Darío visto por grandes poetas de América Latina

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En Contexto
Rubén Darío ha sido el gran poeta del modernismo literario de NuestrAmérica. En su obra pueden descubrirse trazas de grandes poetas europeos como Rimbaud, Baudelaire o Mallarmé, pero la influencia de su obra puede descubrirse en todos los grandes poetas de la América latina del la primera mitad del siglo XX. Nacido en Nicaragua en 1867, falleció en su país el 6 de febrero de 1916, Darío fue periodista, novelista y diplomático. Vivió en El Salvador, Chile, Argentina y España entre otros países en los que escribió y se destacó en los ambientes intelectuales.

«Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el libertador».

Jorge Luis Borges, discurso en homenaje a Rubén Darío, a cien años de su nacimiento en 1967


1899:Rubén Darío vuelve a España

Caravanas de horror como las de Kosovo, esqueletos vivientes como los de Auschwitz llenaron las nuevas secciones gráficas de The Journal de Hearst y The World de Joseph Pulitzer. El Milosevic de entonces fue el general Valeriano Weyler, «El carnicero de la Manigua». Quizás el siglo que ahora muere empezó en Cuba con los campos de concentración donde Weyler encerró a quienes podían auxiliar a la guerrilla mambisa, es decir a todos los pobladores del campo. Los Estados Unidos vieron la oportunidad buscada desde sus orígenes: adueñarse de las Antillas y sustituir a la vieja España también en sus posiciones del Pacífico. No sabían que iban a tener que disputárselo con el Japón en una guerra que tardó más de cuarenta años en estallar.

Cuando ya la opinión pública saturada de atrocidades españolas, reales e imaginarias, pedía a gritos la ayuda militar a los insurgentes cubanos, estalló el Maine en la bahía de La Habana y murieron 260 tripulantes. Hoy se tiene la certeza de que fue un accidente. Hearst, el inventor del periodismo tabloidal, declaró la guerra antes que el presidente McKinley y el Congreso. Nada importaba que la reina madre (Alfonso XIII era un niño) hubiese suspendido hostilidades. A la semana siguiente, el primero de mayo de 1898, George Dewey despedazó en Cavite, a la entrada de Manila, a la flota española del Pacífico. El 3 de julio el vicealmirante Sampson aniquiló en Santiago a la armada del Atlántico y tuvo la nobleza de celebrar a su heroico jefe, el almirante Pascual Cervera y Topete. Lo que siguió fue para los vencedores un juego de niños y un ejercicio precursor de la realidad virtual: la prensa convirtió en batalla épica una escaramuza en que Theodore Roosevelt y sus Rough Riders se volvieron estrellas de San Juan Hill y el primero se abrió paso hacia la Casa Blanca. El general Miles ocupó Puerto Rico. Los mambises que habían ganado la nueva guerra de los treinta años se quedaron sin Cuba. El ejército colonial estaba compuesto de adolescentes campesinos muy pobres. Muchos permanecieron en la isla y uno de ellos fue el padre de Fidel Castro. Con el tratado de París el imperio español terminó para siempre y se inició lo que el fundador de Time Magazine, Henry Booth Luce, iba a llamar el «siglo americano». Por lo pronto la resistencia filipina los obligó a cometer los mismos crímenes que habían reprochado al carnicero Weyler.

Don Quijote y Calibán

La conmoción en los países de habla española fue incalculable. Se consumaba el finis latinorum que empezó cuando Bismarck fundó el imperio germánico, para más honda humillación, en Versalles. Alcanzaba su desenlace la lucha de civilizaciones que Tácito había intuido al describir a las tribus del norte como amenaza de la barbarie contra la civilización mediterránea greco-romana. Los barcos españoles de madera no habían podido contra las naves de guerra acorazadas con el acero de Pittsburgh y con artillería de gran calibre. Ellos tenían a Edison, inventor de casi todo lo moderno. Nosotros no teníamos nada. Muerto el sueño bolivariano de un inmenso país, la Gran Colombia, éramos los estados desunidos del sur y para colmo en pugna con España.

