Lucho Silva, el patriarca del saxofón ecuatoriano

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Al hablar de jazz, se tiende a relacionar este género con virtuosismo. No obstante, existen más condimentos para que esta receta musical sea buena. Uno en particular es el carisma, o como decimos en ‘el manso’: la chispa, la gracia. Y de esto, Luis Silva Parra tenía de sobra. El saxofonista era, sobre todo, un guayaco de cepa, de la época en la que la globalización no había masificado los slangs del extranjero para introducirlo en el lenguaje de nuestro país. A eso se le agregaba su gran sentido del humor. Su padre le decía de niño: “Vas a ser un gran músico o vas a ser un payaso”. Así, era habitual escucharlo distendido, contando anécdotas de cuando paraba en Quito y Clemente Ballén, reducto al aire de libre de los lagarteros. “Lo más bello es ser lagartero. Tocar un sereno de diez sucres y que el condenado enamorado en la tercera canción arranque el carro y salga volando, sin pagar.Teníamos que regresar a pie. Nos hacían ‘perro muerto”, decía.

Luchito, como lo conocían sus allegados, llevaba en las venas una herencia artística. Sobrino del poeta porteño de la generación decapitada, Medardo Angel Silva (uno de sus hijos se llama como él), mostró interés por la bohemia desde los 5 años. Su padre, el violinista y director de orquesta Fermín Silva De la Torre, fue pionero del Jazz en Ecuador con la Silva Jazz Band. Fue él quien decidió responder los estímulos del aún pequeño Lucho para introducirlo al mundo de la música. Empezó con el clarinete, no le gustó. Fungió de maraquero con su padre en eventos sociales, pero los dibujos de saxofones desperdigados por su casa daban cuenta de que su futuro estaba con este instrumento.

Lucho siempre expresó sus sentimientos hacia el saxo: “Es mi compañero musical y mi amor más grande”; “el saxo es mi mejor amigo”. Y la lista de calificativos entrañables puede continuar. Este instrumento lo llevó a recorrer géneros variopintos, desde pasodobles hasta su fuerte, el jazz. Y es que el músico nunca se encasilló, pero si mostró su preferencia por este género yanqui.

En sus recitales transportaba a la audiencia a la década de los cuarenta con el clásico de Tex Beneke and the Glenn Miller Orchestra, ‘In The Mood’, y no faltaba en el público quien relacionara el tema con el popular remixque incluía este tema con un estribillo de Bill Haley & His Comets, ‘One, two, three o’clock, four o’clock rock’, y movía los hombros, bailando. Silva complacía a su público más sensible con ‘It’s Too Late’, original de Carole King (1971); deleitaba a los oídos más exquisitos con ‘Alfonsina y el mar’ (su canción favorita) interpretada por Mercedes Sosa (1969), o con ‘St. Louis Blues’, uno de los temas más conocidos del trompetista Louis Armstrong (1954). Sus arreglos en estos temas estaban hechos para distinguirse. A ‘St. Louis Blues’, Lucho le dio el swing característico del jazz, ese que hace al oyente chasquear los dedos para seguir el ritmo, a diferencia de la trompeta de Armstrong, que le solía dar un toque más íntimo al tema, como un suspiro. A Silva le gustaba hacer “hablar” a su instrumento, y hablaba fuerte. En ‘It’s Too Late’, que es casi un maridaje entre un bolero y un tema pop, Silva se daba la libertad de ‘jazzear’ la melodía soltando secuencias largas de acordes que excitaban a la canción hasta llevarla su clímax. Se ‘embalaba’.

