Entrevista Exclusiva a Guillermo Long, ministro de Cultura de Ecuador

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Guillaume Long, Ministro de Cultura de Ecuador, defiende los logros sociales y políticos del gobierno de Correa

El gobierno de Rafael Correa comenzó en el 2007 como parte del viraje de América Latina hacia la izquierda. Muchos lo consideraron, junto a Venezuela y Bolivia, como uno de los ejemplos más radicales dentro del ala anti-neoliberal.

Sin embargo, en los últimos años, se han suscitado varios debates al interior de Ecuador sobre la naturaleza de este proyecto político, el uso del poder ejecutivo por parte de Correa, las políticas del gobierno hacia los sectores indígenas y su relación con los movimientos sociales.

Con esto en mente, conversamos con Guillaume Long, Ministro de Cultura y Patrimonio y encargado de las relaciones internacionales del partido de gobierno Alianza PAIS, sobre la situación de Ecuador. He aquí las respuestas que da a a las críticas que ha recibido su gobierno tanto a nivel nacional como desde ciertos sectores de la izquierda internacional, incluido Jacobin

El presidente Rafael Correa ha sufrido constante oposición a sus políticas por parte de la derecha y, recientemente, también desde ciertos sectores de la izquierda. ¿Cómo caracteriza usted estas tendencias?

Lo que desató la reciente ola de protestas fueron dos proyectos de ley propuestos por el Ejecutivo que atañen a dos de los temas predilectos de Marx: la herencia y la especulación. Las leyes en cuestión proponían medidas impositivas para combatir los altos niveles de inequidad que aquejan Ecuador, en el contexto de América Latina, el continente más desigual del mundo.

Los proyectos de ley afectaban tan solo a los sectores más pudientes de la sociedad. La primera ley incrementaba el impuesto a la herencia, del 35% al 47.5%, para los percentiles más ricos, mientras que lo reducía para los más pobres. Además, enfrentaba el problema de la proliferación de fideicomisos en paraísos fiscales en el extranjero. Aunque resulte difícil de creer, muchos miembros de la oligarquía ecuatoriana, incluyendo el alcalde de Guayaquil, la ciudad más grande del Ecuador, tienen sus propiedades registradas en paraísos fiscales fuera del país.

El segundo proyecto de ley, sobre la plusvalía, buscaba implementar un impuesto sobre las ganancias extraordinarias de la venta de tierras y propiedades. No iba a darse ningún incremento impositivo sobre las ganancias estándar. La medida, como en otras partes del mundo donde se han aplicado políticas semejantes, buscaba frenar la especulación de tierras, un fenómeno muy común en Ecuador que se ha saldado en el enriquecimiento ilegítimo de muchos. Esto disgustó a ciertas élites, y a pequeñas mafias especuladoras, con acceso privilegiado a información sobre la ubicación de futuros proyectos inmobiliarios o de desarrollo urbano.

La vieja élite política arremetió contra estas propuestas. Medios de comunicación abiertamente de oposición desinformaron a la población, haciéndole creer que los impuestos iban a afectar a las grandes mayorías, particularmente a las clases medias. En junio, manifestantes se volcaron a las calles para exigir al gobierno que retire los proyectos de ley y debilitarlo en el proceso.

Varios de los políticos de derecha más poderosos del país jugaron un rol clave en esta coyuntura. El banquero, exministro de Economía, candidato presidencial y ferviente neoliberal, Guillermo Lasso, fue uno de los actores principales en el llamado a tomarse las calles. Asimismo, Jaime Nebot, el alcalde de Guayaquil, incitó a la oposición. Nebot, uno de los colaboradores más importantes en el régimen represivo de León Febres Cordero, todavía es blanco de serias acusaciones que lo vinculan a casos de abuso a los derechos humanos y tortura. El nuevo y conservador alcalde de Quito, Mauricio Rodas, también participó en las protestas.

El eslogan de la oposición en las calles y en las redes sociales, «Fuera Correa Fuera» – a pesar de que Rafael Correa fue electo en primera vuelta tan solo dos años atrás con un abrumador 57% de los votos y una ventaja abismal de casi 35 puntos sobre el siguiente candidato – era evidentemente antidemocrático. La violencia y lenguaje de un sector de los manifestantes develaba claramente sus ansias por derrocar al gobierno, a pesar de que lo negaran más adelante.

