Nereo López: El fotógrafo colombiano que no se quería enrrutinar

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Por Guadi Calvo para NodalCultura

“No tengo melancolía de las viejas cámaras,
ni de los amores añejos,
ni de las viejas costumbres,
ni de las viejas palabras
y mucho menos de los antiguos gobiernos”,
Nereo López

Nereo López nació en 1920, en una Colombia que apenas se despertaba del siglo diecinueve. Abandonó muy joven su Cartagena natal para radicarse en Barraquilla, la misma que tanto deparó al joven García Márquez, con quien compartieron muchas noches en la mítica cantina La Cueva con el legendario Grupo Barranquilla, formado por Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Luis Vicens y Enrique Grau, entre otros futuros artistas e intelectuales. Nereo, además, formó parte del equipo de la primera y única película que dirigió el aracateño, llamada “La Langosta Azul”, en 1952.

Junto a Hernán Díaz, fueron los primeros fotógrafos colombianos en conseguir reconocimiento internacional. A la vez que también llegaron a ser los primeros que lograran publicar libros con su obra fotográfica. Díaz, lo haría en 1963 con “Seis pintores colombianos” (Alejandro Obregón, Enrique Grau, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero y Armando Villegas) y Nereo, con “El libro de los oficios infantiles” de 1964 y “Los que esperan y su imagen” de 1965, ambos con textos del escritor Jaime Paredes Pardo.

A lo largo de su vida, Nereo publicó una docena de libros, entre ellos: “Cali, ciudad de América”, en 1966 y con textos de Alfonso Bonilla Aragón, “Herederos del mañana” de 1979 que fue acompañado por escritos de Germán Arciniegas; “Aracataca-Estocolmo. Premio Nobel a García Márquez”, de 1983; y “Nereo López. Un contador de historias”, de 2011, cuyas reseñas estuvieron a cargo de Santiago Rueda Fajardo y César Peña,

Nereo López, gracias a su innata necesidad de caminos, se posicionó como el gran exponente de la fotografía documental de Colombia mientras Hernán Díaz se abocó mucho más al trabajo de estudio.

El estilo de López estaba fuertemente influenciado por Luis Benito Ramos y Leo Matiz. Dos precursores que buscaron reflejar la espontaneidad de los personajes o escenas que capturaban en espacio urbanos.

Nereo López desarrolló una larga carrera como reportero gráfico en medios como El Tiempo, El Espectador, Cromos, en las revistas norteamericanas Time y Life y el periódico brasileño O Cruceiro.

Como él mismo lo dijera: “A mí me tocó por entonces cubrirlo absolutamente todo, desde un pocillo hasta una mujer desnuda, desde los rictus de un presidente hasta el rostro maltrecho y triunfal de un campeón de box”. Sin obviar los muchísimos viajes que le tocó hacer por el interior de su país, tuvo dos experiencias muy importantes e inolvidables: fue el único fotógrafo colombiano que formó parte de la comitiva del Papa Paulo VI, en todo su periplo colombiano de 1968 y en 1982, y cuando acompañó a su viejo amigo Gabriel García Márquez a recibir el Premio Nobel a Estocolmo.

Su labor como reportero grafico le permitió fotografiar casi todos lo rituales campesinos, los grandes festivales del vallenato, corridas de toros, cárceles, el misticismo de la Guajira, la desbordada geografía del Amazonas, Campañas políticas, Peregrinaciones y a innumerables artistas de los últimos cuatro décadas: desde el pintor Alejandro Obregón al músico Rafael Escalona, los escritores Álvaro Mutis, el mencionado García Márquez, políticos como Alfonso López Michelsen, Misael Pastrana Borrero, artistas como Martha Traba, intelectuales como Germán Vargas Cantillo, Manuel Zapata Olivella, y cantantes como Carlos Vives.

A lo largo de su carrera periodística realizó importantes reportajes gráficos, como: “El secuestro del menor Nicolás Saade” en 1954; “Un pintor llamado Obregón”, de 1960; “El guajiro colombiano” y “El río Magdalena, civilizado y salvaje”, en 1961, y «Toros desde la barrera» de 1970.

En 1964 la crítica de arte Marta Traba curó su muestra “El hombre cada día” en el Museo de Arte Moderno de Bogotá.
Reconocido a escala internacional, Nereo realizó importantes exposiciones en Praga, México Madrid, Caracas, Moscú y Nueva York.

La segunda vida de Nereo López

A la edad en la que la mayoría de las personas busca un lugar confortable para reposar y desensillar, Nereo López decidió huir de los apremios económicos que lo sujetaban a Bogotá e inició una nueva etapa en Nueva York. Donó más de cien mil negativos a la Biblioteca Nacional y partió, en el 2000 y con ochenta años, a una nueva aventura.

Siempre sintió que, alguna vez, tendría que experimentar cómo era la vida en una gran ciudad y por eso mismo no dudo en cambiar radicalmente y emprender una nueva etapa.

Decía haber recorrido más de cien galerías fotográficas, de las147 que tiene Nueva York, y al comparar inevitablemente su trabajo con el de muchos otros colegas instalados en la ciudad más cosmopolita y artística de Estados Unidos, llegó a la conclusión de que su obra “estaba entre las buenas”.

Se instaló en Harlem, en un modesto departamento que en realidad era un estudio de fotógrafo con baño y cocina. No tardó mucho en llenarlo de revistas, libros, álbumes y archivo. Rápidamente se adaptó a las nuevas tecnologías y armó un taller de visualización y edición de imágenes.

Tampoco dejó de lado sus proyectos personales como su “Visions from my knees” (Visiones desde mis rodillas), una serie de fotografías capturadas furtivamente con su cámara disimulada en sus rodillas cuando viajaba en el metro.

Otro de sus proyectos pendientes era “Una canoa para la vida”, del que expresó: “Desde siempre los medios de transporte me han interesado como tema para mis reportajes y ensayos fotográficos: del submarino hasta el burro. Caballo, tren, barco, avión, helicóptero, he viajado en todos”. Su idea era publicar lo que llamaba “la Nereoteca”, una colección dedicada a distintos temas de no más de 70 imágenes cada uno: “La selva grita”, “El amor es un número par”, “Viaje a la nostalgia”, eran algunos de sus títulos.

Nereo López fue el autor de las más emblemáticas fotografías colombianas desde que hay registro. Quizás sea su pequeño reportaje “El entierro” (Soacha, 1958), donde se halle concentrada toda su genialidad, dominio de la técnica y calida de encuadre. Tres únicas imágenes que conforman en si mismas un relato cerrado, donde nada sobra, pero nada queda fuera. Una historia mínima, encontrada, no buscada, pero que da perfecta muestra de su talento. El cortejo de los campesinos acompañando en mitad del desierto, en una soledad apabullante, a un ataúd que apenas se distingue, como si intentaran una celebración de la vida más que un culto a la muerte.

“El entierro” define el estilo de este hombre que a los 80 se decidió a vivir otra vida, siempre fiel a sí mismo. La muerte lo cruzó en agosto pasado, a los 95 años, pleno y vital para no “enrrutinarse”, como él mismo decía.

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