En ‘Alfonsina y el mar’, Luchito se lucía. La cadencia se notaba desde la intro —mostrándose solista—, cuando de repente cambiaba el beat del tema, lo hacía más rápido y lo llevaba a un segundo acto, como si de una obra de teatro se tratase, para luego volver a esa sutil progresión de acordes donde nuevamente él era el único protagonista. Solía completar sus recitales con una muestra de la música autóctona que reservaba para los locales: Sueño de cumbia, Mis flores negras y Felicidad del indio ponían la sazón de los sonidos de nuestra tierra. Su saxofón era más osado en estos temas, más versátil. Se permitía melodías entrecruzadas entre el folclor y las cumbias andinas. Alguna vez, el virtuosismo de su saxofón se expresó al son de una clásica pareja de la Sierra que mostraba sus movimientos en el centro de una ronda. En otra ocasión, del público asomó un enmarañado caballero, que entre tema y tema, clamaba “¡qué linda música, carajo!”.

Pero Silva no llegó a ser el primer saxofón del Ecuador sin esfuerzo. Desde que tenía 10 años, se interesó por el instrumento y perseguía a los saxofonistas que trabajaban con don Fermín para aprender algo entre vuelta y vuelta. Cuando a los 14 años ya tuvo la oportunidad de aprender música formalmente, supo que el constante estudio del instrumento era la única forma de perfección. Esta predisposición es la que transmitía a sus alumnos, quienes, en primera instancia, fueron sus hijos. Los cuatro descendientes de Luchito cuentan que su padre era muy estricto con sus estudios musicales. Desde niños les inculcó el gusto por la música con estudios de conservatorio. Luis Silva Jr., hijo de Luchito, decía que él y todos sus hermanos tenían que aprender clarinete: “El que no tocaba clarinete no comía, decía mi papá”.

Luchito no permitía que las calificaciones de sus hijos estuvieran por debajo del 20/20; y es que no podía ser de otra manera, puesto que la educación artística era el pilar y el sustento de su familia. De hecho, el maestro del saxofón recordó alguna vez en una entrevista que don Fermín les inculcaba a él y sus hermanos que su herencia era la educación y amor por el arte, mas nada material, puesto que tales cosas ‘no existían’.

Por la modesta situación económica de su familia, Luchito no pudo tener de buenas a primeras un saxofón cuando empezó a mostrar interés por el instrumento en su juventud. En sus múltiples anécdotas, el músico recordaba que tenía que alquilar varios ejemplares del instrumento hasta que el director de la orquesta Costa Rica Swing Boys, donde Silva hacía de tercer saxofón, le compró uno que descontaba tocando con la banda. Hasta entonces su única pertenencia musical era la boquilla por donde soplaba.

Y desde entonces no paró: integró las orquestas de Blacio Jr. la Sonora de Rubén Lema. Tocó con Gerardo Guevara, Bolívar Claverol —quien fuera su primer profesor de saxo—, Obie Bermúdez, Miguel Sánchez, Mestanza, Rosalino Quintero. Fue integrante de Los Cuatro, la Orquesta Timbalito, Orquesta América, la banda De Luxe, el conjunto familiar Los Hermanos Silva y Los Gatos, con quien tiene un mix nutrido de música popular ecuatoriana.

Pero Luchito no solo expandió su virtuosismo con músicos de la escena local. El saxofonista llegó a tocar con Les Paul, guitarrista y luthier estadounidense que dio vida a la famosa guitarra Gibson (Les Paul), tan popular en el Hard Rock de los setenta. A pesar de esto, Luchito contó que su más grande satisfacción fue haber tocado junto a sus hijos y uno de sus nietos, Pocho Silva, quien en un recital lo acompañó en el piano. “¡Qué más puedo pedirle a la vida!”, exclamó en el homenaje que el Teatro Nacional Sucre hiciera en su nombre por sus 80 años en 2011.

Silva ha sido reconocido multitud de veces por instituciones y artistas del medio, siendo el más conocido el Premio Nacional Eugenio Espejo, en reconocimiento a sus “creaciones, realizaciones o actividades a favor de la cultura o de las artes”, en 2012. Su trayectoria y su contribución a la formación artística durante tres generaciones en la academia Preludio de Guayaquil dejan el nombre de Luis Silva como una institución musical en el país. Por su legado, lo recordamos como el Patriarca del saxofón ecuatoriano.

Publicado en El Telégrafo

 

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