Rubén Darío fue, como siempre, uno de los primeros en captar lo que estaba en el aire y darse cuenta de la enormidad de lo ocurrido. Publicó un cuento, recuperado medio siglo más tarde por Roberto Ibáñez, «D.Q.», y dos artículos, «El crepúsculo de España» y «El triunfo de Calibán». El último defensor de Santiago de Cuba (Santiago, el apóstol guerrero que en calidad de espectro peleaba a su lado, abandona al ejército español en la que parecía su hora final) es Don Quijote. Tras su heroísmo inútil se arroja al mar y al estrellarse resuena por última vez su coraza. En su segundo artículo Darío se adelanta dos años a Rodó. Su Calibán, como demostró en 1968 Gordon Brotherson, es el de Ernst Renan más que el de Shakespeare. No podía en ese momento hacer una lectura contraria como la de Roberto Fernández Retamar en 1970: en The Tempest su autor quiso hablar de un caníbal. Calibán somos nosotros, los colonizados demonizados a quien el conquistador no pudo evitar darles su lengua y con ella su cultura.

Tampoco era posible que Darío adivinara el empleo que le daría la vanguardia brasileña al término «canibalización». Darío se creyó Ariel pero era Calibán que canibalizó primero toda la literatura española y luego toda la literatura europea. Al hacerlo adquirió las cualidades del devorado. A tal punto internalizamos esta noción que nos referimos a «comernos vivo» a alguien: es decir, al hablar mal de él simbólicamente nos apropiamos de todo aquello que nos hace envidiarlo.

La opulencia de la miseria

Suele olvidarse que Darío publicó Azul (1888) a los 21 años y lo escribió a los veinte. Para llegar a Azul en las Poesías completas de Alfonso Méndez Plancarte y Antonio Oliver Belmas (Madrid, 1968) hay quinientas páginas de poemas previos en todas las formas métricas, todos los estilos y todos los vocabularios empleados por la poesía castellana desde sus orígenes hasta 1885. No se sabe de ningún otro poeta en ningún idioma que haya tenido un (auto)entrenamiento semejante. Ante él «apropiación» parece un término débil. Si molesta hablar de canibalismo, sólo puede recurrirse a la imaginería sexual: la lengua española fue la verdadera amante de Darío y para poseerla de verdad se dejó poseer por ella.
Opulencia de la miseria. Philip Larkin, el bardo de Mrs. Thatcher, estaba orgulloso de no leer sino poesía inglesa y no salir nunca de Inglaterra. El niño abandonado que nace en una auténtica choza de Metapa, Nicaragua, y crece con su abuela y con su abuelo el coronel (como Gabriel García Márquez), tiene una avidez cultural sin fin, quiere leerlo todo, saberlo todo, escribirlo todo. Ha nacido en uno de los lugares más bellos pero también más pobres de América. Sus oportunidades son casi nulas. El talento, como el espíritu de los Evangelios, sopla donde quiere. En vez de elegir para renovar no sólo la literatura sino la lengua toda a un joven privilegiado del próspero Santiago de Chile, digamos Pedro Balmaceda Toro, escoge a un niño casi mendicante.

Elogio de la diseminación

La anécdota es conocida pero aquí vale la pena repetirla. José Vasconcelos ha lanzado su serie de clásicos a cincuenta centavos. Recorre el país con el presidente Obregón. A un lado de la vía encuentran a un campesino. El general le pregunta su nombre. No lo sabe. ¿De dónde es? De allí mismo. ¿Cómo se llama el pueblo? Tampoco lo sabe. El presidente se vuelve, irónico, a su secretario de Educación: ¿Y para esta gente derrocha usted el dinero publicando a Dante y Esquilo?

