Un escritor y su crónica sobre la tragedia

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En Contexto
El 13 de noviembre de 1985 tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz la ciudad de Armero en Colombia fue arrasada por un alud de lodo y lava de diez metros de alto. 25 mil de sus 30 mil habitantes murieron por la catástrofe y la ciudad completa desapareció de la vista al ser sobrevolada.
Alberto Salcedo Ramos
El autor es periodista de la Universidad Autónoma del Caribe. Ha trabajado en varios periódicos y revistas, como El Universal, El Espectador y Cromos. Durante los últimos años se ha dedicado en gran medida a trabajar el periodismo narrativo. Ha publicado los libros «El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé», «De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas», «Los golpes de la esperanza» y «Diez juglares en su patio», este último en compañía de Jorge García Usta. Su texto «Por favor, ni siquiera orquídeas» figura en la Antología de Grandes Reportajes Colombianos, de Daniel Samper Pizano. Salcedo ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (tres veces), el Premio al Mejor Libro de Periodismo del Año (otorgado por la Cámara Colombiana del Libro) y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba. Para escribir «De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas» Salcedo Ramos pasó días y noches en la casa de Ana Cecilia Vargas, una sobreviviente de la tragedia a quien el fango y las cenizas le perdonaron la vida. Su relato, doloroso y a la vez esperanzador, fue incluido en este trabajo de 16 crónicas, escritas por el que es considerado uno de los mejores cronistas de Iberoamérica.

(Capítulo extraído del libro ‘De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho’)

Todavía hoy, trece años después, Ana Cecilia Vargas no se explica por qué su casa quedó en pie, el día que la erupción del Volcán Nevado del Ruiz borró a Armero del mapa.

Un poco después de las once de la noche de aquel miércoles 13 de noviembre de 1985, se fue la luz en el pueblo. Richi, el perro pastor alemán de la familia Osorio Vargas, comenzó entonces a ladrar con más desespero que por la mañana, lo que sus amos interpretaron como una consecuencia de la luna llena.

“Hoy estoy convencida de que el perro presentía la tragedia”, afirma Ana Cecilia, mientras le quita la envoltura al helado que uno de sus nietos le acaba de regalar.

“Yo estaba en el primer piso”, dice a continuación, “y desde allí vi un cerro que saltaba por la Avenida 18, donde vivíamos nosotros. Yo no tenía mis lentes y pensé que tal vez por eso era que veía un cerro que venía brincando a toda prisa hacia mi casa”.

Como la visión le pareció absurda, Ana Cecilia no le prestó atención. Y hasta se alegró de ser la única persona de la casa que permanecía despierta a esa hora, porque así se salvaba de que le dijeran que no estaba ciega sino loca. En seguida se fue a la cama y durmió seis horas de un solo tirón.

“Yo creo que fuimos los únicos en Armero que pudimos darnos el lujo de dormir”, señala Ana Cecilia. Su boca, untada de crema de helado, contrasta con la seriedad de sus ojos. “Mientras nosotros roncábamos, un río de lodo hirviente sacaba a casi 30 mil personas de sus casas y las zarandeaba como juguetes, antes de dejarlas tiradas entre los escombros”.

A las cinco y media de la mañana del jueves 14 noviembre, Ariel Osorio, el esposo de Ana Cecilia, se levantó de la cama. Estaba descalzo y sintió que pisaba tizones prendidos, en vez del piso frío que palpaba todas las mañanas. Su mujer abrió los ojos y lo saludó con una sonrisa.

El hombre encendió el radio, fiel a una vieja costumbre, y fue como si el locutor, desde su cabina de Bogotá, hubiera abierto las compuertas de una desgracia que para ellos había estado represada. Fue como si apenas ahora, con seis horas de retraso, la fatalidad entrara en la alcoba de los Osorio Vargas, dispuesta a devorar el último bastión de felicidad que quedaba en el pueblo. Armero estaría sepultado en un alud de fango, decía el locutor, y tal vez no habría sobrevivientes.

Ana Cecilia saltó indignada de la cama, pues nada más que en su familia había siete personas vivas, y le preguntó a su marido por qué los periodistas tienen la maña de matar a la gente con sus cifras exageradas.

Mientras los dos caminaban angustiados hacia la azotea, ella recordó los rumores de los últimos días, que hablaban sobre la inminente erupción del volcán. A las ocho de la noche del miércoles 13, algunos vecinos le habían contado que vieron caer en el pueblo, en horas de la tarde, una menuda llovizna de ceniza.

Cuando llegaron a la azotea, Ana Cecilia y Ariel vieron por fin lo que aún hoy les parece un milagro: el lodo se había tragado las primeras cinco casas de la cuadra, pero se había detenido justo en la casa anterior a la suya. En la acera de enfrente, en cambio, la avalancha no se detuvo sino que continuó su marcha destructora, y las ruinas se extendían hasta perderse de vista. En el caldo de fango en que se había convertido lo que tan sólo ayer era una avenida sembrada de almendros y bordeada por casas de colores, había cadáveres humanos, animales muertos, carros volcados, camas destrozadas, rocas monstruosas, trastos de cocina, árboles arrancados de raíz.

Por primera vez desde la muerte de su hijo Carlos, ocurrida diez años atrás en un accidente de tránsito, Ana Cecilia estalló en llanto. Sus aullidos histéricos despertaron al resto de la familia.

Resultaba irónico que el desastre que les cambiaría la vida para siempre se hubiera conocido en el resto del país antes que en la casa de ellos. Era como si la criminal avalancha se hubiera permitido la debilidad de no dañarles el último sueño en Armero.

“Yo pensé”, afirma Ana Cecilia, “que en cualquier momento la corriente de lodo volvería a avanzar del lado de mi casa, y decidí que no valía la pena que unos salieran para salvarse y los otros se quedaran para morirse. Entonces fue cuando le grité a mi familia: ¡De aquí no se va nadie! ¡O nos salvamos juntos, o nos morimos juntos!”.

La naturaleza les perdonó la vida pero les arrancó la patria, la tierra donde nacieron y se criaron algunos de ellos. Estaban por comenzar un peregrinaje que sólo terminaría nueve años después, cuando volvieron a conseguir casa propia en un barrio de Ibagué.

Y

Ana Cecilia me pide que la espere un momento, para ir a la cocina a darle una vuelta al arroz que está cocinando. Antes de hablar con ella, dos de sus nietos me habían prevenido: “Mi abuela se pone a cocinar y luego se distrae con otras cosas. Sólo se acuerda de lo que está haciendo, cuando le pega el olor a quemado”.
Hoy, sin embargo, la atmósfera no huele a carne carbonizada, sino a jabón perfumado.

La casa, donde sólo viven ella y su marido, está ubicada en una urbanización de Ibagué, construida por el gobierno. Allí viven ciento cincuenta familias afectadas por el alud de lodo. La urbanización fue fundada con un nombre que revela tal vez la intención de recuperar parte de la patria que les arrancó el volcán: Nuevo Armero. Pero por otro lado es como una resaca de la avalancha, una marca que les recuerda día a día, minuto a minuto, su condición de damnificados.

Entre los habitantes de Nuevo Armero hay lisiados y mutilados. Otros tienen sus miembros enteros pero todavía les duele el alma y no han encontrado la manera de olvidar.

Al principio, los moradores se reunían por lo menos una vez a la semana. Hoy se ven muy poco, porque, según le contaron algunos al periodista, tales reuniones les devolvían la amargura del pasado, pues no eran encuentros fraternales de vecinos, como en el viejo Armero desaparecido del mapa, sino congregaciones de víctimas que aún tienen las heridas abiertas.

Ana Cecilia, que acaba de regresar de la cocina, afirma que la tragedia los signó a todos. Pero advierte que su vida va mucho más allá del desastre de Armero y me aclara que ella, pese a que ha tenido razones para el llanto, siempre se ha esmerado por encontrar la risa. “Déjeme contarle toda mi vida”, dice, “para que vea que usted y los que la lean después se van a poner más alegres que tristes”.

Lo primero que me cuenta es que nació en El Líbano, Tolima, en 1915, en el hogar de Carlos Vargas Lozano y María del Pilar Ospina.

En 1918, se mudaron para Bogotá.

“Éramos una familia adinerada y respetada socialmente. Mis tíos eran descendientes del Marqués de San Jorge y ocupaban cargos importantes como la gerencia de algunos bancos de la época. Uno de ellos, mi tío José Vicente, era rector del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde estudiaban los presidentes de la república, y mi padre era uno de esos hombres elegantes que ya no se ven: andaba siempre vestido con traje de paño, corbata de seda, sombrero de copa, bastón inglés y gabardina italiana”.

Luego añade que a ella no le gustaba esa vida aristocrática, porque la obligaba a guardar unas maneras refinadas que reñían con su carácter. “A mí me gustaba era andar descalza, pelear a las trompadas como los hombres y jugar con los niños de la calle”.

