variedades», «La Crónica» y «La Nación» de Buenos Aires; el acomedido retratista que atendía a sus clientes en el estudio; y también el peregrino que salía en mula o a pie a documentar fiestas, costumbres y restos prehispánicos. En síntesis, el creador de miles de fotografías que a la luz del tiempo han cobrado nueva vida desde la etnografía y el documentalismo. Nos referimos a esas vistas extraordinarias de Machu Picchu, cargadas de reverencia y dramatismo; o a esos retratos de comuneros andinos, captados en la inmensa soledad de un nevado o en el claroscuro del estudio, personajes anónimos que a pesar de sus rostros taciturnos y sus ropas raídas no fueron retratados con paternalismo ni conmiseración, sino con respeto, mostrando toda la altivez de su raza. Esa raza que el fotógrafo nacido en una perdida aldea puneña llevó orgulloso toda su vida, como un estandarte.
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“Lo que distingue su obra no es solo su talento para componer imágenes dentro y fuera del estudio, sino su concepción de la fotografía como un proyecto estético y social”, escriben Natalia Majluf y Edward Ranney en el prólogo de «Chambi», un libro que será publicado con ocasión de la retrospectiva que el Museo de Arte de Lima (MALI) dedicará al maestro puneño con el auspicio del Banco de Crédito del Perú. Una muestra de más de 300 imágenes que se ha gestado en los últimos 30 meses y que será la más completa de las tantas que se han realizado en nuestro país y el extranjero. Detrás de la misma se encuentra el antropólogo norteamericano Edward
Ranney, cuya relación con la obra de Chambi data de los años setenta, cuando llegó al Cusco con un equipo de investigadores para positivar buena parte del archivo de la casa Marqués. Con su ayuda y la de Víctor, el mayor de los hijos del fotógrafo, se pudo realizar en 1979 una exhibición en el MoMA de Nueva York, que significó el reconocimiento internacional de este ícono de la fotografía peruana. Desde entonces, «La boda de don Julio Gadea», una de sus más hermosas creaciones, se encuentra en el catálogo de la exposición Modern Starts del museo neoyorquino, entre lo más trascendente del arte del siglo XX.
Vía correo electrónico, Ranney afirma que lo más destacado de esta retrospectiva es que se exhibirán por primera vez muchas fotografías originales. “Natalia
Majluf y yo hemos combinado la presentación de imágenes hechas por el mismo Chambi —copias de época— con reproducciones modernas en gelatina de plata y procesos digitales. Esas copias de época nos dan una idea de cómo Chambi quería presentar artísticamente su propia obra”, escribe el especialista desde su casa en
Albuquerque, Nuevo México. Ranney resalta, además, la serie tomada por el fotógrafo en Machu Picchu, en 1928, en placas de 18 x 24 centímetros, cuando participó de la expedición organizada por el prefecto Víctor M. Vélez. “Eso demuestra cómo hizo copias bien detalladas para los especialistas que ahora resultan de gran interés desde el punto de vista estético”, apunta el crítico. “Por supuesto —añade— hay un gran número de postales de distintos años, que se vendían a turistas y gente del Cusco, y que documentaban la vida y las costumbres de la sierra sureña. Para dar énfasis especial a este trabajo documental hemos incluido copias digitales de negativos que no han sido vistos antes. Lo que ha faltado hasta el momento es una presentación amplia de su trabajo etnográfico, que es único en la historia de la fotografía peruana”.
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En los años cincuenta la actividad fotográfica de Martín Chambi se fue apagando lentamente. Este hombre de apariencia frágil, pero de espíritu inagotable y aventurero se fue volviendo, de pronto, un ser sedentario. Un abuelo afable y querendón con sus nietos, imagen que contrasta con su rigurosa disciplina para el trabajo e incluso con su carácter irascible cuando algo no salía como él quería. Con excepción de Julia, sus otros cinco hijos le dejaron una prole numerosa: 16 nietos, 32 bisnietos y 11 tataranietos. Uno de estos nietos es Teo Allain, hijo de
Celia Chambi, la primera de las hijas del fotógrafo. Desde la muerte de su tía Julia, él ha resguardado en Cusco la enorme memoria visual dejada por su abuelo, un archivo de alrededor de 30 mil objetos, entre enseres, copias fotográficas, negativos, placas de cristal y películas de celuloide. “Ya son 26 años que trabajo en este maravilloso mundo que es Martín Chambi”, dice desde el Cusco, donde reside.
Los recuerdos con su abuelo recorren su infancia y adolescencia. “Era una persona sumamente cariñosa, cordial y carismática, de muchos amigos. Constantemente llevaba a la casa a nuevos amigos cusqueños y, en muchos casos, extranjeros que visitaban la ciudad y pasaban por su estudio, lugar donde forjaban las relaciones. De otro lado, mi abuela Manuelita y mi mamá cocinaban exquisitamente por lo que los invitados quedaban satisfechos y encantados por la acogida”, cuenta. Algo que ha quedado perennizado en las muchas placas que su abuelo se gastaba para registrar las comilonas y fiestas familiares.
De esa época, Peruska Chambi guarda en la memoria las melcochas que su abuelo le traía, las serenatas por el santo de su abuela y los curiosos regalos de cumpleaños que recibía su mamá, Lucrecia Echegaray. “Días antes del cumpleaños de mi mamá —evoca Peruska— mi abuelo llegaba a la casa y la llevaba a su estudio para hacerle un retrato, un año me llevaron a mí también, y pude ver cómo trabajaba. Nos acomodaba, nos sentaba, nos paraba, nos movía hacia la luz, movía sus biombos, miraba a través de la cámara y regresaba a arreglarnos otra vez. Hacía esto varias veces, y solo cuando creía que todo estaba listo, clic, disparaba la cámara. Era un trabajo que, creo, tenía muy estudiado. Luego, el día del cumpleaños, traía el retrato como regalo. Era su costumbre. Lo hacía también con sus amigos, el mejor regalo que podía darles era su propia obra”.
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La mirada está fija en la cámara. El hombre ha bajado de la cima del santuario de Machu Picchu y ahora aparece apoyado en el templo de las tres ventanas. Luce satisfecho y casi sonríe. Ha cambiado el traje de explorador por un poncho multicolor, uno de los tantos que guarda en su estudio. La cámara ahora le enfoca el rostro de frente y ya no hay solemnidad en sus actos sino solo parece que quisiera capturar la fugacidad de un instante feliz, identificado con sus raíces andinas. Es 1930 y es probable que este hombre ya intuya la trascendencia que tiene su obra.
“Los autorretratos de los buenos fotógrafos están cargados de misterio”, dirá el crítico Andrés Garay 85 años después. “En el caso de Chambi —explica—, encontramos desde los más espontáneos, tomados al aire libre con su familia o amigos; hasta los más abstractos y complejos, hechos en el estudio. En uno de ellos sale cogiendo una placa que es también su autorretrato, donde su rostro hierático es una máscara que parece preguntarse quién soy”.
El legado de Chambi parece estar ahí: en ese intento maravilloso por buscar y dar una imagen a su propia identidad, que es en el fondo la identidad de todos.
Publicado en El Comercio