El 15 de junio, con el objetivo de reducir las tensiones sociales, el presidente Correa archivó temporalmente los proyectos de ley y convocó a un gran diálogo nacional a fin de debatir estas medidas y otras propuestas para combatir los altos índices de inequidad en el país. Este llamado al diálogo dista mucho de la imagen de creciente autoritarismo que ciertos opositores al gobierno buscan presentar en los medios internacionales.

Tanto las motivaciones detrás de las protestas – oposición radical a medidas redistributivas que tradicionalmente han sido el baluarte de las izquierdas -, como la forma en que estas fueron concertadas – mediante manipulaciones propagandísticas de corporaciones mediáticas – son un muy buen indicador de la corriente ideológica que dio vida a estas manifestaciones. No fue, ciertamente, un espíritu de izquierda o revolucionario, que las inspiró.

Más allá de las fuerzas de derecha, la marcha indígena y el paro nacional, convocados el 13 de agosto contra Correa y Alianza PAIS, pretendieron representar un levantamiento popular contra un estado autoritario. ¿Qué opina al respecto?

Debemos dejar una cosa clara desde el principio: grupos minoritarios de izquierda llamaron a un paro general el 13 de agosto, pero este no ocurrió. No se cerraron los lugares de trabajo, ni hubo nada similar a lo que se entiende como un paro de trabajadores.

Lo que sí se suscitó fue una marcha indígena que agrupó algunos miles de manifestantes en las calles, sin que esta se compare con los levantamientos históricos de los años 90 que contribuyeron a la caída de varios presidentes neoliberales.

A pesar de que el tamaño de las marchas fue relativamente pequeño, y tal vez debido a su frustración por este hecho, las manifestaciones fueron excepcionalmente violentas y más de cien policías fueron heridos.

Es por ello que me sorprendieron los recientes artículos publicados en Jacobin, y en otros medios progresistas de Europa y Estados Unidos, sobre estas protestas y sobre Ecuador en general. Parece que un grupo de intelectuales de izquierda ha caído presa de la idea de que la Revolución Ciudadana ya no es digna de admiración y que, además, Ecuador enfrenta un «levantamiento popular» contra el gobierno del presidente Correa.

En algunos casos, esto está basado en un conocimiento pobre de la realidad ecuatoriana y en la confusión que se ha suscitado alrededor de los eventos recientes. En otros casos, estas posturas reflejan un trasfondo ideológico fuertemente arraigado en la crítica postmoderna a los procesos de construcción de los estados nacionales. A grandes rasgos, el discurso que alimenta esta perspectiva podría ser definido como anti-poder, anti-liderazgo y esencialmente liberal (aunque la palabra en boga sea «libertario»). Esta narrativa tiende a alabar a actores no estatales, a las ONGs y a una sociedad civil difusa (que no ha sido electa por nadie pero que siempre es presentada como esencialmente virtuosa), mientras que los gobiernos que intentan llenar el vacío dejado por la ausencia del estado neoliberal son tachados de enemigos autoritarios que deben ser resistidos. Este discurso, que se autoidentifica como «de izquierda», se disfraza ciertamente de una retórica radical, pero acaba aportando a la consolidación de una agenda política anti-estatal de carácter conservador. No logra escaparse de la trampa neoliberal que busca retratar al poder como exclusivamente concentrado en el estado, cuando resulta evidente que existen muchas otras formas de poder en América Latina; desde rezagos imperiales, grandes multinacionales, hasta oligarquías criollas y corporaciones mediáticas.

Entonces, ¿quién estuvo en las calles el 13 de agosto? ¿Cuál era la composición de clase de la oposición y sus objetivos políticos?

La mayor parte de la gente que salió a las calles el 13 de agosto provenía de las clases medias e incluso altas. Sin embargo, estuvieron acompañados por grupos autoproclamados de izquierda como la CONAIE, un partido llamado la Unidad Popular (en realidad el ex MPD, un partido supuestamente de tendencia maoísta) y un grupo de dirigentes sindicales con redes clientelares y corporativistas.