Ana Cecilia habla con una expresión de bribona en el rostro. Mientras recuerda, vuelve a ser la niña descompuesta que, en vez de jugar a la golosa con sus hermanos, pateaba balones. Si hoy no sigue rompiendo vidrios en el vecindario, es solamente porque perdió los garbos de la infancia, pero la picardía que se le fue del cuerpo, sigue intacta en sus ojos. Y en todo caso, no ha dejado de ser traviesa. Con frecuencia —me contó su hijo Ariel— Ana Cecilia arroja una moneda de mil pesos en la mitad de la calle, y se esconde detrás de la ventana, a esperar el desenlace de su ocurrencia. Ni el repique del teléfono ni la caída de una centella la mueven de su escondite, mientras no haya visto la cara feliz del que encuentra la moneda.

De los cuatro hijos del matrimonio Vargas Ospina, sólo ella está viva. Ya murieron Francisco de Paula, Carlos y Julia Francisca, a quien le decían Paquita.

“Paquita fue mi gran amiga, a pesar de que era mi polo opuesto, la niña bien puesta en su sitio, la que se sentaba con las piernas cruzadas en forma correcta. Nos vestían igualitas, como si fuéramos mellizas, y al rato el traje de ella estaba reluciente y el mío degenerado”.

Ana Cecilia entrecierra los ojos con malicia y sonríe. Después me pregunta si todavía no me ha hablado del diablo.

“Cuando cometía una falta, me encerraban en un cuarto oscuro, para que me llevara el diablo”, dice entonces. “El castigo no servía para nada, porque yo, en vez de afligirme, empezaba a gritar: ¡diabloooo, ven rápido por mí!”.

El periodista sonríe, no tanto por la historia como por la manera en que su protagonista la cuenta: con los ademanes teatrales de una abuela buena que quiere ser graciosa ante sus nietos y recordarles que ella, ahí donde la ven tan apacible, también fue pilla. Mi sonrisa se transforma en carcajada y ella, estimulada por los resultados de su actuación, continúa de pie, engrosando la voz y alargando la palabra diablo de manera efectista.

“¡Diabloooooo, no seas cobarde! ¡Ven rápido por mí!”.

Ana Cecilia se sienta. Su carcajada se suma a las de todos los que estamos en la sala. Se ríe con tantas ganas que, al final, unas lagrimillas se escurren por los ángulos de sus ojos. Después se levanta de la silla y sale a dar una nueva vuelta por la cocina. Los dos nietos con los que me entrevisté antes de viajar a Ibagué me contaron que ella no sólo deja quemar el arroz sino que además suele hacer las mezclas gastronómicas más enrevesadas que uno se pueda imaginar. “Ella agarra las primeras cosas que ve en la nevera y las combina, sin complicarse la vida”, me dijo su nieto Ariel. “Una vez hizo un revoltillo de huevo con banano maduro”, ilustró María Isabel, “una cosa incomible que no se le ocurre sino a ella”. Ariel remató: “El único ser humano capaz de comerse esos disparates —y además con cara de felicidad— es mi abuelo. Claro que mi abuela casi nunca cocina. Generalmente hace el desayuno y compra el almuerzo y la cena”.

Entonces María Isabel, como para desagraviarla, señala que Ana Cecilia no necesita saber cocinar para ser la mejor abuela del mundo. “Ella nos enseñó a ver la vida de manera diferente. A mí me acostaba en una cama y me pedía que armara historias con base en las figuras que había en el techo”.

Cuando Ana Cecilia regresa a la sala, el periodista le pregunta a quemarropa si es cierto que ella es un desastre en la cocina. “Esos fueron los puñeteros de mis nietos”, dice, con una sonrisa que se desvanece casi en seguida, para dar paso a un rostro serio. “Lo que pasa es que yo siempre he vivido en mi casa como me da la gana y nunca me han gustado las obligaciones. El día que no quiero barrer, no barro. A estas alturas de la vida, creo que me he ganado el derecho a hacer solamente lo que me gusta”.

Ana Cecilia piensa que gran parte de su desorden de infancia se debe a que quedó huérfana de madre desde los tres años. Vivió interna en varios colegios, en los cuales se ponía la disciplina de ruana. Del único que no la expulsaron fue del Sans Façon, porque su padre tuvo el buen juicio de donarles a los directivos una legión de ángeles de mármol de Carrara, traída desde Italia. Ella cree —y lo dice con la misma sonrisa bandida de siempre— que con ese gesto su padre equilibró las cargas: les doy ángeles, para que soporten a ese diablo.

Cuando terminó el bachillerato, ya era una mujer hecha y derecha, y su padre la envió a vivir a El Líbano, a ver si por fin se corregía. Pero entonces cometió la más grande travesura de su vida.

“Un día estaba aburrida, porque no me había llegado la remesa desde Bogotá. Yo estaba hablando en la calle con una amiga y de pronto le dije: con el primer hombre que se asome por esa esquina, me caso. Y le tocó al pobre Ariel”.

Y

“De aquí no sale nadie”, repitió Ana Cecilia. Y todos obedecieron la orden. Entre los siete sobrevivientes de la familia había un bebé y un socorrista de la Cruz Roja. Este último, Fernando Osorio, estaba asignado para un turno especial la noche del 13 de noviembre de 1985, pero su novia Cristina llegó a visitarlo sin avisarle y él, que nunca había faltado al trabajo, decidió quedarse con ella, razón por la cual fue uno de los pocos socorristas de la Cruz Roja de Armero que se salvaron. Ana Cecilia diría, nueve años después, que la salvación de su nieto Fernando prueba que la irresponsabilidad no siempre es mala. Aquella mañana del jueves 14, sin embargo, Fernando estaba abatido por la impresión y parecía más muerto que vivo. Cuando se enteró de que diez de sus compañeros murieron entre el fango y los escombros, sin que el amor les concediera —como a él— una segunda oportunidad sobre la tierra, sintió que la gracia de haber sobrevivido tenía un tinte macabro.

Lo primero que hicieron los Osorio Vargas fue auxiliar a los Martínez, que habitaban en la casa inmediatamente anterior a la de ellos. En esa casa, el lodo cubrió solamente el primer piso. Dilia de Martínez y el resto de su familia se trastearon para donde Ana Cecilia, a través de la azotea.

Más tarde supieron que otras dos calles del pueblo quedaron con sus casas en pie.

“Si usted hubiera sobrevolado la Avenida 18 en un helicóptero”, observa Ana Cecilia, “hubiera visto que mi casa era como una gran burbuja blanca en medio del lodo”.

Atraídos por esa isla de salvación, varios sobrevivientes fueron llegando, a través de las partes menos profundas del lodazal, que a esa hora —mediodía del jueves— ya no era un pantano hirviente sino una masa endurecida y fría. Entonces Ana Cecilia decidió sacar al patio una olla grande, para hacerles comida a los damnificados.

Decenas de personas se arrimaban a comer, en las pausas del llanto. Al día siguiente, cuando Ana Cecilia y su tropa abandonaron para siempre lo que quedó del pueblo, el fogón comunal permaneció prendido, ya sin comida, ofreciendo hasta la última de sus llamas, compasivamente, a los que todavía se quedaban en Armero.
“Un día antes de la tragedia, mi hijo Ariel me había traído unos bocachicos”, cuenta Ana Cecilia. “Teníamos un mercado apenas suficiente para la familia, pero a última hora los panes y los peces se multiplicaron, como en la Biblia, y sirvieron para mitigar el hambre de todos los que llegaron a mi casa, por lo menos durante ese primer día”.

El rostro de Ana Cecilia mientras evoca el drama difiere del semblante de algazara con el que cuenta sus pilatunas de infancia. Es un rostro serio pero no débil, alejado de la risa pero capaz de mantener a raya al llanto. Sus nietos me habían informado que algunas veces, a solas, su alma flaquea al recordar los despojos de Armero, y entonces deja escurrir unas discretas lágrimas. Si la descubren, finge estar tranquila y dice lo primero que se le ocurre, para que la atención no recaiga sobre sus ojos adoloridos. Pero se pone en evidencia porque, por ejemplo, trata de decir algo sobre Ibagué y lo que le sale es la palabra Armero.

A propósito de su referencia a la multiplicación de los peces, Ana Cecilia empieza a hablar de Dios.

“Siempre he creído que la salvación de mi familia en Armero es un milagro y se lo he agradecido a Dios”, afirma. “Pero este tema también me ha creado mucha confusión, porque a veces me pongo a pensar que el Dios que me salvó a mí no puede ser el mismo que permitió que murieran 23 mil personas”. Ana Cecilia cuenta que, durante la violencia política de los años cuarenta, un sacerdote conservador que pretendía intimidar a los liberales con homilías apocalípticas fue amenazado por una multitud al término de una misa. El sacerdote, lejos de arredrarse, levantó la voz, maldijo a Armero y vaticinó que su gente sería arrasada como yerba mala de la faz de la tierra. La horda, enfurecida por la provocación, amarró al sacerdote a la montura de un caballo y luego lo arrastró por las calles hasta ocasionarle la muerte. Desde ese día, en los municipios vecinos ya no se referían a los habitantes del pueblo como armeritas, sino que les estampillaron un gentilicio infamante: “matacuras”.