Lo mismo deben de haberle dicho al editor Rivadeneira cuando lanzó su Biblioteca de Autores Españoles. ¿Y usted cree que en, por ejemplo, Managua, alguien va a leer sus mamotretos? ¿Entenderán a Fray Luis de Granada? ¿Qué harán con Góngora? ¿Tal vez leerán a Malón de Chaide creyendo no que es un escritor ascético español sino una cortesana francesa del siglo XVIII?
Pero Rivadeneira y José Vasconcelos creían en la diseminación. Los tomazos a dos columnas llegaron a manos del niño Darío en la Biblioteca Pública. Los devoró en sentido literal y los asimiló como nadie. Hizo suyo el pasado y quedó en condiciones de inventar el porvenir.

El Palacio de la Moneda

El animal totémico del modernismo es la mariposa, la hypsipila en que los griegos simbolizaron a Psiquis, el alma, la mente, el espíritu, el principio de la vida. A menudo es el insecto art nouveau por excelencia con alas como vitrales. Hermosísima a veces, en otras cursi (lo único que en la naturaleza puede resultar cursi), en su estado larval la mariposa tiene que ser el gusano asqueroso que en la Ciudad de México, y tal vez en otras partes, llaman azotadores. Son odiados porque devoran las hojas de los árboles. Los niños los pisotean para ver cómo de su cuerpo deshecho sale un líquido repugnante parecido a la pus. Sus padres los bañan de insecticidas. Algunos azotadores sobreviven, realizan sus metamorfosis y vuelan convertidos en mariposas que le gustan a todo el mundo.

El refinado, elegante, aristocrático modernismo también salió por su propia metamorfosis de la dipsomanía, el sopor permanente, las claudicaciones e indignidades de Darío y, por otra parte, de la mierda y la sangre. Lo que permitió a Darío llegar a Chile fue el excremento de las aves marinas, el guano de donde se extraía el nitrato indispensable para los fertilizantes y la pólvora. La sangre de los mataderos rioplatenses que alimentaban a Europa dio la base económica para hacer de Buenos Aires la gran plataforma de lanzamiento del modernismo.

Era lógico que el joven nicaragüense viniese para desarrollarse a México, sobre todo cuando la poesía mexicana gozaba de un prestigio internacional que nunca recuperó, excepto en la obra de Octavio Paz. Juan de Dios Peza era admirado y traducido hasta en Rusia y en el Japón. Darío escribió un drama, hoy extraviado, sobre Manuel Acuña y reconoció entre sus maestros a Díaz Mirón y a Gutiérrez Nájera.

Pero Chile acababa de triunfar en su guerra contra Perú y Bolivia y se había propuesto ser los Estados Unidos del Pacífico Sur. Así pues, Darío fue a Chile. Conoció la bohemia y la miseria de los trabajadores, el anarquismo y la aristocracia, el burdel portuario y el salón elegante. Sobre todo su amistad con Pedro Balmaceda Toro, el hijo del presidente José Manuel Balmaceda que acabaría suicidándose ante el golpe militar de 1892, le permitió leer en su estudio del Palacio de la Moneda a los nuevos autores franceses. Calibán los canibalizó en los altares de la lengua española. El resultado fue Azul. Darío lamentaba que la burguesía estuviera corrompida por la ostentación, el amor al lujo y el deseo de riqueza. No obstante compartía esas aspiraciones y las realizó en el terreno verbal, único en que su dominio era absoluto.

Misteriosa Buenos Aires

Un libro publicado en Valparaíso corría el peligro de no llegar ni a Santiago. En una de sus «Cartas americanas» publicadas en Los Lunes de El Imparcial, Juan Valera subrayó la excepcionalidad del joven poeta y señaló su «galicismo mental» y su dominio de la prosa y el verso castellanos. Valera hizo célebre a Darío. En 1892 Nicaragua lo envió como secretario de su delegación a las fiestas del cuarto centenario. Los españoles lo recibieron con el mayor afecto y él, con la audacia del tímido, leyó en una velada su poema «A Colón» en que presenta una visión desesperada de América y acaba por decir que hubiera sido mejor que los indios permanecieran libres y no llegaran nunca las carabelas.