Algunos han querido proyectar a estos grupos de izquierda como los actores dominantes de los últimos sucesos. Sin embargo, ello implica obviar completamente el poder de las oligarquías e ignora, como mencioné previamente, que las protestas se originaron desde los sectores más ricos y poderosos de la población en reacción al incremento de impuestos. Este hecho no es menor y no debe ser desconocido, pues genera el contexto político en que los actores políticos han operado y, por ende, optado por sumarse o al contrario desmarcarse de las marchas de oposición.

Tampoco se puede olvidar que la CONAIE y la Unidad Popular hicieron varias declaraciones en contra del incremento de los impuestos sobre herencia y plusvalía, lo cual difícilmente tiene coherencia con una posición ideológica de izquierda. Es por eso que muchos dirigentes indígenas y varias fuerzas progresistas condenaron a la CONAIE por haber caído presa de la estrategia de la derecha.

Evidentemente, las élites de derecha del país se regocijaron con la actitud de algunos de los movimientos mencionados; apoyaron la marcha de la CONAIE, se pronunciaron a favor del levantamiento y del paro, con Lasso incluso llamando a sus seguidores a adherirse a las manifestaciones. Para la derecha la marcha de pequeños sectores de «izquierda» ayudaba a proyectar la imagen de que las protestas contra el gobierno venían desde múltiples sectores de la sociedad. Además, la CONAIE y sus aliados han enfatizado su oposición a la reforma constitucional que permitiría al presidente Correa postularse nuevamente al cargo. Oponerse a la posibilidad de la reelección es una de las prioridades más importantes de las élites políticas para impedir la continuidad de la Revolución Ciudadana y retomar las riendas del poder político en el país.

También sería un error pensar que estamos ante un divorcio reciente entre el gobierno y estos grupos. Varios de los opositores que se volcaron a la calle el 13 de agosto han estado en oposición al gobierno de Rafael Correa desde hace mucho tiempo. Pachakutik, el brazo político de la CONAIE, se rehusó a presentarse en la dupla presidencial junto a Correa en el 2006, año en el que este fue electo por primera vez. Prefirió presentar su propio candidato y recibió tan solo el 2,1% de los votos. Asimismo, el candidato de ese sector de la «izquierda radical» que participó en las elecciones del 2013 apenas alcanzó el 3,2%. Esto demuestra que hablar de una alternativa real de izquierda al presidente Correa es una falacia. La peligrosa alternativa sigue siendo una opción marcadamente de derecha.

La naturaleza radical, soberana, redistributiva y con fuerte arraigo popular del gobierno ecuatoriano significa que, hasta la fecha, conserva el apoyo de la mayoría de las fuerzas de izquierda ecuatorianas, entre ellas: el partido de gobierno Alianza PAIS, el Partido Comunista Ecuatoriano, el Partido Socialista, varios sindicatos, tres de los cuatro movimientos indígenas y campesinos más importantes del país (a pesar de que la CONAIE sea el más grande) e incluso el apoyo de Pachakutik en Chimborazo, la provincia con mayor porcentaje de población indígena del país.

A nivel internacional, todos los gobiernos de izquierda de la región, incluyendo los miembros del ALBA, han condenado las protestas como intentos de desestabilización al gobierno democráticamente electo de la Revolución Ciudadana y han roto relaciones con los partidos y movimientos detrás de las manifestaciones.

En resumen, hablar de un «levantamiento de izquierda» o peor aún de un «levantamiento popular» en contra del gobierno ecuatoriano devela una lectura errónea de lo que ocurre en el Ecuador contemporáneo.

Sin embargo, la CONAIE y la Unidad Popular dicen representar una crítica autónoma, tanto de la derecha como de los sectores de la izquierda que han sido absorbidos por el estado. ¿Qué opina usted de la crítica contra Correa por el impacto que las industrias extractivas tienen en los pueblos indígenas?

Ciertos medios de comunicación occidentales, incluso de corte liberal – en la acepción anglosajona de la palabra «liberal» -, han proyectado la imagen de que el principal conflicto político y social en Ecuador se da entre el estado y las comunidades indígenas, cuando la realidad es mucho más compleja.