La sanción fue más allá de las burlas mundanas: durante largos años, el arzobispo de Ibagué no designó sacerdote para Armero.

Aunque muchas personas mencionaban este incidente el jueves 14 de noviembre de 1985, Ana Cecilia se resiste a creer que Dios haya tomado represalias contra una gente trabajadora que no tenía nada que ver con el asesinato del sacerdote.

“Yo creo”, señala a continuación, “que lo que uno vive aquí abajo ya está escrito desde arriba, y que tanto las cosas buenas como las malas tienen una explicación que muchas veces los seres humanos no podemos dar. Quizás lo que ocurre es que Dios dispone de la vida de uno porque la necesita para fines más importantes que los que uno cumple aquí en la tierra”.

Ana Cecilia hace una breve pausa, antes de aclararme que ella cree en Dios a la manera de Tolstoy: no hay que ir a buscarlo en las iglesias, sino que está en el corazón de cada persona buena. Y en seguida me pide que le preste mi libreta de apuntes, para regalarme una frase que me permita recordarla a ella por el resto de mis días.

Cuando le presto la libreta escribe, con una caligrafía preciosa, las siguientes palabras: “La vida es demasiado grande como para que se acabe. La muerte no borra la vida de un plumazo. No es el fin sino otro principio. Todo ser humano es un territorio de Dios”.

Yo me inclino y la beso en la mejilla, y ella me dirige una mirada astuta. “Eso lo que quiere decir”, señala, con una expresión beatífica, “es que usted también cree en Dios. Y supongo que le pasa lo mismo que a mí: que cree en Él pero no es rezandero”.

“Yo lo que pienso”, interviene ahora, a manera de conclusión, “es que uno siempre trata de hallar una explicación superior. Los primeros hombres buscaban a Dios en un rayo o en una piedra. Nosotros seguimos buscándolo. Yo estoy de acuerdo con el que dijo que si Dios no existiera, habría que inventarlo”.

La noche siguiente a la tragedia fue tal vez la más fría que hubo jamás en lo que fue Armero. El frío y el cansancio se encargaron de doblegar a muchos de los que se habían salvado de la furia del volcán. Cerca de treinta sobrevivientes se acomodaron como pudieron en la casa de los Osorio Vargas, conforme a un adagio popular que establece que después de que las puertas se cierran, todo lo que hay adentro sirve de cama.

Un poco antes de que cayera la oscura noche, Ana Cecilia sacó todas sus mantas para proteger a los damnificados. Y cuando las agotó, empezó a sacar suéteres y camisas, y después descosió los colchones, a fin de habilitar los forros como cobijas.

A la hora de acostarse, sin embargo, nadie podía pegar los ojos. Tal vez porque sentían que, al dormirse, le otorgarían ventajas a la muerte. Quizás porque el sueño representaba el aislamiento mientras que la vigilia los mantenía unidos en la desgracia. En algunos casos la realidad era más simple: estaban tan apaleados que no podían dormir. El cansancio mismo los mantenía despiertos, pasmados.

Entonces empezaron a conversar sobre la catástrofe. Alguien cayó en la cuenta de que el volcán hizo erupción un día 13, pero no un martes sino un miércoles, como si los malos agüeros hubieran cometido un leve error de cálculo. Otro dijo que las autoridades sanitarias habían alertado sobre la inminencia de una epidemia de gangrena gaseosa, por lo cual se imponía la obligación de sacrificar a los animales domésticos y, posiblemente, amputarles los miembros a algunos sobrevivientes heridos. Otro relató que, en el momento en que principió la avalancha, se armó un tropel que ocasionó la muerte a muchas personas que trataban de huir.

“Lo que pasó”, le explica Ana Cecilia al periodista, “es que cuando se sintieron los primeros ataques de la corriente de lodo, una ola de pánico se extendió por todo Armero. Algunas familias completas subieron a sus automóviles para abandonar el pueblo. Cuando arrancaron a toda velocidad, se encontraron con que había gente que se les atravesaba en las calles, para solicitarles cupo en sus carros. Los conductores tenían que decidir entre la vida de ellos y la de los desesperados peatones que también querían salvarse, y eso terminó en una mortandad horrible que se anticipó a la que poco después produjo el volcán”.

Mientras cada quien aportaba lo que sabía sobre la última noche de Armero, Ana Cecilia recordó que, en su calidad de profesora de historia y de literatura, les había enseñado a sus alumnos que el pueblo estaba levantado sobre un terreno inseguro, debido a la proximidad del volcán Nevado del Ruiz.

En 1845, en efecto, una erupción del volcán precipitó sobre San Lorenzo de Armero una avalancha de 200 metros de altura, que sepultó cerca de 30 kilómetros cuadrados del Valle de Lagunilla y mató a más de mil personas. En sus clases, Ana Cecilia repetía de memoria la narración que un diario político y militar del siglo pasado, dirigido por José Manuel Restrepo, había publicado a propósito de aquella primera calamidad: “la avalancha de lodo cubrió y arrastró los bosques, lo mismo que si de paja fueran, así como las casas y los desgraciados habitantes que no huyeron. Los más quedaron sepultados y los menos se acogieron a los árboles que resistieron la fuerza del torrente. Un vasto pedazo del pueblo quedó cubierto de piedra, cascajo, lodo, arena y nieve. La capa de lodo era de metro y medio en su parte más baja”.

Lo más amargo de todo, pensaba Ana Cecilia, es que los armeritas tuvieron una segunda oportunidad y no supieron aprovecharla. De modo que ciento cuarenta años después lo que los mató no fue el volcán sino el desdén por la historia. Un desdén que no era producto de la arrogancia sino de la inocencia y, si se quiere, de la necesidad de tener un techo propio. Además, claro, del apego a un pedazo de tierra. Una patria chica.

“Sencillamente, nos parecía que éramos demasiado buenos para que nos matara un volcán. No medíamos el peligro. No creíamos que la naturaleza nos fuera a traicionar, precisamente a nosotros”.

Desde la última semana de octubre de 1985, circulaban los rumores de que en Armero estaba por suceder un desastre. El río Lagunilla se encontraba represado en unos cerros altísimos y, si se desgajaba desde arriba, podría sepultar al pueblo. La noche misma de la tragedia, las autoridades locales reunieron a los habitantes en el templo para informarles que la situación estaba bajo control y que, por tanto, no había razones para el miedo.

“La desgracia”, dice Ana Cecilia, “nos llegó por donde no la esperábamos: por el lado del volcán. El deshielo parcial del nevado fue el que provocó la avalancha. Claro que el río colaboró en nuestra destrucción, porque fue el que canalizó el lodo y nos lo mandó a una velocidad de más de 100 kilómetros por hora”.

El sueño, finalmente, venció a los damnificados albergados por Ana Cecilia, pero no a ella, que se quedó en vela durante un tiempo sin fondo y sin orillas, un tiempo que, según dice, ningún poder humano sería capaz de medir. Si la víspera había logrado dormir sin problemas mientras los demás padecían, ahora le tocaba a ella el turno del desvelo. Esta era la noche de su agonía, retrasada 24 horas por el azar. En el triste fulgor del fogón comunal del patio, reconoció que su vida en aquel espacio no tendría sentido después de aquellas horas desgarradas. Lloró con desconsuelo, con fuerza, como si acabara de romperse el dique de su pecho. El reposo que no había tenido durante el día, cuando se la pasó ocupada ayudando a sus paisanos, le dio la calma suficiente para descubrir cuán grande y hermoso era el reino que se había hundido bajo sus pies, y le hizo comprender de una vez por todas que las pérdidas eran ciertas e irreparables. Era el final, pensó, sin dejar de llorar. “Es el final”, se dijo en voz alta. Y fue como si la determinación de salir al día siguiente de aquel barrizal que le oprimía el corazón le hubiera quitado un peso de encima.

Por la mañana, tal vez no hubiera vuelto a llorar, de no ser porque los inspectores de sanidad decretaron la muerte de su perro Richi, junto con la de otros animales. Antes de que cayera una nueva noche larga sobre los despojos, se despidió de los damnificados y emprendió la retirada, al lado de su familia. Para tomar la trocha que los conduciría hasta Guayabal, el pueblo más cercano, los Osorio Vargas tuvieron que armar una pasarela con pedazos de cama, vestigios de los amores y de los sueños destrozados por la insania de la naturaleza.

“Lo peor no fueron las tablas”, aclara Ana Cecilia, con un rostro grave. “Lo peor fue que nos tocó utilizar cadáveres para construir el puente que nos llevó a tierra firme. Los colocábamos uno encima del otro y en hileras, para no hundirnos en las partes hondas del lodo”.

