La obra y la cruz del pintor nicaragüense Raúl Marín

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Los cuadros del pintor nicaragüense Raúl Marín se venden en miles de dólares aún sin mercadear, los expertos locales lo llaman “genio”, pero si él pide un taxi éste no se detiene, y si paga en dólares en una tienda creen que falsificó. Su rostro afilado, de mirada cansada, oculto tras su larga cabellera y vello facial, le da apariencia de Cristo en la cruz, y algo tiene del personaje bíblico, pues es un maestro, pero carga con un peso que lo lleva por su propio calvario.

Marín, de 65 años, es considerado uno de los mejores pintores de Nicaragua, país al que regresó en 1977, tras estudiar en la Academia de Bellas Artes de Florencia, Italia, pero pocas veces ha logrado exponer en galerías nacionales y nunca fuera de las fronteras.

El magistral uso de la luz, el expresionismo que plasma, el surrealismo armónico, entre otras virtudes, hacen que los cuadros de este pintor ermitaño se ofrezcan como “un Marín” en internet, es decir, como una obra de arte valiosa, con precios de hasta 4.000 dólares.

Para un coleccionista millonario quizá no valga tanto, pero en Nicaragua, el segundo país más pobre de América Latina, es un precio apartado para creaciones de primer nivel.

“Las obras dependen de cada mercado, en Nicaragua ese es el precio máximo que se nos paga, para alcanzar el nivel de Armando Morales (1927-2011, sus obras se pagan en seis cifras), debemos buscar otros mercados”, confirma el maestro Sergio Velásquez, otro pintor de elite del país centroamericano.

Hay quienes consideran a Marín como uno de los mejores pintores vivos de Nicaragua. “¡Y del mundo!”, responde Marín, apresurado.

“¡Y del mundo!”, responde Marín, apresurado.

“Porque la pintura está en crisis, las cabezas están vacías, no por falta de técnica, sino porque se parece al cine: hay grandes producciones, con mucho mercadeo, pero mediocres”, sostiene.

Aunque sus ojos se irritan con cada sorbo de lo que fuma, y su estudio adquiere un olor artificial entre dulce y metálico, Marín explica sus obras como si fuera un científico.

Sin tapujos, revela por qué sus obras casi hipnotizan, por qué el espectador no las ve sino que las observa, cómo es que sus rincones atraen, al igual que sus espacios oscuros y los elementos que parecen obvios.

“Todo debe tener sentido, ahora pongo este punto, y hago esta línea, no es por hacer, debe comunicarse con la persona, como que platican”, dice, mientras termina uno de 30 cuadros de formato grande que espera exponer en Perú, en diciembre próximo, si el promotor y la embajada sudamericana se ponen de acuerdo.

Pero su cruz, en forma de dos hilos de humo entremezclados, es demasiado grande, entonces habla del crack entre sus dedos.

“Esto no me inspira, la uso para no dormir, no puedo parar, entonces me pongo a pintar, esto no me hace violento ni me hace mejor pintor”, sostiene, ya sin pena.

Velásquez lo confirma: “su calidad no depende de lo que consume, eso lo afecta de otra manera, en que no tiene oportunidades para que se conozca su obra”. Y quienes la conocen, se aprovechan, según su amigo Franklin Téllez, quien hizo pública la historia de Marín en redes sociales.

“Sí, tengo que venderlos a cualquier precio, porque no tengo acceso a galerías, siempre después escucho que los venden en miles de dólares, que uno se vendió en un millón, pero eso no sé”, reconoce el pintor.

Pero eso no lo frustra. Marín podría ser condenado a pintar para siempre y sería feliz, sabe que el sufrimiento viene incluido.

Publicado en La Prensa
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