En primer lugar, en esta narrativa, los pueblos indígenas son idealizados y tratados como la esencia de la virtud y la inocencia, frente a un estado que representa la monstruosidad modernista occidental. No es la primera vez que esta forma de infantilización racista ha sido disfrazada y presentada en buenos términos. La ideología detrás del «gobierno indirecto» del imperio británico en sus colonias y la noción del «buen salvaje» de Montaigne, con su posterior auge durante la Ilustración, también recurrían al mismo imaginario.

Los problemas en torno a los cuales se pretende explicar el conflicto entre los pueblos indígenas y el gobierno – explotación minera y extracción de petróleo – no son simples y no deben ser tratados a la ligera. En primer lugar, no existe una posición homogénea de los pueblos y nacionalidades indígenas en torno a la extracción de petróleo. El intento de hablar en nombre de las comunidades indígenas es una parte esencial del mito occidental de que los pueblos originarios rehúyen a la modernidad. En la práctica, los indígenas, al igual que el resto de la humanidad, suelen tener demandas muy modernistas, como son el acceso a la educación, salud y servicios sociales en general.

En segundo lugar, se debe evaluar seriamente lo atinado de suspender de repente toda actividad extractiva antes de haber completado – o incluso encaminado – una salida de la economía primario-exportadora. Más allá del colapso del estado ecuatoriano, esto implicaría el retorno a una economía latifundista, una reducción dramática de los recursos para combatir la pobreza (una de las principales causas de degradación medioambiental) y la carencia de capital de inversión para la diversificación de nuestra economía.

No hay duda alguna de que tenemos que dejar de ser dependientes del petróleo. Las economías petroleras están expuestas a ciclos de auge y depresión. Además, la extracción petrolera ha generado muchos problemas sociales, desde procesos de urbanización caótica hasta etnocidios. Pero un «no» simplista no es una propuesta viable, especialmente si consideramos que las mayores amenazas a nuestra biodiversidad, las principales causas de deforestación y daño ambiental en Ecuador, son la pobreza y el agresivo avance de la frontera agrícola. La pobreza y la falta de infraestructura sanitaria implican, entre otras cosas, que los deshechos de muchos pueblos y ciudades aún son descargados a diario en los ríos de la Amazonía.

De hecho, debemos reflexionar seriamente sobre si, hoy en día, la extracción petrolera sigue siendo la causa principal de los problemas sociales y ambientales que afectan a nuestra Amazonía. Hasta que dejemos de ser dependientes de la exportación de materias primas, lo cual nos coloca sin duda en una situación altamente desfavorable en la división internacional del trabajo, el petróleo sigue siendo nuestra principal fuente de ingresos para construir, por ejemplo, el alcantarillado y las plantas de tratamiento de agua, necesarios para combatir la degradación medioambiental generada por la pobreza.

Varios países del este asiático lograron los excedentes de capital necesarios para abandonar sus modelos económicos primario-exportadores mediante la explotación, a menudo despiadada, de su fuerza laboral. Nosotros no vamos a emular esto. ¿Acaso no pueden nuestros recursos naturales, utilizados de una manera responsable, ayudarnos a evitar la tragedia de la explotación laboral para la acumulación del excedente que necesitamos?

Tenemos mucho que aprender de los sistemas sociales del mundo indígena, sus conocimientos ancestrales y su cosmovisión. Cada nacionalidad indígena es la portadora de un gran legado cultural que debemos respetar y procurar entender. Pero al igual que admiramos el valor intrínseco de nuestra diversidad, debemos asegurarnos de no sucumbir ante la idealización ingenua de ninguna sociedad.

Esto no es una discusión nueva. La propia CONAIE ha estado inmersa en estos debates por mucho tiempo. Por un lado, los etnicistas (o esencialistas) siempre han sido escépticos de las interacciones con el mundo mestizo. La tentación es volver la mirada sobre el recuerdo de un pasado indígena mitificado, por ejemplo de estados indígenas como el Tahuantin Suyu, un imperio inca ahistorizado.

Por otro lado, una fracción al interior de la CONAIE, incluyendo la mayoría de sus fundadores, siempre denunció las raíces étnicas de los patrones de exclusión y dominación en Ecuador, pero también insistió en la importancia de combatir factores estructurales. Con un enfoque más de clase, analizaban el libre mercado, la ausencia del estado, la dominación extranjera, los patrones de propiedad de la tierra, y los muchos padecimientos del campesinado. Esta fracción de la CONAIE siempre se congregó tras un discurso que no negaba completamente la modernidad, pero demandaba que los indígenas no sean excluidos de ella y del contrato social.