A esa hora, tres de los hijos de Ana Cecilia —Eduardo, Ariel y María Emilia— que vivían en diferentes ciudades, ignoraban que tanto ella como el resto de la familia estaban a salvo.

“Llegamos a Guayabal después de varias horas de camino. Allá nos quemaron la ropa que llevábamos puesta, por temor a que tuviéramos gangrena gaseosa y fuéramos a propagarla. Ese día empezó realmente la nueva vida de nosotros. La otra vida que Dios nos concedió”.

Y

“Con el primer hombre que se asome por esa esquina, me caso. Y le tocó al pobre Ariel”.

A Ana Cecilia le pareció, a juzgar por lo que dijo a continuación, que mi rostro era incrédulo.

“Esa misma cara que usted acaba de poner”, observa, “la puso mi amiga cuando yo dije aquellas palabras. Tal vez pensó que era otra de mis bromas, pero no. Yo estaba hablando en serio”.

Luego cuenta que, apenas vio a Ariel Osorio, empezó a seducirlo de la manera más descarada, y él ni siquiera tuvo el cuidado de hacerse el hombre difícil, o de por lo menos guardarse algunas cartas en la manga, sino que por el contrario peló el cobre de su debilidad y mostró que era capaz de caerse de bruces ante la primera mujer que le coqueteara.

Antes de seguir adelante con la historia de Ariel, Ana Cecilia aclara que ella, sin ser dueña de una belleza extraordinaria en su juventud, era infalible a la hora de conquistar, porque usaba con acierto sus pocos encantos.

Cuando le pregunto a qué encantos se refiere, dispara una respuesta inesperada que me pone en aprietos.

“Eso tiene que decirlo usted. Dígame, ¿qué encantos me ve?”.

Le digo que me parece una persona valiente, sensible, de estupendo humor y que, de alguna manera, al entrevistarla me siento como uno más de sus atónitos admiradores.

Ana Cecilia me mira como si me acabara de pillar en una falta. Como si el de las travesuras fuera yo. En seguida señala que, aunque lo que le acabo de decir le parece muy simpático, no tiene nada que ver con lo que estamos hablando.

“Yo ahora tengo los años encima y sé que no es como antes”, advierte. “De todos modos, supongo que usted puede quitarme las arrugas y devolverse en el tiempo, a ver cómo quedo”.

El periodista calla. Se siente apabullado. Pero Ana Cecilia no afloja sino que vuelve a la carga de manera inmisericorde.

“Ahora sí, dígame: ¿cuáles son los encantos que me ve?”.

Si me devuelvo cincuenta años, le digo —pensando en una vieja fotografía que los nietos de Ana Cecilia me mostraron en Bogotá—, quedaría una mujer con una tibia piel morena, un cuerpo pequeño y quizás delgado, pero con exquisitas formas; una sonrisa que lo hace sentir a uno tranquilo y un par de ojos que lo amarran a uno casi sin que se dé cuenta.

“Lo de los ojos es verdad”, dice, complacida y vanidosa. “Al hombre que yo miraba lo dejaba frito”.

Frito. Así estaba Ariel Osorio el mediodía en que Ana Cecilia empezó a conquistarlo, con mañas demasiado desenvueltas para la época. Era tan grato estar al alcance de aquellos ojos, ser por una vez el dueño de aquella malicia silvestre, que no valía la pena dañar el momento preguntándose si no sería embuste tanta belleza.

“Yo simplemente jugaba, me divertía”, cuenta Ana Cecilia. “Y Ariel se veía asustado, como no sabiendo si creer o no creer lo que le estaba pasando. La amiga que estaba conmigo disimulaba la risa y yo seguía haciendo mi trabajo. La verdad es que el hombre fue cayendo facilito, más rápido de lo que yo pensaba”.

Y cayó sin dolor ese mismo día. Ariel ignoraba que Ana Cecilia era, en aquel momento, novia de su hermano Víctor Osorio y de otros dos hombres del pueblo: Pedro Muñoz y Carlos Escobar. En realidad, todos desconocían los noviazgos de Ana Cecilia con los otros. Un día ocurrió un chasco de esos que hacen pensar que la vida a veces remeda a las malas telenovelas.

“Yo estaba en el parque”, dice, “y de pronto vi que los cuatro se acercaban a mí. Cuando los vi juntos pensé que ya conocían mi jueguito y venían dispuestos a desenmascararme. Pero también pensé que era algo normal que se juntaran, ya que los cuatro eran amigos. Así que había que guardar la calma”.

Ana Cecilia repitió la última frase: “Había que guardar la calma”. Y su sonrisa socarrona estuvo a punto de estallar en una risotada. Tuve la impresión de que no me estaba contando una historia vieja, sino que la estaba protagonizando en este preciso momento. Y pensé que una persona capaz de guardar como un tesoro una picardía de hace 60 años, protegiéndola del tiempo, de los menoscabos de la memoria y de la furia de un volcán, se merece la felicidad de vivirla de nuevo.

“Todavía hoy me sorprendo del recurso que utilicé para sortear la situación”, confiesa Ana Cecilia, con ojos radiantes. “Sin mirar a ninguno de los cuatro, dije: ‘Les presento a mi novio’. Y ahí mismo empezaron a darse la mano los unos con los otros, porque todos se sintieron aludidos”.

La intención de Ana Cecilia era seguir con los cuatro novios, pero casi sin darse cuenta fue cayendo en su propia trampa. No había una sola noche en que no pensara en los ojos azules y en el pelo rubio de Ariel Osorio, ni una sola mañana en que no se sentara detrás de la ventana de su casa, para verlo atravesar la calle en su camión. Paradójicamente, cuando comprendió que los otros tres no le interesaban —nunca le interesaron, en realidad—, Ariel no volvió a pasar. Ese día mordió el polvo, se sintió culpable. Se comparó con una niña que, para hacerse la chistosa, alborota el avispero, y luego observa cómo los demás huyen a las carreras y la dejan sola, con su necedad y su picazón. Si no estaba Ariel, ¿para qué elegir el vestido más bonito de su guardarropa? Ana Cecilia perdió el apetito y entendió que su risa no era invulnerable.

El alma le volvió al cuerpo cuando supo que Ariel no se había desaparecido por gusto sino porque se encontraba en un viaje de negocios. Durante su ausencia, sin embargo, Ana Cecilia siguió sentada tras la ventana, bordando y luego deshaciendo lo ya bordado, como si tratara de averiguar cuántas puntadas medía la lejanía de su hombre.

En esos días, mientras tejía y destejía, mientras esperaba juiciosa la reaparición del viejo camión Ford, se le ocurrió, por primera vez en su vida, que tal vez podría ser una buena esposa. Descubrió que, a pesar de su pretensión de ser diferente a las otras mujeres de su familia, ella también soñaba con un príncipe azul, un hombre que la amara a sol y sombra y la tratara como una reina, y le construyera una casa para parir y criar a 12 hijos.

Hoy, Ariel está sentado al lado de Ana Cecilia, pero no escucha la historia que ella cuenta, debido a que ha perdido gran parte del sentido de la audición. De vez en cuando, ella levanta la voz y le pregunta algo, generalmente una fecha, y él responde en forma inmediata, como si llevara siglos esperando la pregunta.

“¿Cómo era que se llamaba la canción esa que tú me dedicabas?”.
“¿Cómo?”
“¿Que cómo se llamaba la canción que tú me dedicabas cuando éramos novios?”
“Ah, esa es una de las más bonitas de Agustín Lara: ?Solamente una vez’”.
“Con esa canción”, le dice Ana Cecilia al periodista, “Ariel me puso a tambalear. Cuando regresó de su viaje, empezamos el noviazgo en firme. Yo no cabía en la ropa porque él me visitaba todos los días. Como él siempre ha sido tan especial, dejaba el camión cuando me iba a ver y llegaba a mi casa a pie. A mí me parecía un detalle muy lindo. Yo le recibía las visitas a través de la ventana”.

Ana Cecilia explica en seguida, sin que se lo pregunte, que le tocaba atender las visitas a través de la ventana, para esconder una relación que su familia no hubiera compartido, ya que una Vargas no podía ser novia de un chofer de camión. En la casa de los Osorio también había graves reparos, con el argumento de que una mujer que había mantenido relaciones simultáneas con dos hermanos resultaba peligrosa.

En este punto, Ana Cecilia admite que si ella hubiera estado en el pellejo de los Osorio, seguramente habría tenido las mismas prevenciones. Y añade que hace cinco años fue con Ariel a visitar a Víctor, en Cúcuta, y lo encontró muy achacado. Ana Cecilia piensa —y me lo dice guiñando un ojo— que el deterioro de Víctor no fue producido por problemas de salud sino por la frustración de no haber sabido, como su hermano, ganarse el corazón de una mujer tan buena como ella.