De regreso pasó por Cartagena. El ex presidente Rafael Núñez logró que lo nombraran cónsul de Colombia en Buenos Aires. Al mismo tiempo, José Asunción Silva fue a la legación en Caracas. Quién sabe qué hubiera pasado si los nombramientos se invierten. En la primera gran ciudad hispanoamericana, en el país que tenía un nivel económico equiparable a los europeos, Darío encontró el medio propicio para su gran renovación literaria. Los cinco años de Buenos Aires, los más productivos de su carrera, son responsables de Prosas profanas, Los raros y muchos cuentos fantásticos que proponen una literatura palimpséstica como la que Marcel Schwob hacía al mismo tiempo en Vidas imaginarias.

Hace ya cuarenta años se estableció que Prosas profanas, su libro central, no es todo el modernismo y los antes llamados «precursores» son en realidad los iniciadores: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva. Todos ellos murieron antes de la aparición de Prosas profanas. Rubén Darío fue el enlace entre ese primer grupo modernista y el segundo en que destacaron sus compañeros de Buenos Aires, Leopoldo Lugones y Ricardo Jaimes Freire. Escribió una poesía perturbadora con metros y ritmos que nunca antes se habían escuchado en nuestro idioma. Darío expropió, sí, la poesía francesa, como Garcilaso lo había hecho con la italiana, pero no todas sus fuentes provenían de París. Poe, D’Annunzio y el extraordinario Eugenio de Castro, maestro de Pessoa, fueron también modelos de Darío. Hizo lo que en Europa era imposible: sintetizar las escuelas enemigas, parnasianismo y simbolismo, y al hacerlo convirtió en hispánica toda la literatura universal.

Las crónicas de La Nación

La Nación, el diario fundado en 1870 por el general Bartolomé Mitre, fue el gran periódico de los modernistas. En él aparecieron las crónicas de Martí desde los Estados Unidos, modelo de Darío para las que envió en 1900 y formaron en 1902 España contemporánea que es, con Tierras solares, su mejor libro en prosa.

Durante mucho tiempo se creyó que las crónicas resultaban sólo el penoso medio que hallaron los poetas para ganarse la vida. Hasta un crítico tan inteligente como Pedro Salinas dijo que el periodismo le dio con qué vivir y le quitó con qué sobrevivir a Darío. Ángel Rama en 1970 demostró que, por lo contrario, las crónicas fueron el campo de experimentación de los modernistas y en él ensayaron muchos de los procedimientos que pasarían después a sus versos.

Darío pidió a La Nación que lo enviara a España. Quería ver sobre el terreno los efectos del desastre e informar a los hispanoamericanos sobre la nueva situación que obligaba a erigir una especie de panhispanismo como defensa contra el enemigo común. El 22 de diciembre desembarcó en Barcelona. Quedó asombrado ante la actividad y la vitalidad de Cataluña y también frente a lo que no era un simple deseo de autonomía sino «el más claro y convencido separatismo».

El primero de enero de 1899 llegó a Madrid. Encontró una gran indiferencia entre el pueblo y una desolación creciente entre los escritores que habían sido sus maestros, como Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce. Al poeta más popular del idioma le dice para animarlo en su decaimiento: «Su gloria no perecerá y generaciones sin fin leerán sus versos». En realidad Campoamor y Núñez de Arce cayeron en un abismo que ya ha durado un siglo. Es la hora de releerlos con otros ojos.

Por amor a España, Darío se empeñó en decir la verdad de lo que observaba. Sus crónicas, como era inevitable, ofendieron a muchos, sobre todo a los académicos que le parecían los carceleros y no los servidores del idioma y a los políticos venales a quienes echó la culpa del desastre. Le dolió la indiferencia española hacia la otra orilla del Atlántico:

En la conversación podéis oír que se confunden el Brasil, el Uruguay o el Paraguay con Buenos Aires. Y en literatura, todo lo nuestro es irremediablemente tropical o cubano. Nuestros poetas les evocan un pájaro y una fruta: el sinsonte y la guayaba. Y todos hacemos guajiras y tenemos algo de Maceo. Tal es el desconocimiento. No exagero.