Lastimosamente para la CONAIE, al pasar de los años, la fracción esencialista ha tomado cada vez más importancia, llegando a adueñarse poco a poco de la organización. La consecuencia ha sido el debilitamiento de la confederación y el declive de su madurez, sofisticación y liderazgo político e ideológico de los años anteriores.

Hoy, algunos líderes históricos de la CONAIE están aliados con el gobierno, o incluso forman parte de sus filas y fungen como servidores públicos. Otros han sido más críticos de la Revolución Ciudadana, pero se han rehusado a apoyar a la nueva cúpula de la CONAIE. Por todo esto, resulta imposible hablar de una «posición indígena».

En términos electorales, más del 60% de la población indígena, la cual comprende alrededor del 7% de toda la población ecuatoriana, votó a favor del Presidente Correa en la primera ronda de las elecciones del 2013.

Por todo lo anterior, describir la coyuntura actual como un supuesto enfrentamiento entre el gobierno ecuatoriano y los pueblos indígenas es una colosal falla de interpretación. Es evidente que la cuestión indígena es mucho más compleja de lo que cierta izquierda esencialista, arrogándose a menudo el rol de voceros de nuestros pueblos ancestrales, quiere hacernos creer.

De manera más general, ¿cuál es el programa del gobierno ecuatoriano y hasta qué punto han tenido éxito en su implementación?

La inmensa popularidad del gobierno – los índices de aprobación del Presidente Correa todavía superan el 60% – se debe al programa de la Revolución Ciudadana, que desde el 2007 ha conducido exitosamente el crecimiento económico del país y ha conseguido grandes avances en inclusión social y democratización mediante inversión pública.

La Revolución Ciudadana siempre rechazó el dogma neoliberal predominante de que solo la subordinación ante el mercado puede generar economías exitosas. El crecimiento económico ecuatoriano promedio anual ha sido de 4,3% a lo largo de los últimos 8 años de gobierno, a pesar de que Rafael Correa accedió a su cargo en medio de una recesión global y que Ecuador no tiene moneda propia, debido a la dolarización forzosa de nuestra economía después de una profunda crisis política, económica y social, causada por los gobiernos neoliberales de la década de los 90.

Aún más importante, es que los frutos del crecimiento económico han beneficiado a las grandes mayorías. Ecuador es uno de los países que más ha reducido pobreza en la región y, además, de los que más ha reducido desigualdad. El salario mínimo actual, 354 dólares al mes, es el salario mínimo real más alto de la región andina. Muchos de sus beneficiarios, hoy también registrados en el seguro social, solían ganar tan solo 70 dólares y no tenían acceso a cobertura de salud ni a pensiones jubilares. La tasa de desempleo (4.7%) es la más baja de la región, pero estamos conscientes de que los niveles de subempleo siguen siendo uno de los principales problemas que aquejan a América Latina.

El acceso a servicios sociales ha mejorado sustancialmente; el caso de la educación lo ilustra perfectamente. Ecuador ha construido 88 «escuelas del milenio» de gran escala y dotadas de las últimas tecnologías en los lugares menos favorecidos del país. Además el estado provee uniformes, libros, desayunos escolares (y en algunos casos hasta almuerzos escolares) de forma absolutamente gratuita a todos los estudiantes del sistema público. Las áreas rurales y los sectores tradicionalmente excluidos son los principales beneficiarios de estas políticas.

La inversión en educación superior, necesaria para transformar nuestra economía y alejarnos de las exportaciones de materias primas, alcanza el 2,1% del PIB; se trata de la tasa de inversión pública en educación superior más alta de la región, una de las más altas del mundo y es incluso mayor al promedio de los países miembros de la OCDE que es del 1,7% del PIB. Ahora, los servicios de salud pública son de acceso gratuito para todos los ecuatorianos. El estado ha construido doce mega hospitales y un centenar de hospitales más pequeños para cubrir las necesidades de la población. Esto demuestra que incluso – o quizás especialmente – en tiempos de crisis hay una alternativa amigable con el ser humano en contraste con el fatalismo de las políticas de austeridad.