¿En dónde falló Víctor y acertó Ariel?, le pregunto.

“Lo que pasa es que Ariel era un mono divino”, dice, “y donde manda el corazón, no manda nada más”.

“Además”, advierte ahora, con un rostro en el que se mezclan la emoción de la mujer enamorada y la diversión de la niña juguetona, “Ariel fue tan inteligente que adivinó mis gustos, y supo, sin que se lo dijera, que yo detesto los floreros y adoro la lectura. Él no me enamoró a punta de flores sino de periódicos. No hubo un solo día en que no me llevara el periódico”.

Habían transcurrido varios años de noviazgo, durante los cuales Ariel no había pronunciado siguiera la palabra matrimonio. Entonces Ana Cecilia agarró el toro por los cuernos. Igual que el mediodía en que lo conquistó con un solo estacazo de sus ojos, lo convenció sin problemas de que debían casarse pronto, para que sus familias no fueran a separarlos para siempre.

“Nos casamos”, señala Ana Cecilia en voz muy alta, mientras le toca el hombro a Ariel, “el cinco de noviembre de 1942. ¿Cierto, mono?”.

“Sí, ya sé que fue el cinco de noviembre del 42”, responde su marido, con la respiración agitada. “Pero apuesto a que no recuerdas qué día era”.

Ella simplemente encoge los hombros y Ariel aporta, una vez más, el dato preciso: “Era jueves y nos casamos a las cuatro y media de la madrugada”.

Ana Cecilia revela que ella fue quien decidió que el matrimonio fuera por la madrugada, para que nadie viera la escena de su primer beso. El periodista se declara desconcertado por esta última revelación, pues no hubiera imaginado que una mujer que tenía cuatro novios al tiempo fuera a recibir el primer beso apenas ahora, a la salida de la iglesia.

“Yo tenía cuatro novios”, dice, “pero todos eran de mandar papelitos con frases y cosas de esas. Mi primer beso tenía que dárselo al hombre que me llevara al altar. Eso siempre lo tuve claro”.

El periodista se siente como si la persona que le contó que había asaltado varios aviones a mano armada reconociera de manera inesperada que tan sólo estuvo en la ventana de su casa, jugando con una granada de plástico. También piensa que, en el fondo, Ana Cecilia era una niña lúdica que sólo quería jugar, como sus hermanos, pero no elegía el juego del materile sino el de los novios, para sentir que era diferente, acaso superior.

Ana Cecilia lo admite y vuelve rápidamente, un poco ofendida, al tema de aquel primer beso en la iglesia. Pero esta vez es el periodista quien presiona y no está dispuesto a dejarla salir por la tangente.

“Si lo que quiere que le diga es que yo también soy una mujer tradicional”, brama con cara de disgusto, “no se lo voy a decir. Si eso es lo que usted ve, entonces dígalo, pero conmigo no cuente”.

De repente, todos nos hemos quedado callados, tensos. En la mesa de la sala hay una fotografía de María Isabel, la nieta de Ana Cecilia. El periodista se dedica a observarla. Y María Isabel, que es muy bella, lo mira desde la foto con sus ojos azules y le regala una sonrisa espléndida, que hace menos incómodo el silencio. Lo más inquietante de la imagen es que la muchacha tiene la cabeza rapada. “Esa es mi nieta María Isabel”, dice Ana Cecilia, sin resistir la tentación. “Es la única persona en mi familia que heredó mi manera de ser. La única”.

Luego, con los ojos iluminados por el orgullo, me informa que, cuando su nieta se rapó la cabeza, causó revuelo entre la población masculina de Cúcuta. “Cuando las mujeres vieron el impacto que produjo María Isabel con su corte de pelo, ahí mismo empezaron a calvearse”. Y entonces, con una larga carcajada, Ana Cecilia y el periodista se reconcilian.

Los cálculos de Ana Cecilia aquella madrugada del cinco de noviembre de 1942 fallaron en la forma más estrepitosa. A la salida de la iglesia, una multitud de curiosos que esperaba a la pareja le abría calle de honor y le arrojaba arroz crudo, en medio de vivas y de risas que se multiplicaban hasta producir mareo. Ella pensó en el lugar común de que ojalá se la tragara la tierra. Pero Ariel estaba resuelto: de un zarpazo, la apretó por la cintura, como si creyera que se le iba a escapar a última hora, y la besó en la boca.

“De sólo acordarme me vuelve a dar vergüenza”, afirma. “Las mujeres de hoy no entenderían eso, porque ellas, antes de casarse, generalmente les dan a los tipos toda la mercancía”.

Ana Cecilia manifiesta que aquel primer beso fue “puro y elegante”, como todos los que ella y su marido se han dado en público. Yo le pregunto que en qué consiste un beso puro y elegante, y ella me dice que se trata de un beso que los demás pueden ver, sin sentir asco.

“La pasión es muy bonita para expresarla en la intimidad”, agrega, “pero muy aburridora para vérsela a los demás. A mí me gustan mucho las telenovelas, pero siempre aparto la vista cuando llegan los besos. ¡Qué baboseadera tan cochina!”.

El día de la boda, Ariel y Ana Cecilia se fueron a pasar la luna de miel en una finca de la familia Osorio. Todavía con el vestido blanco, Ana Cecilia se sentó sobre una piedra y se quedó callada, mirando hacia un punto impreciso del horizonte. Cuando Ariel le preguntó si estaba rabiosa o preocupada, ella recostó la cabeza contra el hombro de él y aflojó un llanto largo, como si acabaran de decirle que el juego había terminado y, en adelante, lo que le caería encima era la parte más seria y solemne de la vida.

Durante los primeros años de casados vivieron en El Líbano, donde nacieron Carlos, Ariel y María Emilia, los hijos mayores. La violencia política los obligó a partir hacia Cali. En Cali pasaron muchas penurias económicas, por lo que decidieron devolverse. Cuando venían de regreso hacia El Líbano, se detuvieron en Armero, porque una tempestad había destrozado el puente de Lagunilla. Allí se quedaron y lo que en principio parecía apenas un alto en el camino se fue convirtiendo en la residencia definitiva de la familia. Sobre todo por el nacimiento de su hijo Eduardo.

En este punto, Ana Cecilia le hace un guiño al periodista y, como una niña que le da cuerda a su querido muñeco de pilas para que diga una gracia, le pregunta a su marido qué día llegaron a Armero.

“El dos de abril de 1950”, responde el viejo, sin pensarlo dos veces. Luego fija en su mujer una mirada mansa. “A la entrada del pueblo nos encontramos con un muchacho que había vivido en El Líbano y al que tú le habías bordado camisas cuando él era niño. ¿No te acuerdas?”.

Ana Cecilia sonríe. Sigue lamiendo uno de los tantos helados que consume durante el día.

“Ese muchacho”, continúa Ariel, con las palabras entrecortadas por su acelerada respiración, “fue el que nos convenció de que debíamos quedarnos. Nos dijo que él estaba seguro de que en Armero nos iría mejor que en El Líbano. Y así fue como nos quedamos. Al principio vivíamos arrimados en la casa del doctor Juan de Dios Arellano”.

En Armero, Ana Cecilia se dedicó a la artesanía, aprovechando las habilidades manuales que tuvo desde pequeña. Hacía pirograbados, bordaba blusas y elaboraba bodegones repujados en cuero y en pergamino. Ariel, entre tanto, transportaba carga en su viejo camión.

Durante los primeros años en el pueblo, pese a que había estudiado filosofía y letras en Armenia, Ana Cecilia vivió exclusivamente de su actividad artesanal y de los viajes de su marido. Cuando fue a solicitar trabajo como maestra, el funcionario encargado de los nombramientos le dijo sin ruborizarse que no la podía emplear, porque ella era liberal. El obstáculo se superó con un golpe de malicia: Paquita se hizo nombrar en el puesto, con el argumento de que ella era la conservadora de la familia y odiaba a su hermana Ana Cecilia.

“Yo era la que dictaba las clases”, dice Ana Cecilia, con una expresión vivaracha en los ojos, “mi hermana era la que reclamaba el cheque y mi marido y yo lo cobrábamos por ventanilla”.

Al año siguiente, un político conservador, viejo amigo de su padre, nombró a Ana Cecilia en propiedad. Ya en ese momento era muy querida por sus estudiantes, debido a que no los trataba con las distancias típicas de la época, sino con una cierta complicidad. Nunca los castigó ni física ni sicológicamente, como se estilaba entonces, y en todos los años en que fue educadora jamás un alumno perdió su materia. Jugaba con ellos en los recreos, los acompañaba a tomar café y visitaba en sus casas a los discípulos de menor rendimiento, para conocer sus problemas y colaborarles en la solución. A algunos, incluso, los ayudaba a hacer las tareas que ella misma les había encomendado.