El oro y el vidrio

Lo más importante del paso de Darío por la España finisecular fue su contacto con la joven generación que Azorín iba a llamar del 98, sobre todo con Ramón del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez. El estímulo de su obra y su presencia fue decisivo. Darío no les descubrió nada a los españoles pero fue un elemento aglutinador para la gran renovación literaria. Así lo reconocieron los mejores y hasta Miguel de Unamuno acabó por renunciar a su inicial hostilidad.

Sorprende que dos de los escritores más admirados en Hispanoamérica hayan sido tan desdeñosos con Rubén Darío. Leopoldo Alas Clarín, desde 1893 hasta su muerte, estuvo obsesionado contra él y escribió enormidades inconcebibles en el autor de La Regenta:

El señor Darío es muy decidor, no cabe negarlo: pero es mucho más cursi que decidor y para corromper el gusto y el idioma y el verso castellano, ni pintado. No tiene en la cabeza más que una indigestión cerebral de lecturas francesas y el prurito de imitar en español ciertos desvaríos de los poetas franceses de tercer orden que quieren hacerse inmortales persignándose por los pies y gracias a otras dislocaciones. (Clarín citado por Antonio Vilanova en su prólogo a España contemporánea, Lumen, 1987.)

Aún más triste es el caso de Luis Cernuda, que para atacar a Darío se sirvió de un ensayo imbécil de C.M. Bowra donde explica los defectos del gran poeta en razón de que «he has Indian blood in his veins». Ya por ese camino Cernuda se dejó decir que, como sus antepasados, Darío cambió su oro por cuentas de vidrio. La imagen racista es también ignorante: en el siglo XVIII el padre Feijoo afirmó que si lo hicieron fue por razón de que en estas tierras abundaba el oro y en cambio no había cuentas de vidrio.
Por fortuna muchos otros, de Antonio Machado a Enrique Díez-Canedo y de Federico García Lorca a Vicente Aleixandre, supieron ver que no era Nicaragua ni Hispanoamérica toda la beneficiaria. Era la lengua española la que resucitaba con Darío. Cuanto se escribió en el siglo que termina hubiera sido imposible o inexplicable sin él. Su labor, escribió Borges en 1967, no ha cesado ni cesará.

José Emilio Pacheco en el centenario del regreso de Darío a España en 1999 (Fuente: Letras Libres)


Pablo Neruda y Federico García Lorca en un homenaje conjunto

Neruda: Señoras…

Lorca: y señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada «toreo al alimón» en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.

N.: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.

L.: Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.

N.: Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto, un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante. Nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, vamos a repetir su
nombre hasta que su poder salte del olvido.

L.: Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran hombre sobre el mantel, en la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo que ellos ansían y un golpe de mar ha de manchar los manteles. Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España: Rubén…

N.: Darío.Porque, señoras…

L.: y señores…

N.: Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén, Daríó?

L.: Dónde está la estatua de Rubén Darío?

N.: El amaba los parques. Dónde está el parque Rubén Darío?

L.: Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?

N.: Dónde esta el manzano y las manzanas de Rubén Darío?

L.: Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?

N.: Dónde está el acento la resina, el cisne de Rubén Darío?

L.: Rubén Darío duerme en su «Nicaragua natal» bajo su espantoso león de marmolina, como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.

N.: Un león de botica, a él, fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.

L.: Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de idioma, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de Gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste, de todas las épocas.

N.: Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los hospitales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.

L.: Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a Valle Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Daríó paseó la tierra de España como su propia tierra.

N.: Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire, atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.

L.: Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral, agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibrís, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos. Las estanterías comidas ya por los jaramagos, donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda substancia de su gran poesía.

N.: Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que pisamos.

L.: Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta, nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.

N.: y L.: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.

Toreo alimón en homenaje a Rubén Darío en una cena dada en su casa por el editor del diario argentino Crítica Natalio Botana, en Buenos Aires en 1933, tal cual fue luego publicado por El Sol en Madrid durante el año 1934.

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