Evidentemente estas políticas públicas han coadyuvado a crear cierto grado de estabilidad política. Entre 1996 y 2006, siete presidentes asumieron el cargo en apenas diez años y ningún jefe de estado logró terminar el periodo para el cual fue electo. En contraste, el 30 de septiembre de 2010, un motín policial con el respaldo de fuerzas de oposición pretendió orquestar un golpe de estado contra el presidente Correa. No obstante, esta vez los ciudadanos salieron a las calles para defender su nueva democracia.

Se ha recuperado la soberanía del Estado y de los procesos de toma de decisión en el ámbito de la economía, seguridad y política exterior. En 2009, Ecuador le pidió a Estados Unidos que devuelvan la base militar en Manta. No les agradó la idea y probablemente todavía nos guarden algún resentimiento por ello, pero se fueron.

Hemos conseguido todos estos logros sin el autoritarismo que usualmente plaga los proyectos de cambio radical: diez elecciones a nivel nacional en ocho años, incluyendo tres elecciones presidenciales (dos de las cuales fueron ganadas por el presidente Correa sin la necesidad de una segunda vuelta), múltiples plebiscitos y un amplio proceso de participación social para la construcción de la nueva constitución y el nuevo contrato social.

¿Cuál es la perspectiva a largo plazo para Alianza PAIS? Nos ha explicado su rechazo a la oposición actual, pero ciertamente hay necesidad de debatir el programa de gobierno de Correa y sus tácticas para la consolidación del proyecto.

Buscamos crear una sociedad más igualitaria que permita la emancipación de nuestro pueblo y el disfrute de sus libertades individuales. El fin último de nuestra acción debe ser la búsqueda de la felicidad de nuestros conciudadanos. Esto requiere pensar al desarrollo en términos materialistas, para que podamos erradicar la vergonzante pobreza que aun nos aqueja, pero también en términos post-materialistas: la armonía con la naturaleza es crucial, así como los bienes relacionales, el ocio, la creatividad, el pensamiento crítico, etc.

Por supuesto que queremos debate. De hecho, demandamos más espacios de discusión y un verdadero debate, que no caiga en los estereotipos y simplismos de siempre. Necesitamos una visión crítica de lo que se está haciendo en los proyectos progresistas de América Latina y un análisis serio de nuestros errores y déficits. No es fácil construir un estado sobre las ruinas de la anarquía neoliberal y del colapso institucional, especialmente frente a la hostilidad de los actores hegemónicos globales.

De hecho, quienes estamos inmersos en estos procesos, vivimos en una constante discusión. El gobierno ecuatoriano no está exento de mucho debate interno. No es una entidad homogénea sin tensiones en su seno; ningún gobierno lo es. Hay quienes demandan mayor radicalidad; otros, al contrario, opinan que el presidente Correa va demasiado lejos demasiado deprisa. Pero todos estamos conscientes de que sin una plataforma política amplia hubiese sido imposible que este gobierno popular llegue al poder.

Después de la caída del bloque soviético, parecía que esto estaba condenado a ser un sueño inalcanzable: una verdadera izquierda con la madurez para no sucumbir al conflicto armado de la Guerra Fría, la capacidad de ganar elecciones en el marco de una democracia liberal y, aún así, capaz de rehusarse a acatar los preceptos de la hegemonía neoliberal, la austeridad y el status quo.

Buscamos construir un estado nacional moderno, socialista, democrático y diverso, cada vez más alejado del estado latifundista y caudillista latinoamericano. Para ello, estamos pensando el desarrollo en términos diferentes y, por fin, haciendo las paces con nuestra realidad plurinacional e intercultural. Derrotarnos en nuestro propósito implicará el retorno a un estado casi fallido, con consecuencias nefastas para nuestro pueblo pero también para el planeta.

Obviamente no puedo refutar la acusación de que todavía no hemos desterrado al capitalismo. Pero ¿es esta realmente la vara con la que se debe medir nuestro proceso político? ¿No deberíamos juzgar los avances sociales, los logros democráticos, la creciente soberanía y los valientes intentos de cambiar nuestro porvenir en medio de un entorno internacional hostil?, que a menudo la autodenominada izquierda radical hace todo por agudizar.

Publicada en inglés en Jacobin / Traducida especialmente para NodalCultura
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