“Mi experiencia como educadora”, dice Ana Cecilia, esta vez con el rostro serio, “me enseñó que la autoridad no depende de que el profesor actúe como si fuera un ser superior e inalcanzable. También aprendí que una cosa es ser profesor y otra cosa es ser un maestro. El primero dicta clases. El segundo se esmera por educar más allá de las aulas. Todo el mundo habla de los alumnos brutos, pero yo creo que a veces los brutos son los profesores”.

Ana Cecilia llevó su camaradería hasta el punto de adoptar el hijo de una de sus alumnas. La muchacha quería abortar para evitar problemas con sus padres, pero Ana Cecilia le hizo ver que con un embarazo tan avanzado esa decisión resultaba peligrosa y le prometió que si el bebé nacía ella se lo criaba.

A los pocos meses, sin avisarle a su marido, se presentó en la casa con su nuevo hijo. Algunas amigas suyas le habían dicho que tal vez Ariel no recibiría el bebé, pero ella siguió adelante sin vacilar, de la misma manera en que, pocos años atrás, había asegurado que con el primer hombre que pasara por su casa se casaba.

Ana Cecilia evoca la historia con una mirada en la que se mezclan el júbilo y la ternura. Luego, con una voz quebrada por la emoción, me dice que le gustaría morirse con el recuerdo del gesto que hizo su marido y de las palabras que salieron de su boca, el día que ella llegó a la casa con el niño.

“Yo traté de contarle lo que había pasado”, explica, mirando al viejo con ojos amorosos, “pero creo que él ni siquiera me oyó. Apenas vio al niño, sin averiguar quién era, lo cargó y pareció volverse loco. Y dijo una frase de la que me acuerdo todos los días: ‘Este niño nos pertenece’”.

Los ojos de Ana Cecilia están humedecidos. Su marido, que con seguridad no ha escuchado el relato, permanece ausente, lidiando con las veleidades de su respiración. Ella lo mira de nuevo y afirma que se siente orgullosa de haberse casado con un gran hombre. “Un hombre entero”, según sus palabras. Un hombre que la arropó con afecto en todo momento, que no le recortó ni un milímetro de su espacio propio y jamás movió un dedo para imponer su voluntad ni para violentar la personalidad de ella.

El niño, que fue bautizado con el nombre de Jaime, era el único de sus hijos que se encontraba con ellos el día de la erupción del volcán. “Lo crié como si lo hubiera parido”, advierte Ana Cecilia. “Y no por caridad sino por amor, porque siempre lo sentimos como nuestro. Porque él también nos alegró la vida. Lo que no le dimos a él fue exactamente lo mismo que tampoco pudimos darles a los otros”.

En este momento, Ana Cecilia mira con severidad a uno de sus nietos, que se apresta a resolver el crucigrama del periódico, que ella había dejado a medio llenar sobre la mesa del comedor. El nieto entiende el mensaje y se aparta de la mesa en el acto. Ella se dirige de nuevo al periodista. Esta vez su rostro no es serio ni nostálgico, como durante los últimos minutos, sino eufórico. Acaba de recordar una anécdota que le devuelve, íntegra, su vieja bribonería.

“Uy, oiga esto: una vez mi encopetada familia Vargas estuvo a punto de sufrir un colapso, porque alguien me preguntó que cuántos hijos tenía y yo dije que tenía cinco, cuatro con Ariel y uno por fuera del matrimonio”.

Ana Cecilia se ríe con ganas de su propio chiste. Y luego le dice a su nieto que, en vez de robarle los crucigramas, vaya a la tienda a comprar tres helados, uno para ella, otro para el esposo y uno para el periodista.

Ariel y María Isabel, sus nietos, me habían contado en Bogotá que los gastos mensuales de Ana Cecilia en helados sobrepasan los cien mil pesos.

“Además de los helados que ella compra”, me dijo Ariel, se come los que nosotros le regalamos. A todos los hijos y nietos que la van a visitar, les pide uno para ella y a veces uno para mi abuelo. Mi abuela vive con un helado en la boca. Parece que fuera el mismo de siempre, que nunca se le acaba”.

“Es que la rutina de mi abuela es invariable”, terció María Isabel. “Tú abres los cajones de los armarios y ves que las cosas están dispuestas igual que hace quince o veinte años. En esa casa el tiempo es inmóvil: ella sigue siendo niña y los objetos nunca se mueven de su sitio ni se ponen viejos”.

“Tienes que pedirle que te muestre las cartas de los novios que tuvo por correo”, sugirió después María Isabel. “Están en la tercera gaveta del clóset del cuarto de ella”. De esa recomendación se acordó el periodista cuando vio a la abuela riéndose de su apunte sobre el hijo extramatrimonial. La historia de los novios epistolares es divertida: a los pocos años de vivir en Armero, Ana Cecilia decidió que ya era tiempo de procurarse un poco de acción, de volver a sus juegos de soltera. En una revista Life leyó la carta desesperada de un hombre que admitía estar urgido de amor. La correspondencia estaba fechada en Ciudad de México, por un tal Jaime Zumaya Vega.

Ella le escribió una carta deliberadamente apasionada, que firmó con el seudónimo de Helena Ospina, una vecina solterona y amargada que tenía en Armero que, si se hubiera enterado de la ocurrencia, la habría ahorcado. A vuelta de correo, Ana Cecilia recibió unas palabras nerviosas, agradecidas, en las que el remitente decía haber encontrado por fin la tabla de salvación que necesitaba para no arrojarse al abismo.

Después vino otra carta y luego la otra. Cartas iban y venían hasta cuando el hombre de México anunció que viajaría a Colombia para casarse. Asustada, Ana Cecilia le escribió a Zumaya una última y definitiva carta, esta vez con el nombre de Ángela Ospina, en la que le informaba que Helena, su hermana menor, había muerto en un terrible accidente de tránsito.

“Mi mamá tuvo varios romances por carta, todos con personas del extranjero”, me dijo Ariel Osorio Vargas en su casa de Ibagué, mientras nos devorábamos un plato de lechona tolimense. “Les escribía con un nombre cambiado y, cuando los tipos querían armar viaje para Colombia, ella mataba al personaje del cual se habían enamorado”.

“Claro que ella no solamente tuvo novios”, precisó Ariel, con unos ojos que se ríen solos, como los de su madre. “También tuvo varias novias. Me acuerdo ahora de Berta Puig, de Cuba, a quien le mandaba esquelas sentimentales con el seudónimo de Carlos de la Pava”.

El noviazgo más célebre fue el que sostuvo con el peruano Juan Destre, a quien le enviaba cartas firmadas con el nombre de María Emilia Osorio, que aún estaba soltera y que jamás hubiera sospechado que su madre la incluiría dentro de su plantilla de amantes imaginarios.

A diferencia de los otros novios de correo, Destre se presentó en Armero sin avisar, por lo que no hubo tiempo de sacar a María Emilia de la escena inventándole un viaje a Europa, que era lo que Ana Cecilia había previsto para este caso, ya que le resultaba imposible inmolar a un personaje que se llamaba como su hija.

Cuando el hombre llegó, un sábado por la tarde, Ana Cecilia encerró a María Emilia en una habitación y le contó su nueva travesura, más angustiada que divertida. María Emilia se sublevó, de manera inesperada, y amenazó con irse de la casa, para que fuera su madre quien afrontara el lío que había armado. Ana Cecilia sintió que le iba a dar un soponcio. Destre, entre tanto, esperaba en la sala, conversando con Ariel y con Carlos.

“Yo creo que ese ha sido el apuro más serio de mi vida”, dice Ana Cecilia, mientras guarda en un monedero las vueltas que le trajo el nieto que fue a comprar los helados. “Tuve que rogarle de rodillas a María Emilia y prometerle que nunca más tendría enamorados por correspondencia, para convencerla de salir a la sala a atender a su novio”.

“Porque, después de todo”, añade Ana Cecilia, con una expresión de irresponsable felicidad en el rostro, “el tipo era novio de ella, no mío”. Y larga una nueva carcajada, más sonora que todas las anteriores. El periodista quiere saber si el haber ilusionado a hombres y mujeres con frases falsamente amorosas; si el haberlos atraído de tal manera que no les quedara más remedio que aventurarse a encontrar la voz que generaba aquel encanto con la palabra, no producía en Ana Cecilia cargos de conciencia. Nada de eso, me responde ella, con énfasis. Y me conmina a no olvidar que el único que vino a Colombia lo hizo por su propia cuenta y riesgo. Además, opina que una persona que se toma en serio lo que no es más que un ejercicio contra el tedio debe de tener graves problemas emocionales.

María Emilia salió al encuentro de Destre y durante ese día y el siguiente mantuvo con él un noviazgo de mentiras, un noviazgo de no menos de dos metros de distancia, vigilado de manera implacable por sus hermanos, que de vez en cuando cruzaban miradas de festejo, como si estuvieran por fin en el convite que les habían prometido. María Emilia, en cambio, sentía que le había tocado la parte más aburrida del circo, algo así como alimentar al burro. De Juan Destre no le gustaban ni los zapatos, le decía a su madre cuando se la encontraba sola por alguno de los pasillos de la casa. Ni los zapatos, repetía en su pataleo. Y si ese tipo se ahogaba, insistía con desagrado, ni siquiera el sombrero se le salvaría.

Ana Cecilia le aconsejaba, con cara de madre solidaria, que tuviera paciencia. Y por dentro se desternillaba de risa, porque sentía que ya no se iba a morir sin haber visto la obra maestra de su perversidad.

El mediodía del domingo, Ana Cecilia puso a hornear unas papas, para brindárselas al huésped. Cuando la comida estaba servida, su hijo Eduardo la estropeó por accidente, al volcar sobre el plato el azul de metileno con el que Ana Cecilia pintaba las artesanías.

¿Quién dijo miedo? Ana Cecilia puso el rostro más digno que le fue posible y salió al comedor con aquellas papas azules, humeantes y medio desbaratadas.

Con una seriedad en la voz que no flaqueó ni siquiera ante las risitas burlonas de sus hijos —incluida María Emilia— le dijo a Destre que no podía permitir que se marchara para el Perú sin probar el plato típico de los armeritas, las papas a la blue.

Destre ingirió las papas sin toser ni una sola vez y no dio muestras de sentirse incómodo por la cantidad de ojos que se multiplicaron sobre su plato, para no perderse el acontecimiento máximo de aquella velada inolvidable para la familia.

Por la noche se despidió cordialmente, pero lo cierto es que no se supo nada más de su vida. No hubo más cartas, ni más promesas de amor y ni siquiera mandó una tarjeta de agradecimiento.

La historia me recuerda, inevitablemente, los cuentos de humor negro de Saki. No la festejo con una risotada sino con una cierta sonrisa ladina. En cambio Ana Cecilia goza a carcajada limpia, como si le hubieran dicho que esta risa sería la última de su vida. Cuando termina de reírse, ordena, en medio de toses, que le traigan un vaso de agua. Entonces se dirige al periodista.

“Si yo no tuviera el don de la risa, quién sabe qué habría sido de mí. He tenido muchos motivos para postrarme deprimida en un rincón. Y no me refiero solamente a la tragedia de Armero. Yo he tenido que pasar por muchas pruebas tristes. ¡Muchas! Pero siempre he creído que la vida vale la pena y aquí estoy, feliz a pesar de todo, y a punto de cumplir ochenta y cuatro años”.

Y

“Arribamos a Guayabal después de caminar durante varias horas”, dice Ana Cecilia. “Allá nos dieron ropa nueva y nos vacunaron, por si acaso teníamos gangrena gaseosa. En seguida viajamos a Ibagué, adonde llegamos por la madrugada. A esa hora fue cuando los hijos se enteraron de que estábamos vivos”.

Entonces comenzó la transhumancia de Ariel y Ana Cecilia. Vivieron, en primer lugar, en Venezuela, donde Ana Cecilia, ya pensionada como maestra, se volcó de nuevo sobre la artesanía. Esta vez, se dedicó en forma exclusiva a una modalidad que nunca antes había practicado: la cerámica.

“Muchos años después he llegado a creer que tal vez me dediqué a la cerámica con el ánimo de cobrarle una revancha al barro”, me dice Ana Cecilia, con un rostro reflexivo. “Aunque no era una decisión consciente, era como si yo pretendiera que el barro me devolviera por lo menos una parte de lo que me quitó en Armero”.
“Claro que esas cosas son irrecuperables”, añade, después de una pausa en la que se había quedado mirando hacia la calle, pensativa. “Nadie me va a traer de nuevo a los seres queridos que se hundieron en el lodo. Nadie. Sólo me consuela pensar lo que siempre he dicho: que la muerte no es el final de la vida y que los que se fueron nos están esperando”.

El periodista pregunta para qué le sirvió, entonces, el barro. Y Ana Cecilia contesta que la cerámica le ayudó a despejar la mente y a ganarse unos pesos. Muy pocos, precisa, pero en todo caso resultaron útiles para costear el penoso exilio que les impuso el volcán. Una opción afortunada que por desgracia no tuvieron todos los que se salvaron, me recuerda. Y cita una crónica de Germán Santamaría en la que se informa que muchas mujeres sobrevivientes se prostituyeron en carpas de camino, urgidas de pan y de techo, y desesperadas por el pésimo manejo que el gobierno le dio al plan de atención a los damnificados.

“La cerámica, volviendo a su pregunta, me devolvió la fe por mis manos”.

Mientras habla, Ana Cecilia coloca las palmas de las manos a la altura de sus ojos. Las mira, las voltea hacia el lado donde está el periodista, gesticula suavemente con ellas. Son manos pulidas, pese al diario trajín posterior a la tragedia de Armero.

“Yo he amado mis manos y he amado con ellas”, señala a continuación. “He mirado con mis manos. He sentido a través de ellas. No sé qué habría sido de mí si me hubieran faltado. Se me ocurre que lo único que puede remplazarlas es el corazón”.

Cuando menciona el corazón, Ana Cecilia se toca el pecho, como si estuviera recitando un poema ante sus alumnos. Su rostro es serio pero no parece triste ni resentido. Ella piensa —y me lo dijo varias veces a lo largo de nuestras conversaciones— que a la vida hay que buscarle siempre el lado positivo. Y observa que, aparte de que tiene esa convicción, de todos modos su carácter posee un sentido primario del gozo, que la conduce siempre por las rutas donde no hay dolor o donde lo hay pero es menor. No es que ella, por sistema, se pregunte dónde está la fiesta para irse a bailar, sino que su espíritu es espontáneamente dichoso, y tarde o temprano encuentra la luz allí donde las mentes atormentadas sólo perciben nubarrones. Así ha podido sobreponerse a muchas adversidades, como la desaparición de Armero y, sobre todo, la temprana muerte de su hijo Carlos.

El 15 de mayo de 1975, Ana Cecilia recibió una llamada telefónica de María Emilia, que en ese momento estudiaba su carrera en Bucaramanga, al igual que su hermano Carlos. No era muy tarde en la noche, pero ya desde el primer repique del teléfono Ana Cecilia intuyó la desgracia. En la voz de María Emilia se advertía una calma fingida. En realidad, estaba dominada por un dolor agudo que su excesivo rodeo delataba a leguas. Su madre, haciendo un gran esfuerzo por mantener el control, le pidió que fuera al grano. La mala noticia salió entonces de un solo chorro: Carlos había muerto en un accidente de tránsito.

“La muerte de un hijo es dolorosa pero no es lo peor que le puede pasar a uno”, me dice Ana Cecilia. “Le juro por Dios, por los restos de mi hijo Carlos y por mis otros hijos, que cuando María Emilia me dio la noticia, sentí que no era tan mala como la que yo me había imaginado”.

El periodista pregunta con avidez cuál es esa cosa terrible que puede ser peor que la muerte de un hijo y Ana Cecilia responde sin vacilar. “Peor que la muerte de un hijo es su sufrimiento. De eso no me cabe la menor duda”.

En los ojos de Ana Cecilia no hay ni una pizca de dolor. Su voz no tiembla mientras evoca al hijo muerto. Por el contrario, lo que le veo en este momento es esa firmeza que brota de las convicciones más íntimas, esa tranquilidad que le viene de saber que, pase lo que pase, no habrá poder terrenal ni sobrehumano que la convenza de que vivir no es hermoso. Pienso, además, que es una persona coherente, de una sola pieza. Y vuelvo una y otra vez, mientras escribo esta crónica, a la frase que estampó en mi cuaderno de notas: “La vida es demasiado grande como para que se acabe…”.

Ahora escucho de nuevo su voz, que insiste en la muerte de Carlos.

“¿Sabe qué era lo que yo temía cuando María Emilia daba vueltas y no se atrevía a darme la noticia de la muerte de Carlos?”, me pregunta, mirándome a los ojos con resolución. “Temía que a mi hija la hubieran violado, o la hubieran torturado de manera espeluznante, hasta sacarle del alma las ganas de seguir viviendo. Temía que mi hijo estuviera en una cama, convertido en un deshecho lamentable, y que se quedara así por el resto de su vida”.

Sin embargo, Ana Cecilia confiesa que su reacción primaria ante la noticia fue explotar en un llanto histérico. Aunque pensara que Carlos simplemente se le había adelantado en el viaje, de todos modos resultaba triste la certeza de que nunca más lo vería, nunca más le traería un helado, nunca más escucharía su risa. En cuestión de horas, recobró el ánimo, al pensar que su hijo murió sin haber sido víctima de la maldad humana, sin conocer el sufrimiento y después de haber hecho lo que quiso mientras estuvo vivo.

Después de vivir dos años en Venezuela, Ariel y Ana Cecilia se mudaron para la casa de su hija María Emilia en Cúcuta. Allí estuvieron hasta principios de marzo de 1994, cuando el gobierno les entregó su casa en la urbanización Nuevo Armero, de Ibagué.

“¡Fueron nueve años, nueve años sin saber a dónde diablos íbamos a detenernos por fin!”, exclama Ana Cecilia, con una cierta indignación en la voz.

Lo primero que hicieron en su nueva casa fue montar, entre los dos, el taller de cerámica. Trabajaban juntos de día y de noche, pues a esas alturas Ariel ya estaba retirado de su viejo oficio de conductor de camión, y ahora era el que armaba los moldes y preparaba el horno, mientras su esposa diseñaba las figuras, moldeaba la arcilla y manejaba las ventas.

Ana Cecilia piensa que la cerámica la acercó mucho más a su compañero, le permitió conocerlo mejor y la reafirmó en su convicción de que se había casado con un gran hombre. Ariel nunca en su vida le había puesto atención a la artesanía, y Ana Cecilia cree que lo hizo sólo por ella, por no dejarla sola en aquellos años difíciles en que prácticamente tuvieron que empezar de nuevo.

Esa adoración de Ana Cecilia por su marido, según me informaron todos los miembros de la familia con los que me entrevisté antes y después de conocerla a ella, se ha hecho más expresiva en la vejez. De unos siete años para acá, Ana Cecilia, que siempre fue cariñosa pero no melosa, le dedica frases de amor a su mono, le acaricia el pelo en forma constante, solicita a sus nietos que le tomen una foto mientras lo besa en la boca, habla de él casi todo el tiempo, lo protege como si fuera un florero delicado que en cualquier momento pudiera romperse.

Desde hace dos años, Ariel, que es un año menor que Ana Cecilia, respira con mucha dificultad y es víctima de mareos repentinos, por lo cual debe usar un bastón en forma permanente. Además, duerme varias veces durante el día. Ella, por su parte, también está un poco achacada por problemas de circulación en una de sus piernas. A estas alturas, ninguno de los dos sale a la calle, como antes. Él lee todos los días, de cabo a rabo —avisos clasificados incluidos—, el periódico, pero nunca toca el crucigrama, pues sabe que ese feudo es de su compañera. Ella, que ya no puede bordar porque la vista no se lo permite, elabora flores con plumas de gallina. Hace un año, cuando se cansó de trabajar la cerámica, le regaló el taller a una de sus vecinas, y hasta tuvo el detalle de capacitarla durante dos meses. Regalar, a propósito, es una de las cosas que más hace. No hay un solo día en que no prepare una jarra de agua de panela, para brindársela a los indigentes, con pan caliente. Los chicos de la calle jamás la llaman señora ni doña, sino abuela o simplemente Anita. Le hacen bromas confianzudas, juegan con ella, le piden cualquier cosa, especialmente dinero, menos sus helados, única cosa que Ana Cecilia no comparte con nadie.

Como es tan botarate, su hijo Ariel decidió hace un tiempo administrarle la pensión.

Cuando las primeras sombras de la noche empiezan a caer sobre la ciudad, Ana Cecilia y Ariel se sientan a las puertas de su casa, en sendas mecedoras. Allí reciben los adioses de final de la tarde, barajan los recuerdos y siempre llegan a una conclusión feliz: lo que les ha ocurrido desde cuando se casaron ha valido la pena. Lo malo no fue tan malo, ya que pudo ser peor. Y lo bueno, que es casi todo —los hijos, los nietos, los biznietos, la palabra compartida que nunca se les agota, la dicha de estar juntos—, no se los quitará nadie.

“Mi marido no tiene comparación”, dice Ana Cecilia, obsesiva. “Yo siempre fui más mandona y de más carácter que él, y quizás por eso, cuando estábamos recién casados, creí que podía manejarlo a mi antojo. Pero un día que empecé a provocarlo con una cantaleta, me dio una lección que fue como una cura de burro: me dijo que yo estaba metida en un grave lío, porque quería pelear y él no quería, y que entonces se iba para la calle, a ver cómo diablos me las arreglaba peleando yo sola”.

“Nunca me levantó la mano ni la voz”, añade, “¡nunca!”.

Ana Cecilia se calla un momento y luego dice que, a pesar de que existan los buenos maridos, son las mujeres las que sostienen los matrimonios. Así mismo, afirma, son ellas las que lo acaban, por voluntad o por falta de inteligencia.

El periodista, sonreído, le pide que explique en detalle esta curiosa teoría.

“Lo que pasa”, responde, “es que hay muchas mujeres que creen que son dueñas del marido, y una no es propietaria sino compañera de su hombre. Yo no sé qué diablos hacía Ariel cuando no estaba conmigo, ni me compliqué la vida imaginándome estupideces. Simplemente me comporté como lo que siempre he sido: la única, oiga bien, la única”.

“Bueno, pero también hay hombres posesivos y celosos”, dice el periodista.

“Sí, pero ese defecto es más común en las mujeres. Y de cualquier manera, es estúpido y dañino”.
“Nunca me hice daño”, insiste, “pensando en lo que simplemente no había visto ni quería ver. Yo era yo y eso no lo cambiaba nadie. Las otras me importaban un bledo. Lo que Ariel hiciera a mis espaldas no era mi problema, siempre que me respetara y me diera amor”.

Luego sonríe y cuenta que un día, por pura casualidad, pilló a su marido “mal parqueado”.

“Yo iba pasando por una calle y de pronto vi el carro de él. Me acerqué sin malicia, solamente para saludarlo. Si hubiera sabido que estaba con una mujer, me hago la desentendida, porque, le repito, una no está para ver ciertas cosas. Cuando llegué, Ariel le tenía una mano agarrada y le estaba pidiendo que se fueran para una cabaña en Honda. Ellos todavía no me habían visto cuando yo dije: ¿cómo así que se van para Honda? ¿Acaso aquí mismo no hay moteles buenos?”.

Ana Cecilia festeja la anécdota con una carcajada, prueba de que no tomó aquel incidente como una humillación sino como una travesura maravillosa, de esas que a ella le encantan. A continuación, le guiña un ojo al periodista y le pregunta a su marido, con voz muy fuerte, qué se hizo aquella mujer con la que ella lo sorprendió en el camión. Ariel la mira sin decir ni una sola palabra. Fue la única vez que no aportó ese dato preciso por el que su mujer indagaba, aunque estaba claro que había escuchado muy bien la pregunta.

“Yo adoro a mi mono”, dice entonces Ana Cecilia, posando la mano con delicadeza sobre el cabello de su compañero. “Lo adoro tanto que quiero que se muera primero que yo, para atenderlo como se merece hasta el último minuto. Yo sé que sus hijos lo aman y sabrían cuidarlo si yo muero antes que él. Pero no tendrían ni mi paciencia ni mi efectividad. Además, una vieja estorba menos que un viejo”.

En ese momento, uno de los nietos, digno heredero de su estirpe, hace un ademán travieso con las manos y, de sopetón, se dirige a Ana Cecilia: “Abuela, ¿y de aquello qué?”.

“Aquello fue buenísimo mientras funcionó”, responde la abuela, bandida como siempre. Luego, con un rostro inocente, hace un apunte del más refinado humor negro: “Ese fue el primer volcán que me atropelló”.

En la sala se produce una risotada tremenda. El único que no disfruta es el viejo, que nos mira con extrañeza, como si sospechara que nos estamos volviendo locos. Cuando el estrépito cesa, Ana Cecilia se queda pensativa. Con ese gesto afirma que si hubiera un botón que les permitiera a ella y a su marido recuperar el fuego de la piel, no dudaría en apretarlo, porque —repite con ojos plácidos— aquello sí que fue increíble. Pero como no se puede, añade, toca seguir recogiendo los otros frutos de la cosecha. Frutos que, por ventura, son abundantes y preciosos, me dice con orgullo. Y vuelve a mencionar a los hijos, a los nietos y a Dios, antes de sacar pecho y anotar que el placer de ver a su hombre en la cama todas las mañanas, cuando se despierta, no se compra con ninguna moneda de este mundo. “Me encanta ver sus ojos azules a través de la débil luz de una vela”, señala.

Esto último lo descubrió hace siete años, el cinco de noviembre de 1992, cuando la familia entera se reunió para celebrarle las bodas de oro. Terminada la fiesta, Ana Cecilia apagó las bombillas eléctricas y, a través del fuego de las velas que permanecieron encendidas, sintió que mientras cuente con los ojos de su marido ninguna luz será escasa, ninguna oscuridad será total. Lo vio hermoso, indestructible. Fue ese día, según me dijo, cuando concluyó que, a pesar de que el dolor de Armero quizás la acompañe hasta la tumba, los que conozcan su historia tendrán que decir que ella, con la ayuda de Dios y gracias a su propio valor, ha sido más fuerte que todas las tragedias juntas.

Cuando apagó las velas aquella noche, fue como si también hubiera terminado de apagar el volcán.

Ibagué, febrero de 1999

Publicado en Semana
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